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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (71 page)

Llegaron a las escaleras que conducían al sótano.

—Ahora toca bajar, hijo —dijo Curtin.

«Descenso al infierno», pensó Jeffrey.

Caril Ann le dio unos golpecitos firmes en la cabeza con el arma.

—Hay un cuento muy conocido, Jeffrey —prosiguió Curtin mientras bajaban por las escaleras—.
La dama o el tigre
. ¿Qué hay detrás de la puerta? ¿Muerte instantánea o placer instantáneo? ¿Y sabes que ese cuento tiene una continuación? Se titula
El disipador de las dudas
. Eso es lo que mi maravillosa esposa debería ser para ti. La disipadora de las dudas. Porque la indecisión se castiga con severidad en este mundo. La gente que no aprovecha las oportunidades queda atrás rápidamente.

Llegaron al sótano. Era un cuarto de juegos terminado y amueblado con un estilo moderno. Había un televisor de pantalla grande en una pared, y un cómodo sofá de piel enfrente, a pocos metros, desde donde verlo. Su padre se detuvo para recoger un mando a distancia de una mesa de centro. Lo apuntó al aparato, pulsó un botón, y la pantalla se llenó de rayas grises y blancas causadas por el ruido atmosférico.

—Vídeos caseros —dijo su padre.

Apretó otro botón, y apareció una grabación descolorida. Seguramente su padre había quitado el sonido del televisor, pues no se oía nada, lo que confería a las imágenes un aspecto aún más pavoroso. Jeffrey vio en la pantalla a una joven desnuda, colgada por las muñecas de unas anillas en la pared. Le imploraba a quien estaba manejando la cámara, con el rostro bañado en lágrimas y demudado de terror. El objetivo se acercó a sus ojos, que denotaban que se encontraba al límite de sus fuerzas por el agotamiento, el miedo y la desesperación. Jeffrey se atragantó al reconocer el rostro aún vivo de la última víctima, un rostro que sólo había visto en un cadáver. Su padre pulsó otro botón, y la imagen se congeló en la pantalla que ocupaba casi toda la pared.

—Todavía parece distante, ¿verdad? —preguntó su padre, con cierta rapidez que revelaba el placer que sentía—. Lejano e imposible. Irreal, aunque ambos sabemos que una vez fue muy real y muy intenso. Hiperrealista, tal vez.

Su padre apretó el mando otra vez, y la imagen desapareció.

Caril Ann le apretó el cañón de la pistola contra la cabeza para empujarlo por el cuarto de juegos hacia la puerta que daba a lo que Jeffrey sabía que era la sala de música.

Curtin sonrió.

—A partir de este momento, todas las decisiones, todas las elecciones, estarán en tus manos. Posees toda la información. Has recibido todas las lecciones. Sabes todo lo que necesitas saber sobre el asesinato excepto una cosa. Qué se siente al matar a alguien.

Curtin se colocó a un lado de la puerta y pulsó un interruptor. Acto seguido, introdujo la llave en la cerradura y le dio la vuelta. Como el ayudante de un cirujano, extendió el brazo, asió la mano derecha de Jeffrey y le puso en ella el mango del cuchillo de caza. Ahora que iba modestamente armado, Caril Ann hundió la punta de la pistola en su carne. Curtin se volvió hacia Jeffrey con una amplia sonrisa, disfrutando lo indecible con el sufrimiento que estaba provocando. Su rostro estaba radiante con la pasión del momento, y Jeffrey se dio cuenta de que años atrás su madre lo había salvado, pero él, como un niño insensato que se niega a creer en lo que todo el mundo considera que es bueno, nunca había acabado de entender que era libre, que estaba a salvo, y una combinación de terquedad, mala suerte e indecisión lo había retrotraído al momento en que, con nueve años de edad, volvió la mirada atrás hacia el hombre que ahora se encontraba a su lado. No habría debido mirar atrás, ni una sola vez en esos veinticinco años. En cambio, en toda su vida no había hecho otra cosa que mirar atrás y, al fin, lo que tenía detrás había acabado por darle alcance, y ahora estaba planeando arruinarle el futuro.

Deseaba plantarle cara, pero no sabía cómo.

—Caril Ann —dijo Curtin con brusquedad— disipará toda duda que pueda surgirte. —Una vez más, las miradas de padre e hijo se entrecruzaron sobre el abismo del tiempo y la desesperación—. Bienvenido a casa, Jeffrey —anunció al abrir la puerta de la sala de música.

El aislamiento acústico era muy eficaz; ni Susan ni la adolescente aterrada y sollozante acurrucada a su lado los habían oído acercarse a la habitación, de modo que, cuando la lámpara del techo se iluminó de golpe, ambas mujeres se sobresaltaron. Susan tuvo que morderse el labio con fuerza para reprimir un grito. El sudor le había resbalado hasta los ojos, que le picaban, pero no se movió salvo para afinar la puntería, alineando la vista con el punto de mira de la pistola.

Cerró el dedo en torno al gatillo cuando la puerta se abrió de repente, y contuvo el aliento. Oyó una sola palabra pronunciada por una voz que le llegaba de la memoria a través de décadas, pero la única figura que vio fue la de su hermano, que entró dando traspiés a causa de un empujón.

Él dirigió la vista al fondo de la habitación, y sus miradas se encontraron.

Susan cobró conciencia súbitamente de que había otras figuras, justo detrás de él, y en ese instante gritó: —¡Jeffrey, tírate a la derecha! Y acto seguido disparó su arma.

La duda puede medirse en unidades de tiempo minúsculas. Microsegundos. Jeffrey oyó la orden de su hermana y reaccionó en consecuencia, arrojándose al suelo para apartarse de la línea de tiro, pero no lo bastante deprisa, pues la primera bala de la nueve milímetros llegó zumbando y le desgarró la carne encima de la cadera, atravesándole la cintura.

Mientras rodaba por el suelo, con la visión teñida de rojo por el dolor, advirtió que Caril Ann había dado un paso al frente al instante y se había arrodillado, disparando a su vez su arma, que emitía unos sonidos sordos, apenas perceptibles, amortiguados por el silenciador. Pero cada disparo suyo provocaba como respuesta los estampidos más profundos de la nueve milímetros, cuyo gatillo apretaba Susan desesperadamente. Las balas hacían saltar astillas del marco de la puerta o levantaban pequeñas nubes de polvo al impactar en la pared.

Se oyó un alarido cuando un disparo dio en el blanco. Jeffrey no supo de dónde procedía. Luego, otro. El ruido del tiroteo lo ensordecía. Se dio la vuelta rápidamente, lanzándole una cuchillada a la mujer que tenía al lado, y la hoja se hundió en el antebrazo y la muñeca de la mano con que empuñaba la pistola. Caril Ann profirió un aullido de dolor y encañonó a Jeffrey, que se hallaba a sólo unos centímetros del arma, cuando la pistola de Susan emitió una última detonación que resonó en el pequeño cuarto y ahogó el sonido de las voces y el grito de terror del propio Jeffrey. Este disparo alcanzó a Caril Ann justo en la frente, y su rostro pareció estallar ante él, rociándolo de escarlata y haciendo que la mujer se inclinara hacia atrás.

El ruido y la muerte reverberaron en la habitación.

Jeffrey se dejó caer en el suelo, consciente de que estaba vociferando algo incomprensible, contemplando la cara destrozada de la mujer a quien nunca había conocido. Entonces se volvió hacia su hermana. Estaba muy pálida, paralizada en su compacta posición de disparo, sujetando aún la nueve milímetros, que tenía apoyada sobre las rodillas. La corredera se había desplazado hacia atrás una vez vaciado el cargador, pero ella seguía apretando el gatillo inútilmente. Jeffrey reparó en que la pared detrás de ella estaba manchada de rojo, y en que también le goteaba sangre en la sudadera.

—¡Susan!

Ella no respondió. Jeffrey se arrastró por el suelo hacia ella, con el brazo extendido. Sostuvo las manos en el aire sobre ella, vacilante, intentando determinar dónde la habían herido, casi con miedo a tocarla, como si de pronto se hubiese vuelto frágil y una presión excesiva pudiese hacerla añicos. Le pareció que una bala le había arrancado el lóbulo de la oreja antes de estamparse en la pared, a su espalda. Por lo visto, otra la había alcanzado en la pierna —sus téjanos se estaban tiñendo de granate rápidamente—, y una tercera le había dado en el hombro, pero había rebotado en el chaleco antibalas del agente Martin. Al hablar, intentó inyectar seguridad en su voz.

—Estás herida —dijo—. Te pondrás bien. Conseguiré ayuda. —Su propio costado le dolía como si le estuviesen aplicando un cautín eléctrico al rojo vivo.

Susan estaba lívida, aterrorizada.

—¿Dónde está él? —preguntó.

—Aquí mismo —respondió la voz detrás de ellos.

Entonces la adolescente soltó un chillido, un solo grito de pánico acumulado, mientras Jeffrey se volvía para ver a su padre en cuclillas ante la puerta, justo encima del cuerpo retorcido de Caril Ann Curtin. Había recogido la automática de su esposa, y ahora les apuntaba a los tres.

Diana oyó el intercambio de disparos, y una oleada de miedo intenso le recorrió todo el cuerpo. El silencio que siguió al breve tiroteo fue igual de terrible, igual de alarmante. Dio un salto hacia delante y arrancó a correr lo mejor que pudo a través de la oscuridad del bosque, en dirección a las luces de la casa. Cada ramita, cada zarcillo, cada brizna de hierba que crecía en el sendero dificultaba su avance. Tropezó, se enderezó y siguió adelante, intentando dejar la mente en blanco y desterrar de su consciencia las visiones horribles de lo que quizás había ocurrido. Mientras corría, empuñó la pistola que su hija le había dado, quitó el seguro con el pulgar y se preparó para utilizarla.

Llegó hasta el borde de la oscuridad y se detuvo.

El silencio que tenía delante era como una pared. Aspiró el aire frío.

Peter Curtin miraba desde el otro extremo de la habitación a sus dos hijos y a la adolescente desaparecida, que se estremecía y sollozaba. Su mirada topó con la de Susan, y él sacudió la cabeza.

—Me equivoqué —dijo despacio—. Ahora resulta, Jeffrey, que aquí la asesina es tu hermana.

Susan, agotada repentinamente a causa de las heridas y la tensión, levantó la pistola de nuevo, con el dedo en el gatillo.

—¿Serías capaz de matarme? —preguntó su padre.

Ella soltó la nueve milímetros, que cayó al suelo con un golpe metálico.

—En el ajedrez —dijo él, despacio, como si estuviera exhausto—, es la reina quien tiene el poder y realiza las jugadas clave. —Curtin asintió—. Touché —comentó con aire despreocupado—. Seguramente habrías podido encargarte de aquel tipo del aseo de caballeros sin mi ayuda. —Y añadió—: Subestimé tu capacidad.

El asesino alzó el arma e hizo ademán de apuntar.

En ese instante, Jeffrey comprendió que debía plantar batalla con algo que no fuera una pistola o un cuchillo. En un momento profundo de iluminación supo cómo pararle los pies al hombre que estaba al otro lado de la habitación.

Sonrió, a pesar de las heridas y el dolor.

Fue algo repentino, inesperado. Una expresión que desconcertó a su padre.

—Has perdido —afirmó el hijo.

—¿Perdido? —dijo el padre al cabo de un momento—. ¿En qué sentido?

—¿Has contado? —inquirió Jeffrey enérgicamente—. Contesta.

—¿Que si he contado?

—Dime, padre, ¿quedan tres balas en esa pistola? Porque si no, ha llegado tu hora. Morirás aquí mismo, en esta habitación que tú diseñaste. Me sorprende. ¿Trazaste los planos pensando en tu propia muerte, y no sólo en la de los demás? No parece propio de ti.

Curtin titubeó de nuevo.

Jeffrey prosiguió, embalado, casi riéndose.

—¿Exactamente cuántas veces ha disparado tu querida y abnegada esposa esa pistola? Veamos, en el cargador caben… ¿cuántas? ¿Siete balas? ¿Nueve? Creo que siete. Ahora bien, el arma era de tu mujer, así que ¿hasta qué punto estás familiarizado con ella? Y ella, ¿estaba acostumbrada a meter una octava bala en la recámara? Mira en torno a ti, puedes ver los agujeros en la pared. Susan está sangrando, ¿de cuántas heridas exactamente? ¿Cuántos disparos ha hecho tu esposa antes de que Susan le volara la cabeza?

Curtin se encogió de hombros.

—Tanto da —dijo.

—Oh, no, en absoluto —replicó Jeffrey—, porque ahora las reglas del juego parecen haber cambiado, ¿no es así?

Su padre no contestó de inmediato, y Jeffrey señaló con un gesto la Uzi, amartillada y lista junto a los pies de su hermana. Tendría que pasar por delante de ella para coger el arma. Kimberly Lewis estaba más cerca, y Jeffrey leyó en sus ojos que, aunque asustada, había reparado en la metralleta. El sabía que, si uno de los dos intentaba agarrarla, su padre dispararía.

—Estoy seguro de que conoces bien este tipo de armas —continuó Jeffrey con voz monótona, fría y segura—. Es un arma de lo más tonta, en realidad. Lo hace saltar todo en pedazos. Es una especie de asesino poco selectivo, a diferencia de ti. Ni siquiera hace falta apuntar con ese trasto, sólo cogerlo, empezar a moverlo de un lado a otro y apretar el gatillo. Mata a diestro y siniestro. Lo deja todo hecho un asco. —Esperaba que la adolescente captara sus instrucciones.

—Eso ya lo sé —repuso Curtin con un deje de rabia en la voz—. Pero sigo sin entender qué tiene que…

—Bueno, tienes dos opciones —dijo Jeffrey, interrumpiéndolo y mofándose de las propias palabras de su padre—. Lo primero que debes plantearte es: «¿Puedo matarlos a todos? Porque si no me quedan tres balas, moriré en el acto.» ¿Y quién será el que te mate, padre? Si me disparas, queda Susan, cuya buena puntería ha quedado más que demostrada. Si nos disparas a los dos, será la pequeña Kimberly quien recoja la Uzi del suelo y te borre del mapa. ¿No sería ése un final ignominioso para tu grandeza? Acribillado por una adolescente aterrada. Eso seguramente les haría mucha gracia a los otros asesinos que arden en el infierno cuando te unas a ellos. Pero si casi puedo oírlos reírse en tu cara ahora mismo. En fin, padre, la decisión está en tus manos. ¿Qué será lo más conveniente? ¿A quién matarás? ¿Sabes?, ha habido muchos disparos en muy poco tiempo. Me pregunto si te quedan balas. Quizá te quede una sola. Tal vez deberías gastarla en ti mismo.

Jeffrey, Susan y la chica se quedaron inmóviles, como en un retablo viviente.

—Te estás marcando un farol —señaló Curtin.

—Hay una forma de averiguarlo. El historiador eres tú. ¿Quién tiene parejas de ases y ochos?

Curtin sonrió.

—«La mano del muerto.» Es un punto muerto muy interesante, Jeffrey. Me tienes impresionado.

El asesino bajó la vista al arma que empuñaba, aparentemente con la intención de determinar el contenido del cargador sopesándola como una fruta. Jeffrey acercó de forma casi imperceptible los dedos a la Uzi que estaba en el suelo. Susan también.

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