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Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Drama, Fantástico

La alargada sombra del amor (10 page)

Me doy la vuelta y abro los brazos. Me pasa la palma de la mano por la espalda y estira de los extremos.

—Bien, ¡estás más o menos aerodinámico! Pareces el fantasma de un pájaro… ¡o el de un abanico!

Nunca sé si está de buen humor o de un humor de perros, es tan voluble como el tiempo en el monte: en fin, al parecer es una enfermedad normal en un gigante.

Me da un ojo de gato, igual que el suyo en modelo reducido. Me lo pongo en la frente, estoy preparado. Es el gran día, mejor dicho, la gran noche.

Quiero encontrarte, a ti y a tu luz, y me dispongo a sumergirme en las catacumbas del mundo para ello. Hace meses que trabajo para construirme una sombra lo suficientemente sólida para permanecer vivo, mientras alimento la secreta esperanza de ir a tu encuentro al país de los muertos. Llegó el momento. Estoy nerviosísimo, como si fuera a subir al escenario por primera vez, o por última, en realidad, como siempre que subo al escenario. Quizá vuelva a verte. Estoy en un estado de euforia y de miedo tan intenso que me cuesta discernir qué es alegría y qué sufrimiento.

—¡Venga, tenemos que ir! —dice—. Si dejamos abierto demasiado tiempo, en tu casa nos encontraremos con fantasmas por todas partes.

VI

Entramos en el país de los muertos. El cielo es blanco como el interior de una nube, y las estrellas negras como agujeros de tinta. Noche en mitad del desierto, en negativo.

Efectivamente, hace un frío polar. Todo está helado y nieva sin parar. Los copos son negros, pesados, auténticas balas de revólver. Los fantasmas se pasean con murciélagos muertos a guisa de paraguas.

Algunos de ellos se parecen a los vivos, pero en versión translúcida, como cubitos de hielo sacados del frigorífico con esqueletos dentro. Jack me explica que se trata de muertos de «primera edad» que no han terminado la mutación. Otros recuerdan a pájaros sin patas. A fuerza de volar, han desarrollado las alas, al tiempo que han desaparecido los pies y las pantorrillas. Observo cómo pasan, justo por encima de mi cabeza, en manadas o en solitario. Parecen vestidos de novia flotantes que el viento hubiera esparcido. Después de todo, yo con mi sombra me asemejo bastante a ellos. Dejo el puño cerrado en la mano del gigante.

El suelo es inestable y nos cubre los pies. Nadie se preocupa de asfaltar, porque todo el mundo vuela.

La bruma es negra y los muertos la inhalan exactamente como me contó Jack. Podría decirse que la niebla está en danza y emite un sonido.

—Aquí no es necesario el sollófono para oír un bonito canto de fantasma —ironiza.

Le respondo con un «sí» muy breve pues estoy petrificado. El frío y el miedo, aun con un gigante para protegerse, no es lo ideal para charlar. Me gana la melancolía de los fantasmas y me brotan las lágrimas. El gigante me lo había advertido, por tanto cogí el
walkman
. Pongo a Jonathan Richman: efecto antilloro garantizado.

Creo reconocerte en el cuerpo de un pajarillo, con la pancita regordeta y las alas translúcidas como las de una mariposa, con frufrúes de vestidos de faralá en los extremos. Se me acelera el corazón y me tiemblan las piernas. Me gustaría tanto que fuera cierto, que fueras tú, que hubieras logrado resurgir en tu nuevo país. ¡Una mariposa andaluza, que baila volando e inventa mil y una maneras de cocinar la niebla!

No estoy seguro de que seas tú, no estoy acostumbrado a verte volar. Principalmente, porque no quisiste nunca subir a un avión. Aun así te llamo, tú no respondes. Empiezo a quitarme la sombra deprisa para que me reconozcas. ¡Podría desnudarme en una hoguera y daría lo mismo!

—Quizá no sea ella… Y no te quites la sombra así, ¡no estás preparado! —me dice con dureza el gigante—. No vuelvas a hacer eso, o te llevo de vuelta inmediatamente.

Me vuelvo; el pájaro ha desaparecido.

Los árboles son de hierro, sus ramas heladas recuerdan a las perchas de un telearrastre lunar. Aquí hasta las flores tienen aspecto de esqueleto. Ningún fantasma se posa en ellas, por miedo a quedarse pegado. Entre los árboles corre un río de mercurio que desemboca en el cielo blanco. Jack me explica que ese cauce de agua se forma al fundirse las estrellas.

—Cada estrella que deja de brillar va a engrosar la corriente de ese río. Está tan frío que ni siquiera los muertos se bañan en él: ¡menos ciento cuarenta y siete grados!

Los reflejos plateados salpican el cielo como un geiser que explotara a cámara lenta: la eternidad es larga, hay que administrar el esfuerzo. Todo lo que aquí veo me aterroriza y me atrae por su increíble belleza.

Un fantasma azul oscuro agita sus alas llenas de niebla a pocos centímetros de mi cabeza. Parece una llama de mechero. Otro bosteza y se estira justo delante de mí. Tranquilamente sentado en un hombro del gigante, que no se ha dado cuenta de nada, un tercer fantasma minúsculo mordisquea una tarta nupcial de nubes. Lo miro, me recuerda a un loro con cara de Sim. Le da a Jack un aspecto de pirata del espacio.

—¿Has hecho tú esa tarta? —le pregunto.

—¿Yo? ¿Yo? —responden al mismo tiempo el gigante y el minúsculo fantasma.

Jack vuelve la cabeza hacia su izquierda y descubre al fantasma sentado en su hombro.

—Largo de aquí —dice con una voz más grave que un terremoto.

El minúsculo fantasma, visiblemente aterrorizado, aplasta con nerviosismo los petisús de bruma entre los dedos. Le chorrean y gotea por toda la espalda del gigante.

Trascurren unos segundos. Nadie se mueve.

El minúsculo fantasma con cara de Sim se dispone a responder a mi pregunta.

—¿Tarta? ¿A qué tarta se refiere?

Jack le sopla con violencia.

—¡Me horroriza que hablen a mis espaldas!

El minúsculo fantasma tiembla, su esqueleto suena como un cascabel. Jack pone su mirada de Drácula y le apunta con el índice.

—¡Entoooonncllles! ¿Cómo te llamas, jovencito?

—Ni… Ni… Nicolas —tartamudea.

—Pues bien Nicolas, ¡creo que deberías llamarte Nuez!

—Ah, ¿sí?

—Sí, porque voy a aplastarte la cabeza entre mis dedos y a comer las cositas de dentro.

El sonido de cascabel es cada vez más fuerte y su ritmo se acelera.

—Nog, nog, nog —dice con un claro acento de Toulouse.

—¡Sí!, ¡sí!, ¡sí! ¡Y oirás cómo crujes, porque meteré tus orejas entre mis molares! Un ruido así. —Hace crujir los huesos de sus dedos—. A menos que prefieras informarnos a mi amigo y a mí respecto al origen de esa tarta que acabas de engullirte en mi hombro.

El minúsculo fantasma está completamente poseído por el pánico, es incapaz de pronunciar dos sílabas seguidas, se oye más el chasquido de sus huesos que el sonido de sus palabras.

—Es, es la…, es la señoño…

—Bueno, venga, bromeaba, no voy a comerte, ¡eh! ¡Está todo bien! ¿Puedes decirnos de dónde procede esa tarta? Te traeremos una o dos si quieres —dice el gigante sonriendo, lo cual no lo hace menos amenazante.

El minúsculo fantasma recobra despacio el ánimo, luego la respiración.

—¡Vamos, colega! Bromeaba, ¿estás bien?

—Sí, bueno, ¡me has asustado, eh!

—Entonces, ¿de dónde procede todo esto? —dice el gigante señalando con el dedo los restos de nubes aplastadas en su hombro.

—Lo prepara una señora, no lleva aquí mucho tiempo, pero enseguida se puso a inventar recetas. Se dice que, cuando vivía, era una hechicera en la cocina. Acaba de escribir un librito:
El libro de magia de los golosos
, donde explica cómo confita las brumas, luego las solidifica mojándolas en el río de plata que utiliza para hacer salsas. Añade corteza de árbol y se dedica a las mezclas. Prepara de todo con la bruma, paellas blancas y azules, tortillas que pone a calentar durante horas contra su vientre, y tartas nupciales con petisús que recorta de los cumulonimbos más carnosos de todo el país de los muertos, justo encima de Londres.

—¿Y dónde podemos encontrar a esa señora? —pregunta el gigante.

—Hay que volar lo más alto posible del cielo, allí es donde hace las compras. Solo trabaja con los mejores productos, las nubes frescas y todo eso, ese es su truco. La última vez que la vi, me contó que preparaba una crema de día para los muertos. «Si tuviera aunque solo fuera algo de canela, podría perfumar un poco todo esto, pero nos las arreglaremos con los medios con los que contamos», añadió. Un chisme que protegería del sol a los que deciden regresar a ver a los vivos y les permitiría tener mejor cara por si, casualmente, se cruzasen con alguna persona cercana dotada de visión.

—¿Y funciona? —pregunta Jack.

—No lo sé… En todo caso, se habla mucho de sus platos y se ha hecho famosa en los cuatro confines del país de los muertos. Resulta tan reconfortante tener la impresión de comer de nuevo como los vivos en lugar de inhalar todo el tiempo. Es bruma, de acuerdo, pero ella añade una pizca de fantasía. ¡Uy!, hay que probar su sopa de nubes con fideos de copos… ¡Uno se siente revivir!

—Bien, bien, Nicolas, gracias por tu cooperación. Nos marcharemos en busca de esa señora…

Miro a Jack, encoge sus hombros de gigante y me suelta un «Let's go» con acento del Macizo Central.

—¡Se intentará! —añade.

—Aquí puedes aprender a volar. Resulta fácil, ¡hasta un gordo como yo lo consigue!

—¡Tú no eres gordo, eres grande!

—¡Pesado, en cualquier caso! Mira, inflas los pulmones, contienes la respiración y abres los brazos…

—¿Así?

—Sí, perfecto… ¡Está bien, ya puedes respirar! Si pierdes altitud, vuelve a la apnea, pero despacio, no a bocanadas, de lo contrario hiperventilarás y te encontrarás clavado en un árbol.

Realmente tengo la impresión de ser un puto pájaro. Ni el menor ruido, solo el soplido del viento que me acaricia los oídos. Le hago un gesto al minúsculo fantasma, que aún es más minúsculo visto desde aquí. Pruebo: impulsión piernas dobladas, aleteo de muñecas, estiramiento del cuerpo, ¡vuelo hacia ti! ¡Esta vez es seguro!

El gigante, con pinta de viejo Boeing sin galvanizar, patrulla a cuarenta y cinco grados. A su lado, me siento un antiguo avioncillo de la guerra de 1914. La euforia me recorre el espinazo y me olvido por completo de que estoy en el país de los muertos. ¡Vuelo! Dejando a un lado algunos besos bien dados y media ola que cogí haciendo surf, jamás en mi vida he tenido una sensación tan agradable.

Trepo los estratos plateados de ese cielo lechoso y hago
slalom
entre las estrellas negras. Mil albas blancas se alzan sobre mis hombros, salto de la noche al día, de la sombra a la luz.

Esta vez ya está, descuelgo la luna de verdad, tengo la inconsciente y loca convicción de que te encontraré. Te encontraré curioseando por las nubes altas, eso seguro. En las estelas de los pájaros fantasmas, en los brazos del sol negro, que aquí, cansado de arder, se ha reconvertido en una máquina de sombras, ¡vuelo hacia ti! Tejo como una araña celeste el hilo que une los sueños y la realidad, y en la tela embarco la esperanza absoluta.

Todo me da en la cara a la vez: la muerte, el frío, el miedo.

El cielo blanco se resquebraja. Ruido de alas magulladas, truenos de metal. Mi sombra se hace jirones, siento cómo se desgarra. Me produce la misma sensación que cuando me rompí el tobillo, toda mi alma se desliza hasta los talones.

En ocasiones, esto me ocurre al subir al escenario, estoy bien y de repente soy consciente de que hay varios centenares de personan pendientes de nosotros y me vengo abajo como una vieja cuerda de tender.

El
walkman
se me ha desenganchado, lo veo desaparecer entre las nubes; la cartera se la tragan las nubes; también las llaves: todo cae rodando.

—¿Qué coño haces con toda esa mierda en los bolsillos? —me grita Jack.

Empiezo a toser, pierdo altitud, tengo la cabeza hacia abajo y se me llena de sangre. Trato de mantener la sangre fría, pero no recupero el aliento. La nieve dispara contra mí, los copos me explotan en la frente y me nublan la vista, creo que también estoy llorando. La nieve se duplica y se pega a mi piel, se me pone la carne de gallina. Cada copo me hunde un poco más la cabeza hacia abajo. Me pesan las alas, parecen brazos. Aún vuelo, pero a ras de suelo. Esquivo un primer árbol por los pelos.

—¡Respira! —me grita Jack.

El segundo árbol resulta fatal. Me engancho los pies en las ramas y empiezo a dar vueltas alrededor de su cúspide como si me hubiera agarrado de los tirantes. No me da tiempo a sentir dolor ni miedo. Estoy colgado como una vieja figurilla en un árbol de Navidad. Esto me recuerda la sensación de humillación que viví hace veinte años, cuando el entrenador de judo me colgó del perchero por el cuello del quimono porque me sorprendió imitando cómo hacia las reverencias en el tatami delante de mis amigos: de manera que un cuarto de hora de perchero.

Me encuentro en medio del país de los muertos sin haber logrado aunque solo hubiera sido verte, y tengo un poco de ganas de vomitar, debido al vacío.

¡Aparece! En el cielo blanco con forma de estrella negra o justo aquí, en mi hombro, ¡Ven! Estoy cansado de que estés muerta, cansado de darme de golpes con el puto vacío, cansado…

Jack acude a descolgarme, exactamente igual que papá descuelga al viejo Papá Noel escuálido que domina en lo alto del abeto todos los años.

—Se ha agujereado tu sombra, ven a esconderte en la mía para el camino de vuelta —dice.

Dobla la rodilla izquierda, luego la derecha y se tumba de espaldas apoyado en los codos.

—Trepa a mi estómago y agárrate, pequeño koala, ¡regresamos a casa!

—Entonces, ya está, se acabó, ¿no encontraremos a mi madre?

—Son las cinco de la mañana, tenemos que regresar antes de que amanezca. Las puertas de las sombras se cierran al alba y no estoy seguro de poder abrirlas de nuevo antes de varios días.

—¿Y no podemos quedarnos varios días?

—¿Qué ibas a comer tú aquí? ¡Y tu padre se preguntaría dónde coño te has metido! Anda, vamos, volvemos a casa.

Me sujeto con firmeza a las costillas descarnadas de Jack. Visto de cerca, se parece a un órgano de iglesia. El corazón le late lentamente. Escucho su respiración, larga, como una ráfaga de tramontana, y eso me tranquiliza.

—¿No irás a vomitar, eh?

—No, no…

No estoy tan seguro, pero bueno, de momento aguanto. Esto de que un gigante te lleve sobre su estómago es tan movido como ir en un inmenso camello. Miro el cielo blanco y las estrellas negras desfilar a cámara rápida. Tengo la impresión de estar en
La guerra de las galaxias
cuando las naves pasan al hiperespacio.

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