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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

La Batalla de los Arapiles (7 page)

—En ese coche va una mujer, Tribaldos —grité a mi asistente que se había unido a mí.

—Es una inglesa, señor, que se quedó rezagada y detrás de las demás.

—¡Pobre mujer!… ¿Y no hay entre tantos hombres uno solo que se atreva a detener el caballo y salvar a esa desgraciada?… Parece que no va desbocado… Detiene el paso… Corramos allá.

—El coche se ha salido del camino —dijo Tribaldos con espanto— y ha parado en un sitio muy peligroso.

Al instante vi que el carricoche estaba a punto de despeñarse. Habiéndose enredado el caballo entre unas jaras, se había ido al suelo, quedando como reventado a consecuencia del fuerte choque que recibiera. Pero como la pendiente era grande, la gravedad lo atraía hacia lo hondo del barranco.

Me era imposible ver la situación terrible de la infeliz viajera sin acudir pronto a su socorro. Había caído el coche sin romperse; mas lo peligroso estaba en el sitio. Corrí allá solo, bajé tropezando a cada paso y despegando con mi planta piedrecillas que rodaban con ruido siniestro, y llegué al fin adonde se había detenido el vehículo. Una mujer lanzaba desde el interior lastimeras voces.

—Señora —grité— allá voy. No tenga usted cuidado. No caerá al barranco.

El caballo pataleaba en el suelo, pugnando por levantarse y con sus movimientos de dolor y desesperación arrastraba el coche hacia el abismo. Un momento más y todo se perdía.

Apoyeme en una enorme piedra fija, y con ambas manos detuve el coche que se inclinaba.

—Señora —grité con afán— procure usted salir. Agárrese usted a mi cuello… sin miedo. Si salta usted en tierra no hay qué temer.

—No puedo, no puedo, caballero —exclamó con dolor.

—¿Se ha roto usted alguna pierna?

—No, caballero… veré si puedo salir.

—Un esfuerzo… Si tardamos un instante los dos caeremos abajo.

No puedo describir los prodigios de mecánica que ambos hicimos. Ello es que en casos tan apurados, el cuerpo humano, por maravilloso instinto, imprime a sus miembros una fuerza que no tiene en instantes ordinarios, y realiza una serie de admirables movimientos que después no pueden recordarse ni repetirse. Lo que sé es que como Dios me dio a entender, y no sin algún riesgo mío, saqué a la desconocida de aquel grave compromiso en que se encontraba, y logré al fin verla en tierra. Asido a las piedras la sostuve y me fue forzoso llevarla en brazos al camino.

—Eh, Tribaldos, cobarde, holgazán —grité a mi asistente que había acudido en mi auxilio—, ayúdame a salir de aquí.

Tribaldos y otros soldados, que no me habían prestado socorro hasta entonces, me ayudaron a salir; porque es condición de ciertas gentes no arrimarse al peligro que amenaza sino al peligro vencido, lo cual es cómodo y de gran provecho en la vida.

Una vez arriba, la desconocida dio algunos pasos.

—Caballero, os debo la vida —dijo recobrando el perdido color y el brillo de sus ojos.

Era como de veinte y tres años, alta y esbelta. Su airosa figura, su acento dulce, su hermoso rostro, aquel tratamiento de
vos
que ceremoniosa me daba, sin duda por poseer a medias el castellano, me hicieron honda y duradera impresión.

- VIII -

Apoyose en mí, quiso dar algunos pasos; mas al punto sus piernas desmayadas se negaron a sostenerla. Sin decir nada la tomé en brazos y dije a Tribaldos:

—Ayúdame; vamos a llevarla a nuestro alojamiento.

Por fortuna este no estaba lejos, y bien pronto llegamos a él. En la puerta la inglesa movió la cabeza, abrió los ojos y me dijo:

—No quiero molestaros más, caballero. Podré subir sola. Dadme el brazo.

En el mismo momento apareció presuroso y sofocado un oficial inglés, llamado sir Tomás Parr, a quien yo había conocido en Cádiz, y enterado brevemente de la lamentable ocurrencia, habló con su compatriota en inglés.

—¿Pero habrá aquí una habitación
confortable
para la señora? —me dijo después.

—Puede descansar en mi propia habitación —dijo el dómine que había bajado oficiosamente al sentir el ruido.

—Bien —dijo el inglés—. Esta señorita se detuvo en Ciudad-Rodrigo más de lo necesario y ha querido alcanzarnos. Su temeridad nos ha dado ya muchos disgustos. Subámosla. Haré venir al médico mayor del ejército.

—No quiero médicos —dijo la desconocida—. No tengo herida grave: una ligera contusión en la frente y otra en el brazo izquierdo.

Esto lo decía subiendo apoyada en mi brazo. Al llegar arriba dejose caer en un sillón que en la primera estancia había y respiró con desahogo expansivo.

—A este caballero debo la vida —dijo señalándome—. Parece un milagro.

—Mucho gusto tengo en ver a usted, mi querido Sr. Araceli —me dijo el inglés—. Desde el año pasado no nos habíamos visto. ¿Se acuerda usted de mí… en Cádiz?

—Me acuerdo perfectamente.

—Usted se embarcó con la expedición de Blake. No pudimos vernos porque usted se ocultó después del duelo en que dio la muerte a lord Gray.

La inglesa me miró con profundo interés y curiosidad.

—Este caballero… —dijo.

—Es el mismo de quien os he hablado hace días —contestó Parr.

—Si el libertino que ha hecho desgraciadas a tantas familias de Inglaterra y España hubiese tropezado siempre con hombres como vos… Según me han dicho, lord Gray se atrevió a mirar a una persona que os amaba… La energía, la severidad y la nobleza de vuestra conducta son superiores a estos tiempos.

—Para conocer bien aquel suceso —dije yo, no ciertamente orgulloso de mi acción—, sería preciso que yo explicase algunos antecedentes…

—Puedo aseguraros que antes de conoceros, antes de que me prestaseis el servicio que acabo de recibir, sentía hacia vos una grande admiración.

Dije entonces todo lo que la modestia y el buen parecer exigían.

—¿De modo que esta señora se alojará aquí?, —me dijo Parr—. Donde yo estoy, es imposible. Dormimos siete en una sola habitación.

—He dicho que le cederé la mía, la cual es digna del mismo sir Arturo —dijo Forfolleda, pues este era el nombre del dómine.

—Entonces estará bien aquí.

Sir Tomás Parr habló largamente en inglés con la bella desconocida y después se despidió. No dejaba de causarme sorpresa que sus compatriotas abandonasen a aquella hermosa mujer que sin duda debía de tener esposo o hermanos en el ejército; pero dije para mí: «será que las costumbres inglesas lo ordenan de este modo».

En tanto la señora de Forfolleda (pues Forfolleda tenía señora) bizmó el brazo de la desconocida, y restañó la sangre de la rozadura que recibiera en la cabeza, con cuya operación dimos por concluidos los cuidados quirúrgicos y pensamos en arreglar a la señora cuarto y cama en que pasar la noche.

Un momento después el precioso cuerpo de la dama inglesa descansaba sobre un lecho algo más blando que una roca, al cual tuve que conducirla en mis brazos, porque la acometió nuevamente aquel desmayo primero que la imposibilitaba toda acción corporal. Ella me dio las gracias en silencio volviendo hacia mí sus hermosos ojos azules, que dulcemente y con la encantadora vaguedad y extravío que sigue a los desmayos se fijaron, primero en mi persona y después en las paredes de la habitación. Más la miraba yo y más hermosa me parecía a cada momento. No puedo dar idea de la extremada belleza de sus ojos azules. Todas las facciones de su rostro distinguíanse por la más pura corrección y finura. Los cabellos rubios hacían verosímil la imagen de las trenzas de oro tan usada por los poetas, y acompañaban la boca los más lindos y blancos dientes que pueden verse. Su cuerpo atormentado bajo las ballenas de un apretado jubón, del cual pendían faldas de amazona, era delgadísimo, mas no carecía de las redondeces y elegantes contornos y desigualdades que distinguen a una mujer de un palo torneado.

—Gracias, caballero —me dijo con acento melancólico y usando siempre el
vos
—. Si no temiera molestaros, os suplicaría que me dieseis algún alimento.

—¿Quiere la señora un pedazo de pierna de carnero —dijo Forfolleda, que arreglaba los trastos de la habitación—, unas sopas de ajo, chocolate o quizás un poco de salmorejo con guindilla? También tengo abadejo. Dicen que al Sr. D. Arturo le gusta mucho el abadejo.

—Gracias —repuso la inglesa con mal humor—, no puedo comer eso. Que me hagan un poco de té.

Fui a la cocina, donde la señora de Forfolleda me dijo que allí no había té ni cosa quelo pareciese, añadiendo que si ella probara tan sólo un buche de tal enjuagadero de tripas, arrojaría por la boca juntamente con los hígados la primer leche que mamó. Luego se puso a reprender a su esposo por admitir en la casa a herejes luteranos y calvinistas, cuales eran los ingleses; mas el dómine refutó victoriosamente el ataque afirmando que merced a la ayuda de los herejes luteranos y calvinistas, la católica España triunfaría de Napoleón, lo cual no significaba más sino que Dios se vale del mal para producir el bien.

—Vete a cualquier casa donde haya ingleses —dije a Tribaldos—, y trae té. ¿Sabes lo que es?

—Unas hojas arrugaditas y negras. Ya sé… todas las noches lo tomaba la mujer del capitán.

Volví al lado de la inglesa que me dijo no podía comer cosa alguna de nuestra cocina, y habiéndome pedido pan, se lo di mientras llegaba el anhelado té.

Al poco rato entró Tribaldos trayendo una ancha taza que despedía un olor extraño.

—¿Qué es esto? —dijo la dama con espanto, cuando los vapores del condenado licor llegaron a su nariz.

—¿Qué menjurgue has puesto aquí, maldito? —exclamé amenazando al aturdido mozo.

—Señor, no he puesto nada, nada más que las hojas arrugaditas, con un poco de canela y de clavo. La señora de Forfolleda dijo que así se hacía, y que lo había compuesto muchas veces para unos ingleses que fueron a Salamanca a ver la catedral vieja.

La inglesa prorrumpió en risas.

—Señora, perdone usted a este animal que no sabe lo que hace. Voy yo mismo a la cocina y beberá usted té.

Poco después volví con mi obra, que debió de satisfacer a la interesada, pues la aceptó con gozo.

—Ahora, señora mía, me retiraré, para que usted descanse —le dije—. Deme usted órdenes para mañana o para esta noche misma. Si quiere usted que avise a su esposo… o es que se halla en la división de Picton que no está en este pueblo…

—Señor oficial —dijo solemnemente bebiendo su té— yo no tengo esposo; yo soy soltera.

Esto puso el límite a mi asombro, y vacilante al principio en mis ideas no supe contestarle sino con medias palabras.

—¡Buena pieza será ésta que se ha colgado de mi brazo! —dije para mí—. Los franceses traen consigo mujeres de mala vida, pero de los ingleses, no sabía que…

—Soltera, sí —añadió con aplomo y apartando la taza de sus labios—. Os asombráis de ver una señorita como yo en un campo de batalla, en tierra extranjera y lejos, muy lejos de su familia y de su patria. Sabed que vine a España con mi hermano, oficial de ingenieros de la división de Hill, el cual hermano mío pereció en la sangrienta batalla de Albuera. El dolor y la desesperación tuviéronme por algunos días enferma y en peligro de muerte; pero me reanimó la conciencia de los deberes que en aquel trance tenía que cumplir, y consagreme a buscar el cuerpo del pobre soldado para enviarle a Inglaterra, al panteón de nuestra familia. En poco tiempo cumplí esta triste misión, y hallándome sola traté de volver a mi país. Pero al mismo tiempo me cautivaban de tal modo la historia, las tradiciones, las costumbres, la literatura, las artes, las ruinas, la música popular, los bailes, los trajes de esta nación tan grande en otro tiempo y otra vez grandísima en la época presente, que formé el proyecto de quedarme aquí para estudiarlo todo, y previa licencia de mis padres, así lo he hecho.

—Sabe Dios qué casta de pájaro serás tú —dije para mi capote; y luego en voz alta añadí sosteniendo fijamente la dulce mirada de sus ojos de cielo—: ¡Y los padres de usted consintieron, sin reparar en los continuos y graves peligros a que está expuesta una tierna doncella sola y sin amparo en país extranjero, en medio de un ejército! Señora, por amor de Dios…

—¡Ah! no conocéis sin duda que nosotras, las hijas de Inglaterra estamos protegidas por las leyes de tal manera y con tanto rigor, que ningún hombre se atreve a faltarnos al respeto.

—Sí, así dicen que pasa en Inglaterra. Y parece que allá salen las señoritas solas a paseo y viajan solas o acompañadas de cualquier galancete.

—Aunque fuera su novio, no importa.

—¡Pero estamos en España, señora, en España!Usted no sabe bien en qué país se ha metido.

—Pero sigo al ejército aliado y estoy al amparo de las leyes inglesas —dijo sonriendo—. Caballero, faltad al pudor si os parece, intentad galantearme de una manera menos decorosa que la que empleáis para amar a esa Dulcinea que fue causa de la muerte de Gray, y lord Wellington os mandará fusilar, si no os casáis conmigo.

—Me casaría, señora.

—Caballero, veo que quizás sin malicia principiáis a faltar al comedimiento.

—Pues no me casaría… Permítame usted que me retire.

—Podéis hacerlo —me dijo levantándose penosamente para cerrar por dentro la puerta.

—Os agradeceré que mañana hagáis traer mi maleta. Felizmente no la traía conmigo. Está en el convoy.

—Se traerá la maleta. Buenas noches, señora.

- IX -

Fuera de la estancia sentí el ruido de los cerrojos que corría por dentro la hermosa inglesa y me retiré a mi aposento que era el rincón de un oscuro pasillo, donde Tribaldos me había arreglado un lecho con mantas y capotes. Tendime sobre aquellas durezas y en buena parte de la noche no pude conciliar el sueño; de tal modo se había encajado dentro de mi cerebro la extraña señora inglesa, con su caída, sus desmayos, su té y su acabada hermosura. Pero al fin, rendido por el gran cansancio, me dormí sosegadamente. Por la mañana, díjome la señora de Forfolleda que la señorita rubia estaba mejor, que había pedido agua y té y pan, ofreciendo dinero abundante por cualquier servicio que se le prestara. Como manifestase deseos de entrar a saludarla, añadió la Forfolleda que no era conveniente, por estar la señorita arreglándose y componiéndose, a pesar de las heridas leves de su brazo.

Al salir a mis quehaceres, que fueron muchísimos y me ocuparon casi todo el día, encontré a sir Tomás Parr, a quien encargué lo de la maleta.

Por la tarde, después del gran trabajo de aquel día que me hizo poner un tanto en olvido a la interesante dama, regresé a casa de Forfolleda, y vi a gran número de ingleses que entraban y salían, como diligentes amigos que iban a informarse de la salud de su compatriota. Entré a saludarla, y la pequeña estancia estaba llena de casacas rojas pertenecientes a otros tantos hombres rubios que hablaban con animación. La joven inglesa reía y bromeaba, y habíase puesto tan linda, sin cambiar de traje, que no parecía la misma persona demacrada, melancólica y nerviosa de la noche anterior. La contusión del brazo entorpecía algo sus graciosos movimientos.

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