Dejó de hablar, cerró los ojos. Estaba muerta.
Nagao había amado a O-Tei con sinceridad, y su pena fue muy profunda. Hizo confeccionar una tablilla mortuoria, inscribió en ella el
zokumyô
[
1
] de O-Tei, hizo colocar la tablilla en el
butsudan
[
2
], y cada día le dedicó sus ofrendas. Mucho caviló sobre las palabras que O-Tei pronunciara antes de morir; y, con la esperanza de agradar a su espíritu, escribió la solemne promesa de desposarla si alguna vez regresaba a él con otro cuerpo. Lacró con su sello esta promesa y la colocó en el
butsudan
, junto a la tablilla mortuoria de O-Tei.
No obstante, como Nagao era hijo único, fue necesario que contrajera matrimonio. Pronto se vio en la obligación de ceder ante la voluntad de su familia y de aceptar una esposa escogida por su padre. Una vez casado, no dejó de depositar sus ofrendas ante la tablilla de O-Tei; y jamás dejó de recordarla con afecto. Pero gradualmente la imagen de ella se oscureció en su memoria, como un sueño difícil de evocar. Y transcurrieron los años.
Esos años le depararon múltiples infortunios. La muerte le arrebató a sus padres, luego a su esposa y a su único hijo. De modo que se halló solo en el mundo. Abandonó su desolado hogar y emprendió una larga travesía con la esperanza de olvidar sus penas.
Un día, en el curso de sus viajes, llegó a Ikao, una aldea de montaña, aún famosa por sus fuentes termales y por el hermoso paisaje que la rodea. Se detuvo en una posada, donde lo atendió una muchacha; y Nagao, al ver el rostro de la joven, sintió que su corazón latía como no lo había hecho jamás. Tanto se parecía a O-Tei que el viajero se pellizcó para convencerse de que no estaba soñando. Mientras ella iba y venía —preparando el fuego, sirviendo la comida, arreglando el cuarto del huésped—, Nagao evocó, en cada uno de sus gestos y actitudes, la graciosa imagen de la muchacha que había amado en su juventud. Le habló; ella le respondió con una voz suave y diáfana, cuya dulzura lo abrumó con la tristeza de tiempos pasados.
Al fin, muy intrigado, la interrogó de este modo:
—Hermana, os parecéis tanto a una persona que conocí hace mucho tiempo, que recibí una gran sorpresa cuando entrasteis a esta habitación. Disculpadme, pues, si os pregunto dónde nacisteis y cuál es vuestro nombre.
De inmediato —con la inolvidable voz de la muerta— ella respondió:
—Mi nombre es O-Tei; y tú eres Nagao Chôsei de Echigo, mi prometido. Hace diecisiete años fallecí en Niigata; luego tú me hiciste una promesa por escrito, diciendo que me desposarías si yo regresaba a este mundo con cuerpo de mujer, y lacraste esta promesa con tu sello, y la colocaste en el
butsudan
, junto a la tablilla en que está inscrito mi nombre. Y por eso he vuelto.
Dijo estas últimas palabras, y se desmayó.
Nagao la desposó y compartieron un dichoso matrimonio. Pero ella jamás pudo recordar cuál había sido su respuesta en Ikao; nada recordaba, asimismo, de su previa existencia. La memoria de su vida anterior —enigmáticamente encendida en el momento del encuentro— había vuelto a apagarse, y así permaneció a partir de entonces.
[
1
] El vocablo budista
zokumyô
(nombre profano) alude al nombre personal que se lleva durante la vida, en contraposición al
kaimyô
(nombre sagrado) o
homyô
(nombre legal) que se otorga después de la muerte, apelativos religiosos póstumos que se inscriben sobre la tumba y la tablilla mortuoria que se deposita en el templo. Véase mi artículo “The Literature of the Dead” en
Exotics and Retrospectives (N. del A.)
[
2
] Altar budista doméstico
(N. del A.)
Hace trescientos años, en la aldea de Asamimura, distrito de Osengôri, provincia de Iyô, vivía un buen hombre llamado Tokubei. Este Tokubei era la persona más rica del distrito, y el
muraosa
, o jefe de la aldea. La suerte le sonreía en muchos aspectos, pero alcanzó los cuarenta años de edad sin conocer la felicidad de ser padre. Afligidos por la esterilidad de su matrimonio, él y su esposa elevaron muchas plegarias a la divinidad Fudô Myô Ô, que tenía un famoso templo, llamado Saihôji, en Asamimura.
Sus plegarias no fueron desoídas: la mujer de Tokubei dio a luz una hija. La niña era muy bonita, y recibió el nombre de O-Tsuyu. Como la leche de la madre era deficiente, tomaron una nodriza, llamada O-Sodé, para alimentar a la pequeña.
O-Tsuyu, con el tiempo, se transformó en una hermosa muchacha; pero a los quince años cayó enferma y los médicos juzgaron irremediable su muerte. La nodriza O-Sodé, quien amaba a O-Tsuyu con auténtico amor materno, fue entonces al templo de Saihôji y fervorosamente le rogó a Fudô-Sama por la salud de la niña. Todos los días, durante quince días, acudió al templo y oró; al cabo de ese lapso, O-Tsuyu se recobró súbita y totalmente.
Hubo, pues, gran regocijo en casa de Tokubei; y éste ofreció una fiesta a los amigos para celebrar el feliz acontecimiento. Pero en la noche de la fiesta O-Sodé cayó súbitamente enferma; y a la mañana siguiente, el médico que había acudido a atenderla anunció que la nodriza agonizaba.
Abrumada por la pena, la familia se congregó alrededor del lecho de la moribunda para despedirla. Pero ella les dijo:
—Es hora de que os diga algo que ignoráis. Mi plegaria ha sido escuchada. Solicité a Fudô-Sama que me permitiera morir en lugar de O-Tsuyu; y este gran favor me ha sido otorgado. Por tanto, no debéis deplorar mi muerte… Pero quiero pediros algo. Le prometí a Fudô-Sama que haría plantar un cerezo en el jardín de Saihôji, en señal de gratitud y conmemoración. Ahora no podré plantarlo con mis propias manos: os ruego, pues, que lo hagáis por mí… Adiós, amigos míos; y recordad que me alegró morir por O-Tsuyu.
Después de los funerales de O-Sodé, los padres de O-Tsuyu plantaron un joven cerezo —el mejor que pudieron encontrar— en el jardín de Saihôji. El árbol creció y floreció; y el día decimosexto del mes segundo del año siguiente —el aniversario de la muerte de O-Sodé— se cubrió maravillosamente de flores. Continuó dándolas durante doscientos cincuenta y cuatro años —siempre el día decimosexto del mes segundo—; y esas flores, blancas y rosadas, eran semejantes al pezón del pecho femenino, y parecían rezumar leche. Y la gente los llamó
Ubazakura
, el Cerezo de la Nodriza.
Según las órdenes, la ejecución debía llevarse a cabo en el jardín del
yashiki
. De modo que condujeron al hombre al jardín y lo hicieron arrodillar en un amplio espacio de arena atravesado por una hilera de
tobiishi
, o pasaderas, como las que aún suelen verse en los jardines japoneses. Tenía los brazos sujetos a la espalda. La servidumbre trajo baldes con agua y sacos de arroz llenos de piedras; y se apilaron los sacos alrededor del hombre en cuclillas, de tal forma que éste no pudiera moverse. Vino el señor y observó los preparativos. Los halló satisfactorios y no hizo observaciones.
Súbitamente gritó el condenado:
—Honorable señor, la falta por la que me habéis sentenciado no fue cometida con malicia. Fue sólo causa de mi gran estupidez. Como nací estúpido, en razón de mi karma, no siempre pude evitar ciertos errores. Pero matar a un hombre por ser estúpido es una injusticia… y esa injusticia será enmendada. Tan segura como mi muerte ha de ser mi venganza, que surgirá del resentimiento que provocáis; y el mal con el mal será devuelto…
Si se mata a una persona cuando ésta padece un gran resentimiento, su fantasma podrá vengarse de quien causó esa muerte. El samurái no lo ignoraba. Replicó con suavidad, casi con dulzura:
—Te dejaremos asustarnos tanto como gustes… después de muerto. Pero es difícil creer que tus palabras sean sinceras. ¿Podrías ofrecernos alguna evidencia de tu gran resentimiento una vez que te haya decapitado?
—Por supuesto que sí —respondió el hombre.
—Muy bien —dijo el samurái, desnudando la espada—; ahora voy a cortarte la cabeza. Frente a ti hay una pasadera. Una vez que te haya decapitado, trata de morder la piedra. Si tu airado fantasma puede ayudarte a realizar ese acto, por cierto que nos asustaremos… ¿Tratarás de morder la piedra?
—¡La morderé! —gritó enfurecido el hombre—. ¡La morderé! ¡La morde…!
Hubo un destello, un silbido y un ruido sordo: el cuerpo se inclinó hacia los sacos de arroz, mientras dos chorros de sangre brotaban del cuello mutilado… y la cabeza rodó por la arena. Rodó con pesadez hacia la piedra: entonces, con un salto imprevisto, aferró el borde de la piedra entre los dientes, la mordió con desesperación, y cayó inerte.
Nadie habló; pero los sirvientes contemplaron horrorizados a su amo. Éste no pareció perder la calma. Se limitó a alcanzarle la espada al servidor más próximo, quien, con un cazo de madera, echó agua de un extremo a otro de la hoja y luego refregó el acero cuidadosamente, con hojas de fino papel… Y así culminó la parte ceremonial de este incidente.
Durante varios meses, todos los servidores del samurái vivieron incesantemente atemorizados por la eventual aparición del espectro. Nadie dudaba de que la prometida venganza iba a cumplirse; y el constante terror que los agobiaba les hacía ver y oír muchas cosas inexistentes. El rumor del viento entre los bambúes, las sombras que se agitaban en el jardín, cualquier cosa bastaba para asustarlos. Al fin llegaron a un acuerdo y decidieron solicitarle al amo que se realizara una ceremonia
Ségaki
[
1
] en honor del vengativo espíritu.
—Es absolutamente innecesario —dijo el samurái, cuando el jefe de sus servidores hubo expresado tal deseo—. Entiendo que la voluntad de un hombre a punto de morir puede ser causa de temor. Pero no hay nada que temer en este caso.
El servidor contempló al amo con ojos implorantes, pero vaciló en indagar la razón de esta asombrosa confidencia.
—Oh, la razón es muy simple —declaró el samurái, quien adivinó la duda que había suscitado—. Sólo la última intención de ese hombre pudo ser peligrosa; y cuando yo lo desafié a ofrecerme una evidencia, distraje su mente del anhelo de venganza. Murió concentrándose en el propósito de morder la piedra; y pudo llevar a cabo ese propósito, en efecto, pero ningún otro. Olvidad el resto… no hay razón alguna para inquietarse.
Y, de hecho, el muerto jamás acudió a perturbarlos.
[
1
] El servicio
Ségaki
es una ceremonia budista especial que se consagra a las criaturas que supuestamente han entrado en la condición de
gaki
(pretas) o espíritus hambrientos. Véase una breve referencia en mi libro
A Japanese Miscellany (N. del A.)
Hace ocho siglos, los sacerdotes de Mugenyama, provincia de Tôtômi, quisieron fabricar una gran campana para su templo, y les pidieron a las mujeres de la comarca que los ayudaran mediante la donación de viejos espejos de bronce para la fundición.
[Aún hoy, en los patios de ciertos templos japoneses, se ven pilas de viejos espejos de bronce donados para propósitos semejantes. La colección más vasta que pude observar estaba en el patio de un templo de la secta Jôdo, en Hakata, Kyûshû: los espejos se habían donado para la erección de una estatua de bronce de Amida, de treinta y tres pies de alto.]
Había entonces una joven, esposa de un granjero, que vivía en Mugenyama, y que llevó su espejo al templo para que lo fundieran. Pero más tarde deploró la pérdida del espejo. Recordó las cosas que su madre le había contado respecto a él, y también recordó que no sólo había pertenecido a su madre, sino a la madre y a la abuela de su madre; y recordó algunas sonrisas felices que el espejo había reflejado. Por supuesto, con haberles ofrecido cierta suma de dinero a los sacerdotes a cambio del espejo, habría podido pedirles que se lo devolvieran. Pero carecía del dinero necesario. Al asistir al templo, veía su espejo en el patio, detrás de una verja, entre centenares de espejos. Lo reconoció por el
Shô-Chiku-Bai
grabado en relieve al dorso, los tres dichosos emblemas del Pino, el Bambú, y la Flor de Ciruelo, que habían deleitado sus ojos de niña cuando su madre se los mostró por primera vez. La joven anhelaba una oportunidad para robar el espejo y ocultarlo… luego podría conservarlo para siempre. Pero esa oportunidad no se presentaba; la acosó la infelicidad; lamentó haber cedido voluntariamente una parte de su propia vida. Pensó en el viejo dicho que afirma que un espejo es el Alma de una Mujer (dicho místicamente expresado en el dorso de muchos espejos de bronce mediante el ideograma chino que representa el Alma), y temió que esto fuera cierto de un modo harto más inquietante que el que supusiera jamás. Mas a nadie se atrevía a confiarle su pena.
Pero cuando todos los espejos donados para la campana de Mugenyama fueron enviados a la fundición, los fundidores descubrieron que uno de ellos se negaba a derretirse. Pese a sus reiterados esfuerzos, el espejo se resistía. Era evidente que la mujer que había ofrecido esa donación al templo se había arrepentido de ella. No había realizado la ofrenda de todo corazón; y su alma egoísta, aún aferrada al espejo, lo mantenía sólido y frío en el centro del horno.
Por supuesto que todo el mundo llegó a enterarse, y que todo el mundo no tardó en saber de quién era ese espejo. Y esta pública exposición de su culpa secreta sumió a la pobre mujer en la vergüenza y la ira. Incapaz de soportar la humillación, optó por ahogarse, tras redactar una carta de despedida que contenía estas palabras:
“Cuando yo haya muerto, no será difícil fundir el espejo y forjar la campana. Pero, a aquella persona que quiebre la campana al tañerla, mi espíritu le otorgará grandes riquezas.”
Aclararé que a la última promesa o voluntad de quien muere presa de la ira, o se suicida presa de la ira, suele adjudicársele un poder sobrenatural. Una vez fundido el espejo de esa mujer, una vez forjada la campana, la gente recordó las palabras que contenía esa carta. No dudaba de que el espíritu de quien las había redactado ofrecería grandes riquezas a quien quebrase la campana; y, en cuanto ésta fue colgada en el patio del templo, una multitud acudió a tocarla. Agitaban el badajo con todas sus fuerzas; pero la campana resultó ser de excelente calidad, y resistió con firmeza todos los asaltos. La gente, empero, no se desalentaba fácilmente. Día tras día y hora tras hora, tañía la campana con ferocidad, sin prestar atención a las protestas de los sacerdotes. Los tañidos se convirtieron en un tormento; los sacerdotes no pudieron soportarlos; y se deshicieron de la campana, precipitándola a una ciénaga desde una colina. La profunda ciénaga la devoró… y ése fue el fin de la campana. Sólo perdura su leyenda; y en esa leyenda se la llama la
Mugen-Kané
, o Campana de Mugen.