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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española

 

Ningún hecho político trascendente ha tenido lugar en este país, durante los últimos treinta años, que no fuera previamente autorizado o decidido por el rey Juan Carlos I. La defenestración de Arias Navarro, el nombramiento de Adolfo Suárez, las conversaciones con Santiago Carrillo, la legalización del PCE, la dimisión del primer presidente de la democracia, e l 2 3-F, el juicio de Campamento, los GAL, las misiones de las Fuerzas Armadas en el exterior, el apoyo logístico a la Primera Guerra del Golfo, los nombramientos de la mayoría de los ministros y de todos los de Defensa, las conversaciones con ETA… etc., etc., son quizá los más importantes, pero no los únicos, en los que el inefable inquilino de La Zarzuela ha intervenido directamente haciendo valer una autoridad y un poder personal que en absoluto contempla la Constitución.

Podríamos decir por lo tanto, sin exageración alguna, que el 22 de noviembre de 1975 una nueva dictadura más sutil, de rostro más amable, enmascarada en unas formas democráticas aceptables para Europa y la comunidad internacional pero quizá más perversa y engañosa por actuar en la clandestinidad de palacios y altos despachos, sucedió a la anterior del yugo y las flechas.

Apoyada en el propio Ejército franquista (que actuaría a partir de entonces de sólido valladar ante las aspiraciones de los políticos verdaderamente demócratas), en los todopoderosos servicios de Inteligencia de las FAS (que transformarían al heredero de Franco en el hombre mejor informado del país) y también en el pánico cerval del pueblo españ o l a tener que enfrentar una nueva guerra civil.

Esta dictadura en la sombra por parte del monarca español ha durado hasta nuestros días, si bien en los últimos años (prácticamente desde la salida de la Casa Real del general Sabino Fernández Campo) ha decaído ostensiblemente, al compás del deterioro personal de su titular.

Esto ha sido así, históricamente, aunque muchos ciudadanos españoles no hayan sido capaces de percibirlo. No obstante, si a alguno de ellos (está en su derecho) le parecieran claramente exageradas o fuera de lugar mis afirmaciones, la lectura de este libro les sacará de dudas.

Amadeo Martínez Inglés

Juan Carlos I, el último Borbón

Las mentiras de la monarquía española

ePUB v1.0

Polifemo7
09.07.12

Título original:
Juan Carlos I, el último Borbón

Amadeo Martínez Inglés, Marzo 2008.

Editor original: Polifemo7 (v1.0)

Segundo editor: ENRIQUED

ePub base v2.0

INTRODUCCIÓN

El régimen político dictatorial, golpista, ilegítimo, ilegal… que se instauró en España en abril de 1939, tras la sangrienta rebelión militar protagonizada por el general Franco, no terminó, desgraciadamente, en noviembre de 1975 con la muerte del autócrata. Su legado, su testamento, su oculto poder, su alma perversa… continuaron existiendo en este país durante mucho tiempo y todavía se mantienen hoy, siquiera parcialmente, como desastroso resultado de una mal llamada «modélica transición» a la democracia en la que unos cuantos prebostes franquistas, bien situados en las cúpulas militar y civil, y siguiendo fielmente las directrices personales de su «generalísimo», decidieron dar vía libre a una anacrónica «monarquía parlamentaria» protegida y defendida por el Ejército y las fuerzas ultraconservadoras que propiciaron la Guerra Civil del 36.

Con ello le hurtaron al pueblo español, tras la desaparición física del «espadón» gallego, la posibilidad de decidir libremente su futuro al tratar de mantener como fuera, con el escudo protector de una Constitución angelical, formal y posibilista que contemplaba (y contempla) la figura cuasi divina del heredero elegido por Franco, un sistema político
sui generis
que en la recta final de la primera década del siglo XXI, después de un relativamente largo período de tiempo con aparente buena salud, da síntomas de agotamiento y autodestrucción.

Este peculiar sistema político posfranquista de democracia formal, aparente, de buena cara exterior, vigilada desde su nacimiento por el Ejército y otros importantes poderes fácticos, y que, con el tiempo, ha devenido en una descarada oligarquía de dos partidos mayoritarios fuertemente jerarquizados y financiados por el Estado, ayudados esporádicamente en sus tareas de gobierno por una cohorte marginal de pequeñas fuerzas políticas nacionalistas y de extrema izquierda, ha venido usando todos estos años como mascarón de proa y estandarte de la supuesta libertad y los hipotéticos derechos de sus «súbditos», la figura ejemplar, incorruptible, benefactora, providencial, democrática, altruista, limpia, campechana, deportista… de su titular, el rey Juan Carlos I, un hombre que, como si del último individuo de una rara especie en peligro de extinción se tratara, ha venido siendo protegido hasta la nausea por los poderosos medios audiovisuales, políticos, económicos y sociales del Estado.

Como resultado de esta penosa y larga campaña de intoxicación, deformación de la realidad y desinformación del pueblo español (que votó la «Constitución del cambio y la libertad» sin habérsela leído y con sus acobardados ojos clavados en los amenazantes cuarteles franquistas de la época), la inmensa mayoría de los ciudadanos de este país ha creído de buena fe durante años que este hombre que tan «providencialmente» nos envió el cielo para que los españoles no volviéramos a matarnos entre nosotros, el rey Juan Carlos I, ha impulsado y protegido la democracia como nadie en España y su largo reinado ha servido para estabilizar un régimen de libertades y un Estado de derecho en este país; pero que, sin embargo, su poder personal y su influencia en la vida política nacional ha sido más bien escasa, casi testimonial, por imperativos legales de la propia Constitución de 1978. Dando por bueno el conocido tópico de que «el rey reina pero no gobierna», muchos todavía se muestran convencidos, a día de hoy, de que, efectivamente, don Juan Carlos de Borbón y Borbón, el máximo representante de esa familia que previsiblemente pase a la historia como último soberano español (los tiempos evidentemente han cambiado y su hijo Don Felipe, si accede a la jefatura del Estado por la vía nada democrática de los genes, lo va a tener muy difícil para mantenerse en un trono que apesta a naftalina en el marco de una Europa unida y republicana), ha reinado en este país desde aquél frío y preocupante día de noviembre de 1975 en el que sucedió al dictador Franco en la jefatura del Estado «a título de rey» pero que ha tenido que ver más bien poco, por no decir nada, con el gobierno diario de la nación y con la resolución de las principales crisis o problemas a los que ésta ha debido enfrentarse en los últimos treinta años.

Nada más lejos de la realidad. Siendo cierto que la Constitución Española de 1978 limitó extraordinariamente los poderes del nuevo rey (aunque, eso sí, protegiendo su figura con el manto de una inmunidad total ante las leyes, algo que no es de recibo en el marco de un Estado democrático y de derecho) reservándole casi exclusivamente un papel de «moderador y árbitro de las instituciones del Estado», también lo es que todos los presidentes de Gobierno elegidos democráticamente en este país en estas tres últimas décadas (absolutamente todos), bien sea por los difíciles momentos por los que tuvieron que pasar o porque ellos mismos lo quisieron así, buscaron deliberadamente cobijarse una y otra vez, para tomar sus decisiones, en la más alta magistratura de la nación, el rey. Éste, además de una muy cuidada imagen pública elaborada y protegida por todos los medios audiovisuales del Estado, representaba para amplios estamentos del antiguo régimen la «autoridad franquista» heredada de su predecesor, con un poder político subterráneo nada despreciable sobre todo en los primeros años de la transición, y que controlaba el poder fáctico por excelencia en España, el Ejército, que nunca dejó de vigilar el arriesgado proceso político en marcha.

Es por ello por lo que la institución monárquica representada por don Juan Carlos (normalmente desde la sombra, aunque saltándose a veces también cualquier prejuicio constitucional) ha venido ejerciendo, desde su instauración en 1975, un poder real, subterráneo, efectivo, dictatorial en determinados momentos y, desde luego, muy superior siempre al que le correspondía con la Carta Magna en la mano. Es decir, hablando en plata, el rey Juan Carlos I, una figura decorativa según muchos, prácticamente desde que el franquismo le catapultó al trono «del yugo y las flechas», hábilmente, sin alharacas, sin presencias inconvenientes en los medios de comunicación, sin decisiones públicas, sin manifestaciones institucionales (salvo las protocolarias y las por todos conocidas del muy oportuno 23-F que le supusieron abundantes réditos democráticos), y con la solapada complicidad de generales, políticos acomodaticios y validos palaciegos, supo convertirse, emulando a su sanguinario predecesor, en el verdadero amo del país, en un poder fáctico real sin precedentes en la Historia de España salvo si nos remontamos a las épocas ya pretéritas del absolutismo regio de tan negro recuerdo.

Esto que acabo de afirmar sin circunloquios puede resultar excesivamente frívolo, sin fundamento, escandaloso y alejado de la realidad para algunos ciudadanos españoles totalmente desconocedores de los enrevesados entresijos políticos y militares por los que ha discurrido la vida pública en este país durante los últimos treinta años y nada conocedores, por lo tanto, del verdadero papel, nada testimonial, nada protocolario, nada democrático, que ha jugado en ella el monarca elegido por Franco para sucederle en la jefatura del Estado. Y hablo de entresijos «político-militares» porque, en efecto, la componente castrense ha sido determinante (junto con la política, subordinada siempre a la anterior) en el delicado proceso de transición abierto en España a partir del año 1975, una vez que el rey Juan Carlos I, con evidente pragmatismo, nítida visión de la realidad, ambición sin límites y afán de supervivencia personal y política, decidiera apoyarse en los altos mandos de las Fuerzas Armadas para ejercer ese poder oculto, aconstitucional, alegal, fáctico y resolutivo que ha subsistido hasta nuestros días.

De ahí que yo me permita aseverar, aquí y ahora (lo he esbozado ya en alguno de mis libros anteriores, pero la férrea censura editorial existente todavía en nuestro país me ha impedido, hasta el momento, ahondar públicamente en este delicado tema histórico de la «dictadura blanda» del último Borbón español), que el «simpático», «providencial», «campechano», «demócrata»…
Juanito
, heredero de Franco a título de rey, además de reinar en España desde noviembre de 1975 (esto nadie lo duda) ha gobernado este país como ha querido todos estos años; por supuesto en la sombra, siempre entre bambalinas, y ello fuera cual fuere el pelaje ideológico y partidario del presidente de Gobierno de turno (centrista, socialista, popular…), y también fuera cual fuere su talante y su empatía personal con la monarquía en general y el monarca felizmente reinante en particular. Y este gobierno real, fáctico, oculto, del último de los Borbones, que empezó a campar por sus respetos prácticamente desde su ascensión al trono, el 22 de noviembre de 1975, tomando decisiones importantísimas que cambiarían la historia de la transición (y la de España), todavía se haría más fuerte y descarado a partir del 25 de febrero de 1981 cuando el poder castrense franquista, tras el fracaso de su plan involucionista y antimonárquico preparado para ponerse en marcha el 2 de mayo de ese mismo año (debido a la arrojada maniobra interceptora del general Armada, apoderado del rey), desapareció prácticamente de la escena política y las nuevas Fuerzas Armadas de la etapa socialista juraron fidelidad y acatamiento (a cambio, eso sí, de pingües contrapartidas personales y profesionales para sus altos dirigentes) al «providencial salvador de la nueva democracia española».

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