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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (23 page)

BOOK: Juicio Final
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El fotógrafo rió.

—Y es muy posible que ellos estén llamando a los representantes de cada distrito para saber qué contestarle. ¿Tú qué crees, Matty? ¿Lo pondrá en libertad o no?

—Ni idea.

Cowart echó un vistazo al pasillo y vio a un grupo de jóvenes alrededor de un anciano bajito con traje.

—Sácales una foto —pidió—. Son del colectivo contra la pena de muerte, están aquí para armar un poco de escándalo.

—¿Y dónde está el Klan?

—Seguramente por ahí. Ya no están tan organizados. Puede que lleguen tarde, o a lo mejor han acudido al sitio equivocado.

—O tal vez erraron el día. Es posible que hayan estado aquí ayer y luego se fueran hartos y confundidos.

Los dos hombres rieron.

—Esto va a ser un zoológico —dijo Cowart.

—Sí. Y ahí están los leones, esperando la carnada.

Hizo un gesto y Cowart vio que Tanny Brown y Bruce Wilcox se arrimaban a una pared, procurando no cruzarse en el camino de los cámaras. Vaciló y a continuación dijo:

—Bueno, veamos qué pasa en la leonera. —Y caminó con decisión hacia los detectives.

Wilcox se dio la vuelta, pero Tanny Brown se apartó de la pared y lo saludó con la cabeza.

—Bueno, señor Cowart. Ha armado un buen alboroto.

—Cosas que pasan, teniente.

—¿Satisfecho?

—Sólo cumplo con mi obligación. Igual que usted y Wilcox.

Brown miró al fotógrafo.

—¡Eh, usted! La próxima vez intente sacarme del lado bueno. Me hace parecer diez años más joven y a mis hijas eso les encanta. Creen que me estoy volviendo demasiado viejo para esto. Además, tampoco hay que ensañarse, ¿no? —Sonrió y se giró ligeramente, posando para el fotógrafo—. ¿Lo ve? Mucho mejor que esa foto que me robó con el entrecejo fruncido.

—Lo siento.

El policía sonrió.

—¿Cómo es que no me devolvió las llamadas? —preguntó Cowart.

—No tenemos nada de qué hablar.

Cowart negó con la cabeza.

—¿Y qué pasa con Sullivan?

—Él no lo hizo —contestó Brown.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—No lo estoy, al menos de momento. Pero lo intuyo. Eso es todo.

—Pues se equivoca —dijo Cowart en voz baja—. Móvil, oportunidad, una consabida predilección. Usted conoce a ese hombre. ¿Acaso no logra imaginárselo cometiendo el crimen? ¿Y qué me dice del cuchillo que encontramos?

El teniente volvió a encogerse de hombros.

—Claro que lo imagino haciéndolo. Pero eso no significa una mierda.

—¿De nuevo su intuición, teniente?

Brown soltó una carcajada antes de replicar.

—No voy a seguir hablándole sobre las cuestiones fundamentales del caso. —Adoptó la estudiada entonación de quien ha testificado cientos de veces ante docenas de jueces—. Ya veremos qué pasa ahí dentro. —Señaló a la sala del tribunal—. Después ya hablaremos.

Wilcox, que miraba fijamente a su superior, interrumpió:

—Pero ¡qué dices! No puedo creerme que aún quieras hablar con este mamonazo después de la que ha montado. Nos ha hecho quedar como…

El teniente alzó la mano.

—No me lo digas. Estoy harto de oírlo. —Se volvió hacia Cowart—. Cuando el espectáculo haya terminado, póngase en contacto conmigo. Volveremos a hablar. Por cierto, sólo una cosa más…

—¿Qué cosa?

—¿Recuerda lo último que le dije?

—Por supuesto. Me dijo que me fuera al infierno.

Brown sonrió.

—Bueno —repuso en voz baja—, pues lo mantengo. —Hizo una pausa y luego añadió—: Ha picado como un pardillo, señor Cowart.

Wilcox soltó una risotada y dio una palmadita en la robusta espalda de su jefe. Su puño y su índice perfilaron una pistola, con la que apuntó a Cowart para luego dispararla lentamente.

—¡Pum! —dijo.

Acto seguido, ambos detectives se dirigieron a la sala y dejaron a Cowart y al fotógrafo plantados en el pasillo.

Robert Earl Ferguson entró en la sala flanqueado por un par de guardias de uniforme gris; vestía un traje azul oscuro de raya diplomática y llevaba un bloc de notas. Cowart oyó que otro periodista murmuraba: «Parece a punto de ingresar en la escuela de derecho», y luego vio que Ferguson estrechaba la mano a Roy Black y su joven ayudante, lanzaba una desafiante mirada a Brown y Wilcox, lo saludaba a él con la cabeza y, finalmente, se daba la vuelta y esperaba la llegada del juez.

Al momento, toda la sala se puso en pie.

El honorable Harley Trench era un hombre rechoncho de pelo cano, con coronilla de monje. Concitó toda la atención mientras organizaba rápidamente los documentos que tenía en el estrado. Luego echó un vistazo a los abogados, al tiempo que sacaba unas gafas de montura metálica y se las ajustaba, lo que le confirió el aspecto de un cuervo gordo en lo alto de un cable.

—Está bien. ¿Quieren seguir adelante con esto? —dijo con rapidez, haciendo señas a Roy Black.

El abogado se puso en pie. Era alto y delgado, y el pelo se le ondulaba sobre el cuello de la camisa. Se movía pausadamente, con un estilo histriónico y exagerado, gesticulando con los brazos mientras argumentaba. A Cowart le pareció que el magistrado no iba a hacerle mucho caso, porque fruncía el entrecejo a cada palabra.

—Señoría, estamos aquí para pedir la reapertura del juicio. Y lo hacemos basándonos en tres argumentos: primero, hay una nueva prueba exculpatoria; segundo, de presentarse esta nueva prueba ante un jurado, conllevaría un veredicto de inocencia, pues se impondría la duda razonable de que el señor Ferguson haya matado a Joanie Shriver; y tercero, nos consta que el tribunal cometió un error en el fallo previo al admitir una confesión supuestamente realizada por el señor Ferguson. —Se volvió hacia los detectives al pronunciar «supuestamente», que enfatizó con sarcasmo.

—¿Y todo eso no es competencia del tribunal de apelaciones? —preguntó el juez con sequedad.

—No, señoría. Según los casos Rivkind, 320 Florida doce, 1978, y el estado de Florida contra Stark, 211 Florida trece, 1982, y otros, sostenemos con todo el respeto que a su señoría se le privó de todas las pruebas a la hora de emitir el fallo…

—¡Protesto!

El ayudante del fiscal se había levantado de un brinco. Era un hombre de unos treinta años, seguramente no hacía mucho que había salido de la facultad. Llevaba un traje de tres piezas y hablaba con frases abruptas y entrecortadas. Se había especulado mucho sobre su asignación al caso. Debido a la amplia publicidad e interés del mismo, se había dado por supuesto que el fiscal del condado de Escambia llevaría la acusación. Cuando el joven fiscal se había presentado solo, los periodistas veteranos habían asentido en señal de entendimiento. Se llamaba Boylan, y se había negado a dar a Cowart siquiera la hora en que se celebraría la vista.

—El señor Black insinúa que el estado ocultó información, lo cual es una falacia. Señoría, esto es algo que debe determinar el tribunal de apelaciones.

—Señoría, ¿puedo terminar?

—Continúe, señor Black. Protesta denegada.

Boylan se sentó y Black prosiguió.

—Señoría, la defensa argumenta que el resultado del juicio habría sido diferente y que, sin la supuesta confesión del señor Ferguson, el estado no habría podido seguir adelante con la acusación. En el peor de los casos, señoría, si se hubiera dado a conocer la verdad al jurado, el abogado de oficio del señor Ferguson habría podido presentar un poderoso alegato de inocencia.

—Entiendo —respondió el juez, alzando una mano para interrumpir al abogado—. ¿Señor Boylan?

—Señoría, el estado argumenta que esto es competencia de los tribunales de apelaciones. En lo que respecta a la nueva prueba, las afirmaciones publicadas en un periódico no constituyen una prueba que un tribunal de justicia deba tener en consideración.

—¿Y por qué no? —preguntó el juez de repente, mirando al fiscal con ceño—. ¿Qué resta relevancia a esas afirmaciones, si la defensa puede demostrar que son ciertas? Desde luego, no sé cómo van a hacerlo, pero ¿por qué no debería dárseles la oportunidad?

—La fiscalía sostiene que se trata de habladurías, señoría, y que deberían excluirse.

El juez negó con la cabeza.

—Existen muchas excepciones a las reglas de la habladuría, señor Boylan. Lo sabe. Usted mismo estuvo en este tribunal la semana pasada argumentando lo contrario. —El juez miró al público—. Veremos la causa —dijo con brusquedad—. Llame a su primer testigo.

—Bingo —susurró Cowart al fotógrafo.

—¿Qué?

—Si dice que verá la causa es que ha cambiado de parecer.

El fotógrafo se encogió de hombros. El alguacil se puso en pie y llamó:

—Detective Bruce Wilcox.

Mientras le tomaban juramento a Wilcox, el ayudante del fiscal se levantó y dijo:

—Señoría, veo a varios testigos presentes en la sala. Eso viola las normas procesales.

El juez asintió y dijo:

—Que todos los testigos esperen fuera.

Cowart vio que Tanny Brown se ponía en pie y abandonaba la sala. Sus ojos siguieron la lenta estela que el detective iba dejando al alejarse por el pasillo. Detrás iba un hombre más pequeño al que Cowart identificó como un ayudante del forense. Para sorpresa suya, también reconoció a un funcionario de la prisión estatal, un hombre al que había visto en sus visitas al corredor de la muerte. Cuando se volvió, vio que el fiscal lo señalaba.

—¿No es el señor Cowart un testigo?

—Esta vez no —contestó Roy Black con una leve sonrisa.

El fiscal fue a decir algo, pero se abstuvo.

El juez se inclinó hacia delante, para inquirir con tono brusco y ligeramente incrédulo:

—¿No piensa llamar al señor Cowart?

—Esta vez no, señoría. Como tampoco al señor y la señora Shriver.

Hizo un gesto hacia la primera fila, en la que los padres de la niña asesinada estaban estoicamente sentados, procurando mirar al frente y hacer caso omiso de las cámaras de televisión que los enfocaban.

El juez se encogió de hombros.

—Proceda —dijo.

El abogado se acercó al estrado de los testigos e hizo una pausa antes de mirar a Wilcox, que se había sentado ligeramente inclinado y con las manos apoyadas en la barandilla, como quien espera a que le den la salida en una carrera.

Al principio, el abogado se limitó a reconstruir los hechos. Hizo que el detective describiera las circunstancias de la detención de Ferguson; le hizo reconocer que éste no había ofrecido resistencia y que en un primer momento lo único que lo incriminaba era la semejanza de los automóviles. Y acabó preguntando:

—Así pues, ¿lo arrestaron por el coche?

—No, señor. No lo pusimos a disposición judicial hasta que confesó la autoría del crimen.

—Pero eso fue posterior a su detención, ¿no? Más de veinticuatro horas después, ¿correcto?

—Correcto.

—¿Y cree usted que durante el interrogatorio él sabía que podía irse cuando quisiera?

—En ningún momento pidió que lo dejaran marchar.

—¿Cree usted que él sabía que podía irse?

—Yo no sé qué sabía o no sabía.

—Hablemos del interrogatorio. ¿Recuerda haber testificado en esta sala hace tres años, en una vista similar?

—Sí, lo recuerdo.

—¿Recuerda lo que el señor Burns le preguntó? Pregunta: «¿Golpeó usted al señor Ferguson en el momento de la confesión?» Respuesta: «No, no lo hice.» Ahora dígame, ¿fue ése un testimonio veraz?

—Sí, lo fue.

—¿Conoce la serie de artículos aparecidos hace unas semanas en el
Miami Journal
en relación con este caso?

—Sí.

—Deje que le lea un párrafo. Cito textualmente: «Los detectives negaron haber golpeado a Ferguson para obtener una confesión. No obstante, reconocieron que el detective Wilcox lo había "abofeteado" al principio del interrogatorio.» ¿Le suena esa declaración publicada en el periódico, señor Wilcox?

—Sí.

—¿Y es eso cierto?

—Sí.

Roy Black se acercó a la tarima con súbita exasperación.

—Bueno, ¿y cuál es verdad?

El detective se echó hacia atrás, dejando que una leve mueca asomara a sus labios.

—Ambas declaraciones son ciertas, señor. Es verdad que al principio de la entrevista abofeteé dos veces al señor Ferguson. Con la mano abierta y con suavidad. Fue después de que me insultara; en ese momento perdí los estribos, señor. Pero no confesó hasta pasadas unas horas, señor. Casi un día entero. Durante todo ese tiempo bromeamos y hablamos como amigos. Se le proporcionó comida y descanso. Nunca pidió un abogado, ni regresar a casa. De hecho, me dio la impresión de que, cuando confesó, se sintió como liberado.

Wilcox lanzó una mirada de advertencia a Ferguson, que ponía mala cara, meneaba la cabeza y escribía en su bloc. Por un instante, sus ojos se cruzaron con los de Cowart, y sonrió.

Roy Black dejó que la cólera se cerniera sobre sus preguntas.

—Entonces, detective, después de haberlo abofeteado, ¿qué cree que pensaba él? ¿Que estaba a disposición judicial? ¿Que era libre de irse? ¿O cree que pensaba que usted iba a sacudirlo un poco más?

—No lo sé.

—¿Cómo reaccionó después de que usted lo abofeteara?

—Se mostró más respetuoso. Yo no creí que aquello fuera para tanto.

—¿Y qué hizo usted?

—Me disculpé cuando me lo pidió mi superior.

—Bueno, vistas las cosas desde la perspectiva del corredor de la muerte, esa disculpa no cambió mucho las cosas —comentó el abogado con sorna.

—¡Protesto! —Boylan se levantó despacio.

—Retiro la observación —respondió Black.

—Se acepta —dijo el juez—. Ándese con cuidado. —Fulminó con la mirada al abogado.

—No hay más preguntas.

—¿Y la acusación?

—Sí, señoría. Sólo un par de preguntas. Detective Wilcox, ¿ha tenido ocasión de tomar declaración a personas que hayan confesado haber cometido un crimen?

—Sí, muchas veces.

—¿Y cuántas veces ha sido desechada como prueba?

—Ninguna.

—¡Protesto! ¡Irrelevante!

—Ha lugar. Continúe, por favor.

—Sólo para asegurarme, detective Wilcox, ¿afirma usted que el señor Ferguson acabó confesando veinticuatro horas después de su detención?

—Correcto.

—Y el abofeteo tuvo lugar…

—Tal vez en los cinco primeros minutos.

—¿Hubo algún otro maltrato físico al señor Ferguson?

—Ninguno.

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