—Siempre puedo pedirme el día libre. —Otra pausa—. Bueno, puedo si lo necesitáis. —Una pausa más—. Muy bien, entonces nos veremos por la mañana. —Me miró y pareció tomar una decisión, porque me volvió la espalda—. Danny os desea buenas noches —añadió, aunque yo no había dicho nada—. Buenas noches, Russell. —Colgó y se volvió de nuevo hacia mí—. Oye, tómatelo como una aventura —dijo, leyéndome el pensamiento.
—Pero ¿dónde voy a dormir?
—En la habitación de Luke. Tiene una litera.
Eso me gustó más. Asentí.
—¿En cuál duerme él? —pregunté.
—¿En cuál quieres dormir tú?
—En la de arriba —contesté tras pensarlo un momento.
—Entonces él duerme en la de abajo —repuso guiñándome el ojo—. Venga, vamos a la sala. Va a empezar mi programa favorito.
Esa noche, la señora Kennedy sacó sábanas, almohadas y un edredón de un armario y para preparar la litera de arriba. Después cogió un pijama de Luke de un cajón y me lo tendió, y los tres nos miramos unos a otros con cierta incomodidad, antes de que la madre de Luke captara la indirecta.
—Volveré a subir dentro de unos minutos para asegurarme de que ya os habéis acostado —anunció—. Te he dejado un cepillo de dientes nuevo en el baño, Danny. Lo verás junto al lavabo, todavía en su envoltorio, así que no tienes de qué preocuparte.
Fui al cuarto de baño y me lavé los dientes lentamente. Al salir me fijé en una puerta entreabierta que había a mi izquierda y me asomé. Se trataba del dormitorio de la señora Kennedy. La luz estaba apagada y el resplandor de la luna se colaba entre las cortinas abiertas, una claridad que se mezclaba con la oscuridad y las sombras. Aunque sabía que no debía entrar, no pude evitarlo, así que avancé. La cama era muy grande, mayor incluso que la de mis padres. A la derecha había un tocador con tantos frascos y cremas que me pregunté cómo los distinguiría. Me acerqué a la ventana, miré por ella y vi mi propia habitación al otro lado de la valla, porque la cortina estaba descorrida. Divisé el sitio desde el que había observado a la señora Kennedy. Recordaba dónde estaba yo la noche en que la viera en sujetador. Alcancé a distinguir los carteles en las paredes de mi dormitorio y la camiseta sucia que había dejado en un brazo de la silla.
«Si mamá estuviese en casa —me dije—, ya la habría puesto en el cesto de la ropa sucia.»
—¿Has acabado? —preguntó Luke cuando volví a su dormitorio.
Asentí.
Él ya se había cambiado y pasó ante mí en dirección al baño; cuando cerró la puerta, me desvestí tan rápido como pude y me apresuré a ponerme el pijama que la señora Kennedy me había dado. Cuando Luke volvió al cuarto, yo estaba doblando los pantalones y la camisa para dejarlos sobre el respaldo de la silla. Subí por la escalerilla a la litera de arriba y me metí bajo el edredón.
—Benjamin es un idiota, ¿verdad? —comentó mi amigo.
—¿El señor Benson? No está mal. Parece un oso polar.
—No debería estar aquí —continuó—. Además, ¿qué derecho tiene a prepararnos la cena? Ésta no es su casa. Es la de mi padre. Cuando vaya a pasar unos días con él este verano, pienso contárselo.
Me puse boca arriba, mirando el techo, y descubrí que estaba cubierto por centenares de minúsculas estrellas pegadas que brillaban en la oscuridad. Así sería dormir en la cima de una montaña. Estiré el brazo para tocarlas, pero no llegué del todo.
—¿Qué está pasando en tu casa? —preguntó Luke al cabo de unos instantes.
—Nada.
—Pues claro que pasa algo. Cuéntamelo.
—Te he dicho que nada —insistí, deseando que no me preguntara sobre el tema.
Luke soltó un bufido.
—No es eso lo que he oído.
—¿Y qué has oído?
—Pues que tu madre estaba borracha, que atropello a alguien y lo mató.
—Eso no es verdad —declaré, incorporándome en la cama.
—Mi madre lo dijo.
—¿De veras? —pregunté, sorprendido.
—Bueno, no. No dijo que lo hubiese matado. Pero sí que es probable que se muera. Que está en coma y no hay muchas esperanzas. La oí comentarlo antes de que llegaras.
Volví a tenderme y me quedé observando las estrellas, aunque sentía ganas de vomitar. Alguien llamó suavemente a la puerta y abrió, sólo un poquito al principio, y luego de par en par. Entró un rayo de luz seguido por la señora Kennedy.
—¿Qué tal estáis, chicos? ¿Tienes cuanto necesitas, Danny?
—¿Va a quedarse también mañana por la noche? —preguntó Luke.
—No lo sé —contestó su madre—. Ya veremos.
—¿Me quedaré? —intervine, preguntándome cuánto iba a durar aquella situación.
—No te preocupes. Trata de dormir. Por la mañana sabremos algo más. Y no os paséis hablando toda la noche, ¿me oís? Es tarde. —Se inclinó sobre la litera de abajo y la oí dar un beso a Luke—. Buenas noches, Danny —dijo entonces, sonriéndome—. Si me necesitas ya sabes dónde estoy.
—Es la segunda puerta a la derecha —puntualizó Luke.
—Oh, Danny ya lo sabe.
La vi sonreír a la luz de la luna al salir, y aunque estaba oscuro noté que me sonrojaba.
Luke y yo estuvimos callados mucho rato. En cierto momento advertí que el sonido de su respiración cambiaba y que se daba la vuelta, así que me dije que quizá se había dormido.
—No estaba borracha —susurré.
—¡Por supuesto que no estaba borracha! —aseguró papá cuando se lo conté al día siguiente—. Por el amor de Dios, Danny, dime cuándo has visto, en toda tu vida, a tu madre borracha. ¿Sabes siquiera qué significa estar borracho?
—Es como están siempre los amigos de Pete cuando se quedan a dormir.
—Hum… —repuso papá, gruñendo al quitarse las gafas tras leer las instrucciones en un paquete de espaguetis—. Bueno, en eso tienes razón. Pero deberías conocer mejor a tu madre. Fue un accidente. Eso es todo. La policía lo sabe. Los padres del niño también. Hasta tu madre lo sabe.
—Entonces ¿por qué está tan afectada?
—Porque, aunque no fuera culpa suya, sigue sintiéndose responsable. Lo entiendes, ¿verdad? Mira, volvía a casa después de ir de compras; conducía por Parker Grove. Una testigo lo vio todo. Dijo que tu madre ni siquiera iba rápido, pero que el niñito, Andy, salió a toda pastilla de una casa y se dispuso a cruzar la calzada sin mirar ni a derecha ni a izquierda. A mamá le habría sido imposible detenerse a tiempo. Ni siquiera sabemos muy bien qué hacía allí ese niño. Tampoco era su casa. Él vive cuatro puertas más allá y al otro lado de la calle.
—Quizá se había perdido —sugerí.
—Bueno, lo averiguaremos a su debido tiempo, no te preocupes.
—¿Va a morirse?
Papá negó con la cabeza.
—¿Por qué no sales fuera? La cena no estará hasta dentro de una hora.
Suspiré hondo y me fui al jardín. Mi bici estaba donde la había dejado, apoyada contra la valla que separaba nuestra casa de la de Luke Kennedy. Monté de un salto en el sillín, y fue entonces cuando la vi por primera vez. Estaba mirándome desde la acera de enfrente, de pie junto a un árbol. El cabello rojizo le llegaba a los hombros y llevaba unos vaqueros con un gran estampado de margaritas blancas en una rodilla. Era más o menos de mi edad, pero no la conocía, de manera que no iba a mi colegio.
Aunque no reduje la velocidad, la miré fijamente al pasar, preguntándome por qué me estaría observando, antes de llegar a la esquina y desaparecer de la vista.
Se me pinchó una rueda cuando estaba por ahí y como no llevaba nada para arreglarla, tuve que ir a pie empujando la bici durante el camino de vuelta a casa. Siempre regresaba por el atajo a través de la urbanización, pero ese día seguí una ruta distinta. Recorrí Parker Grove, la vía por la que conducía mi madre cuando el niño se le había echado encima.
Era una calle como la nuestra, con muchos árboles delante de las casas. No sabía cuál era la de Andy, pero mientras avanzaba empujando la bici, un coche se detuvo en una entrada y una mujer cruzó la calle corriendo hasta él.
—¡Michael, Samantha! —gritó, llamando a la pareja que estaba bajando del coche—. ¿Cómo se encuentra Andy? ¿Se sabe algo más?
—Está… bueno, al menos no ha empeorado —contestó en voz baja la mujer que se llamaba Samantha—. Los médicos aseguran que eso es una buena señal. Siempre dicen que las primeras cuarenta y ocho horas son críticas, ¿no?
—Entonces, que no esté peor ya es algo —repuso la otra—. Seguro que no tardará en despertar.
—Si al menos nos respondiera de algún modo… —añadió entonces Samantha, sacudiendo la cabeza con frustración—. Le hablamos sin parar. Le ponemos las canciones que le gustan. Esta mañana hemos instalado un vídeo para pasarle unos dibujos animados que suele ver, y se los hemos puesto una y otra vez, pero nada. Es como si…
Se interrumpió y se echó a llorar. Hice girar unas cuantas veces la rueda de mi bici y descubrí un fragmento de cristal clavado en el neumático. En realidad no estaba buscando el pinchazo, pero de todas formas lo había encontrado. Lo arranqué con cuidado y la rueda empezó a sisear, lo que me hizo pensar que debería haberlo dejado donde estaba hasta llegar a casa.
—¿Y cómo lo está llevando Sarah? —quiso saber la mujer.
Oí a la madre de Andy sorberse la nariz como si tuviera un tremendo resfriado. Siempre que yo hacía esa clase de ruido, mamá me decía que usara un pañuelo y que no fuera tan asqueroso.
—No lo sé —contestó Samantha—. Está muy callada. No quiere hablar de lo sucedido con ninguno de los dos. La verdad, jamás la había visto distanciarse tanto. —Entonces guardó silencio. Cuando levanté la vista advertí que las dos mujeres, de pie al fondo del sendero, me miraban fijamente—. ¿Estás bien? —preguntó la madre de Andy.
—Sí, muy bien.
—¿Qué haces ahí?
Carraspeé, tratando de parecer lo más inocente posible.
—Se me ha pinchado una rueda de la bici —contesté incorporándome—. Quería encontrar el pinchazo. —Siguieron mirándome cuando apoyé las manos en el manillar y empecé a empujar la bicicleta—. Tendré que llevarla a casa para arreglarlo.
Ninguna de las dos respondió, pero me observaron alejarme; tardé un par de minutos en llegar al final de la calle, y durante ese tiempo sentí sus miradas fijas en mi espalda. Normalmente me habría ido pedaleando lo más rápido posible, pero con la rueda pinchada no podía.
Por fin volví la esquina, aunque aún me costó unos veinte minutos llegar a mi casa. Ella estaba esperándome. La niña pelirroja. Sentada al final de la calle con la espalda contra un árbol, supe que me aguardaba a mí. No se me ocurrió por qué. Aunque no recordaba haberla visto antes de ese día, de algún modo comprendí que quería hablar conmigo.
Fui más despacio al acercarme, entonces ella se volvió y me miró; luego se levantó sacudiéndose la parte de atrás de los vaqueros. Miré hacia otro lado y me pregunté si aún estaría observándome cuando me girara otra vez, y así fue. No solía hablar con chicas porque siempre me miraban como si acabara de salir arrastrándome de debajo de una roca. Sin embargo, supe que tenía que pararme a hablar con aquélla en concreto. No había forma de evitarlo.
—Hola —saludé cuando estaba más o menos a un metro de ella, deteniéndome con la bici entre los dos.
—¿Eres Danny?
—Sí.
—Lo sabía. Te he visto antes.
—Estabas esperando delante de mi casa. ¿Querías vigilarme?
Ella abrió la boca como para contradecirme, pero entonces se encogió de hombros como si en realidad no le importara.
—Sí, eso hacía.
Y en ese instante, de pronto supe quién era exactamente.
—Eres Sarah, ¿verdad? La hermana de Andy.
Asintió con la cabeza. No pude evitar pensar que me había quedado un buen rato espiando a su familia mientras ella se pasaba casi el día entero espiando a la mía. Y sólo en ese momento, cuando la tarde estaba acabando, habíamos llegado a hablarnos. Como si fuéramos agentes secretos que, hartos ya de todo, deciden confesar.
Ese día, Sarah y yo quedamos en encontrarnos en el parque el sábado siguiente. Me senté en un banco cerca de la fuente y me puse a leer
David Copperfield
. Quería que se fijara en que me gustaba esa clase de libros. Al cabo de unos minutos, la vi entrar por las puertas que había frente a mí. Sonreí y la saludé con la mano. Me sorprendió lo contento que me puse al verla.
—No estaba muy segura de si vendrías —comentó cuando se hubo sentado—. Pensé que igual cambiabas de opinión y no acudías.
—No —respondí, negando con la cabeza—. Lo prometí, ¿no?
—Creí que llegaría tarde. Mi madre iba al hospital a ver a Andy y quería que la acompañara; cuando le dije que no podía, se enfadó conmigo.
—¿Vas a menudo?
—Todos los días. Y algunos, dos veces. ¿Tienes hermanos?
—Sí, uno mayor. Pete. Ya ha cumplido los dieciocho y va a la universidad en Edimburgo. Se suponía que volvería a casa a pasar las vacaciones de verano. Me lo prometió, pero luego cambió de idea y se fue de viaje por Europa.
Sarah asintió con la cabeza.
—Andy también es mi único hermano —dijo.
Quise preguntarle cómo era Andy, pero no supe expresarlo. Aunque yo no tenía ninguna culpa de que estuviese en el hospital, de algún modo me sentía responsable.
—¿Se pondrá mejor?
—No lo sabemos —contestó—. Sólo podemos confiar en que despierte pronto.
—Seguro que sí.
—¿Cómo lo sabes?
—Pues porque lo sé.
No pareció gustarle mucho mi respuesta, e incluso me dio la impresión de que se enfurruñaba un poco, así que me mordí el labio y decidí que haría mejor en pensar más las cosas antes de decirlas. No parecía la clase de chica que hablara por hablar.
—¿Cómo supiste quién era? —me preguntó al cabo de unos minutos—. Me refiero a cuando aparecí ante tu casa. Enseguida lo adivinaste.
—No lo sé. Tan sólo pensé que encajaba. ¿Por qué viniste?
—Por curiosidad, sólo por eso. En realidad era a tu madre a quien buscaba. Quería saber qué aspecto tenía. Y entonces te vi. Estos últimos días han sido horribles.
Se inclinó y se llevó las manos a la cara. Me preocupó que fuera a echarse a llorar, porque entonces yo no habría sabido cómo reaccionar. No iba a rodearla con el brazo, eso por nada del mundo. Y mucho menos allí, donde toda la gente podía vernos. Pero cuando volvió a levantar el rostro, se limitó a mirarme y negar con la cabeza.
—De todas formas, no es culpa de tu madre. Eso es lo que vuelve tan terrible el asunto. Es culpa mía. Pero no puedo contárselo a nadie. Y no sé qué hacer para solucionarlo.