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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (19 page)

Se detuvo y aguzó el oído, esperando percibir el repiqueteo de unos tacones contra el manchado suelo de linóleo. En cambio, lo que oyó fue el sonido de unos pies que se arrastraban, seguido del golpe seco de la puerta al cerrarse de un empujón.

Entonces sonó la voz del hombre:

—Zorra —dijo—. Sal de ahí.

Ella se arrimó al fondo del compartimento. Había un pequeño cerrojo en la puerta, pero dudaba que resistiera la más leve patada. Sin responder, introdujo la mano en el bolso y sacó la automática. Le quitó el seguro, alzó la pistola hasta una posición de disparo y aguardó.

—Sal de ahí —repitió el hombre—. No me obligues a entrar a por ti.

Ella se disponía a contestar con una amenaza, algo así como «lárgate o disparo», pero cambió de idea. Haciendo un gran esfuerzo por controlar su corazón desbocado, se dijo, serenamente: «No sabe que vas armada. Si fuera listo, lo sabría, pero no lo es. En realidad no ha bebido lo bastante para perder la cabeza, sólo para enfadarse y portarse como un idiota.» Probablemente no merecía morir, aunque si ella se parase a pensar sobre ello, llegaría a una conclusión distinta.

—Déjame en paz —dijo, con sólo un ligero temblor en la voz.

—Sal de ahí, zorra. Tengo una sorpresa para ti.

Ella oyó el sonido de su bragueta al abrirse y cerrarse.

—Una gran sorpresa —añadió él con una risotada.

Ella cambió de opinión. Afianzó el dedo en torno al gatillo. «Lo mataré», pensó.

—De aquí no me muevo. Si no te marchas, gritaré —lo previno. Apuntaba con el arma a la puerta del retrete, justo delante de ella. Se preguntó si una bala podría atravesar el metal y conservar el impulso suficiente para herir al hombre. Era posible pero poco probable. Se armó de valor. «Cuando eche la puerta abajo de una patada, no dejes que el ruido ni la impresión afecten a tu puntería. Mantén el pulso firme, apunta bajo. Dispara tres veces: reserva algunas balas por si fallas. No falles.»

—Venga —la apremió el hombre—, vamos a pasarlo bien.

—Que me dejes en paz —repitió ella.

—Zorra —espetó una vez más el hombre, de nuevo en susurros.

La puerta del compartimento se combó ante la fuerte patada que le asestó el hombre.

—¿Crees que estás a salvo? —preguntó él. Dio unos golpecitos a la puerta como un vendedor que visita una casa—. Esto no me va a detener.

Ella no contestó, y él llamó de nuevo. Se rio.

—Soplaré y soplaré, y tu casa derribaré, cerdita.

La puerta retumbó cuando le dio una segunda patada. Ella apuntó, con la vista fija en la mira. Le sorprendía que la puerta aguantase aún.

—¿Tú qué crees, zorra? ¿A la tercera va la vencida?

Susan amartilló la pistola con el pulgar e irguió la espalda, lista para disparar. Sin embargo, la tercera patada no llegó de inmediato. En cambio, oyó que la puerta de los servicios se abría de pronto, también con violencia.

El hombre tardó unos segundos en reaccionar.

—Bueno, ¿y tú quién coño eres? —le oyó decir Susan.

No hubo respuesta.

En cambio, Susan percibió un gruñido grave seguido de un gorgoteo y una respiración rápida y entrecortada. Sonaron un golpe seco y un siseo, después un estrépito y un pataleo que recordaba a unos pasos frenéticos de claque y que cesó al cabo de unos segundos. Hubo un momento de silencio, y luego ella oyó un silbido prolongado como el de un globo al que se le escapa el aire. No podía ver lo que ocurría ni estaba dispuesta a abandonar la pose de tiradora para agacharse y echar un vistazo por debajo de la puerta.

Oyó unos jadeos breves de esfuerzo. Del grifo de uno de los lavabos salió un chorro de agua que se interrumpió con un rechinido. A continuación, unas pisadas y el sonido pausado de la puerta al abrirse y cerrarse.

Susan siguió esperando, sujetando la pistola ante sí, intentando imaginar qué había sucedido.

Cuando el peso del arma amenazaba con doblegarle los brazos, Susan exhaló y notó el sudor que le empapaba la frente y la sensación pegajosa del miedo en las axilas. «No puedes quedarte aquí para siempre», se dijo.

No tenía idea de si habían transcurrido segundos o minutos, un rato largo o corto, desde que la persona había entrado y salido de los servicios. Lo único que sabía es que el silencio había invadido la habitación y que, aparte de su propio resuello, no se oía nada más. La adrenalina comenzó a palpitarle en la cabeza de forma abrumadora mientras bajaba la pistola y alargaba la mano hacia el cerrojo de la puerta del retrete.

Lo descorrió despacio y entreabrió la puerta con sumo cuidado.

Lo primero que vio fueron los pies del hombre. Apuntaban hacia arriba, como si estuviera sentado en el suelo. Llevaba unos zapatos caros de piel marrón, y ella se preguntó por qué no había reparado antes en ello.

Susan salió del compartimento y se volvió hacia el hombre.

Se mordió el labio con fuerza para ahogar el grito que pugnaba por salir de su garganta.

Estaba desplomado, en posición sedente, apretujado en el espacio reducido que había bajo los lavamanos gemelos. Sus ojos abiertos la miraban con una especie de asombro escéptico. Tenía la boca abierta de par en par.

Le habían cortado la garganta, que presentaba un tajo ancho, de color rojo negruzco, una especie de sonrisa secundaria y particularmente irónica.

La sangre le había manchado la pechera de la camisa blanca y formado un charco en torno a él. Tenía la bragueta abierta y los genitales al aire.

Susan retrocedió para apartarse del cuerpo, tambaleándose.

La conmoción, el miedo y el pánico le recorrieron el cuerpo como descargas eléctricas. No sólo le costó aclarar en su mente lo que había ocurrido, sino también lo que debía hacer a continuación. Por unos momentos se quedó mirando la automática que aún empuñaba en la mano, como si no recordase si la había utilizado, si de alguna manera le había pegado un tiro al hombre que ahora yacía con la mirada perdida, sorprendido por la muerte. Susan guardó el arma en el bolso mientras las arcadas le convulsionaban el cuerpo. Tragó aire y combatió las ganas de vomitar.

No cobró conciencia de que había reculado, casi como si hubiera recibido un puñetazo, hasta que sintió la pared a su espalda. Tomó la determinación de mirar el cadáver y, para su sorpresa, descubrió que ya lo estaba mirando, y que no había sido capaz de despegar la vista de él. Intentando recobrar la calma, se propuso intentar averiguar los detalles, y de pronto se le ocurrió que su hermano sabría exactamente qué hacer. Sabría reconstruir con precisión lo sucedido, el cómo y el porqué, además de examinar este asesinato en concreto a la luz de las estadísticas pertinentes para valorarlo en un contexto social más amplio. Sin embargo, estas reflexiones sólo sirvieron para marearla aún más. Apoyó la espalda contra la pared con todo su peso, como si quisiera atravesarla para poder marcharse sin tener que pasar por encima del cadáver.

Lo observó con atención. La billetera del hombre estaba abierta, a su costado, y le dio la impresión de que se la habían registrado. «¿Un atraco?», se preguntó. Sin pensar, alargó el brazo hacia ella, luego la retiró, como si hubiera estado a punto de coger una serpiente. Decidió que lo más conveniente era no tocar nada.

—No has estado aquí —musitó para sí. Respiró hondo y añadió—: Nunca has estado aquí.

Intentó poner en orden sus pensamientos, pero se le agolpaban en la cabeza, llevándola al borde del pánico. Empeñada en recuperar el control, logró que el ritmo de su corazón volviese a algo parecido a la normalidad al cabo de unos segundos. «No eres una niña —se recordó—. Ya has visto la muerte antes.» Sin embargo, sabía que esa muerte era la que había presenciado más de cerca.

—¡El retrete! —exclamó.

No había tirado de la cadena. ADN. Huellas digitales. Entró de nuevo en el compartimento, cogió un trozo de papel higiénico y limpió con él el cerrojo. Luego, accionó la palanca de la cisterna. Mientras la taza borbotaba, volvió a salir y echó una ojeada al cuerpo. La frialdad se apoderó de ella.

—Te lo merecías —dijo. No estaba del todo segura de creerlo de verdad, pero le pareció un epitafio tan adecuado como cualquier otro—. ¿Qué tenías pensado hacer con eso?

Susan se obligó a mirar una vez más la herida en el cuello del hombre.

¿Qué había pasado? Le habían seccionado la yugular con una navaja, supuso, o con un cuchillo de caza. Seguramente había pasado por unos momentos de pánico al comprender que iba a morir, y luego se había desplomado como un fardo.

Pero ¿por qué? ¿Y quién?

Estas preguntas le aceleraron el pulso de nuevo.

Moviéndose con cautela, como si temiera despertar a una fiera dormida, abrió la puerta de los servicios y salió al pasillo. En el suelo vio una huella de zapato solitaria e incompleta, estampada en sangre. Pasó por encima sin pisarla y, mientras la puerta se cerraba a su espalda, se aseguró de no estar dejando tras de sí un rastro parecido. Sus zapatos estaban limpios.

Susan avanzó por el pasillo, giró a la derecha, en dirección a la puerta doble e insonorizada del bar y apretó el paso, aunque procurando no darse demasiada prisa. Por unos instantes, contempló la posibilidad de acudir al barman y decirle que llamara a la policía. Luego, tan rápidamente como la idea le había venido a la cabeza, la desechó. Había sucedido algo de lo que ella formaba parte, pero no sabía con certeza de qué forma, ni qué papel había desempeñado en ello.

Ocultó sus emociones bajo una capa de hielo y entró de nuevo en el bar.

El ruido la envolvió. La multitud había crecido durante los minutos que había pasado en los servicios. Echó un vistazo a las pocas mujeres que había en el bar y pensó que, más temprano que tarde, alguna de ellas tendría que hacer una visita al aseo también. Escudriñó a los hombres con la mirada.

«¿Quién de vosotros es un asesino?», se preguntó.

¿Y por qué?

Ni siquiera se atrevió a aventurar una respuesta. Deseaba huir de allí.

A velocidad constante, en silencio, casi de puntillas, procurando no llamar la atención, se encaminó hacia la salida principal. Un puñado de ejecutivos se dirigía también hacia la puerta, y ella los siguió, aparentando que formaba parte de su grupo. Se apartó de ellos en cuanto salieron a la oscuridad del exterior.

Susan tomó grandes bocanadas de aquel aire negro como si fuera agua en un día caluroso. Alzó la cabeza e inspeccionó los bordes del edificio del bar, dejando que su vista trepara por las pocas farolas que arrojaban una luz amarilla y mortecina sobre el aparcamiento. Buscaba cámaras de videovigilancia. En los mejores establecimientos siempre se monitorizaba, tanto el interior como el exterior, pero no logró vislumbrar cámara alguna, y agradeció entre dientes a los propietarios del Last Stop Inn, estuvieran donde estuviesen, que fueran tan tacaños. Se preguntó si quizás una cámara habría captado su encuentro con el hombre en el bar, pero lo dudaba. De todos modos, si a pesar de todo había un sistema de videovigilancia, la policía acabaría por localizarla y ella podría contarles lo poco que sabía. O mentir y callárselo todo.

Sin darse cuenta, había apretado el paso y caminaba a toda prisa por entre los coches, hasta que llegó junto al suyo. Abrió la puerta, se dejó caer en el asiento del conductor y metió la llave en el contacto. Deseaba arrancar y largarse de ahí de inmediato, pero, tal como había hecho antes, se esforzó por dominar sus impulsos y obligarlos a obedecer el sentido común y la cautela. Lenta y pausadamente, puso en marcha el motor y metió la marcha atrás. Echando algún que otro vistazo a los retrovisores, maniobró para sacar el coche del espacio en que estaba aparcado. A continuación, sin dejar de reprimir sus pensamientos y emociones como si fueran a traicionarla en cualquier momento, huyó de allí de manera contenida y parsimoniosa. En aquel momento no era consciente de que a un criminal profesional le habrían parecido admirables la firmeza de su mano sobre el volante y la serenidad de su partida, aunque este pensamiento le vino a la cabeza muchas horas después.

Susan condujo durante unos quince minutos antes de decidir que se había alejado lo bastante del hombre degollado. Una debilidad voraz empezaba a apoderarse de ella, y sintió que sus manos tenían la necesidad de soltar el volante para echarse a temblar.

De un bandazo metió el coche en otro aparcamiento y se detuvo en una plaza vacía y bien iluminada situada justo enfrente del bloque sólido y cuadrado de un gran almacén que pertenecía a una cadena nacional de aparatos electrónicos. En la fachada, la tienda tenía un enorme rótulo de neón rojo que despedía una mancha de color contra el cielo oscuro.

Quería reconstruir en su mente lo sucedido en el bar, pero no conseguía sacar nada en claro. «Me he encerrado en los servicios de señoras —se dijo—, cuando el hombre ha entrado con la intención de violarme, tal vez, o tal vez sólo de exhibirse, pero sea como sea me tenía acorralada, y entonces otro hombre ha entrado y, sin decir nada, ni una palabra, lo ha matado sin más, le ha robado su dinero y me ha dejado ahí. ¿Sabía que yo estaba allí? Por supuesto. Pero ¿por qué no ha abierto la boca, ni siquiera después de salvarme?»

Esta idea le resultaba difícil de digerir, de modo que le dio vueltas en su mente: «El asesino me ha salvado.»

Se sorprendió a sí misma contemplando el gigantesco letrero de la tienda de electrodomésticos. El rótulo le estaba diciendo algo, pero parecía distante, como cuando alguien a lo lejos toca una y otra vez el mismo acorde en algún instrumento musical. Continuó mirando el letrero, dejando que la distrajese de sus reflexiones sobre lo acontecido aquella noche en el bar. Por último, pronunció la frase publicitaria de los almacenes en voz alta pero suave:

—Llévatelo contigo.

«¿Qué es lo que te pasa?», se preguntó.

Notó que la garganta se le secaba de golpe.

«Cereal-r.»

El trigo era un cereal.

Sacó el bloc de notas de su bolso, tras apartar bruscamente la pistola, que estaba por en medio. «Número/siempre Previo Virginia con cereal-r.»

La inundó un torrente de sensaciones: miedo, curiosidad, una extraña satisfacción. «La última palabra —pensó—. Debería haberla descifrado antes. Era casi tan fácil como la primera.» No había tantos cereales; sólo era cuestión de pensar en el nombre de cada uno de ellos. El trigo, por ejemplo. Y luego, quitarle una letra. La erre.

—Número Previo Virginia con cereal menos erre —dijo en voz alta.

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