Nadie lo sabía, aunque hubo varias sugerencias alarmantes. Después volvió a llamarnos Peter.
—¡Qué lástima! La escotilla que da a la bodega está cerrada con llave. Tendremos que renunciar; es seguro que se llevaron las llaves consigo.
—Quizá no —oímos que respondía Karl—. La gente suele dejar un juego de llaves extra por si pierden las que llevan encima. Siempre las ocultan en sitios que consideran seguros, pero que es muy fácil encontrar.
—Entonces hazlo, Sherlock. ¿Todavía están allá esos señores?
—Sí. Falta mucho para que terminen la partida. Parecen estar dispuestos a pasarse aquí la tarde.
Para sorpresa de todos, Karl halló las llaves en menos de diez minutos. Estaban ocultas en un nicho pequeño debajo del tablero de instrumentos.
—¡Ya estamos! —gritó Peter con gran alegría.
—¡Por amor de Dios, no vayan a tocar nada! —les advirtió Tim, lamentando ahora haber dado su consentimiento—. Echen un vistazo y vuelvan directamente aquí.
No hubo respuesta; Peter estaba demasiado ocupado con la puerta. Oímos un sonido apagado cuando logró abrirla al fin y el ruido de su entrada. Todavía llevaba puesto su traje espacial, de modo que podía seguir comunicándose con nosotros por radio. Un momento después le oímos chillar:
—¡Karl! ¡Ven a ver esto!
—¿Qué pasa? —inquirió Karl, todavía tan sereno como siempre—. Casi me revientas los tímpanos.
Contribuímos nosotros con nuestras preguntas y pasó un momento antes de que Tim pudiera imponer un poco de orden.
—¡Dejen de gritar! A ver, Peter, cuéntanos qué has encontrado.
Oí que Peter inspiraba profundamente antes de contestar.
—¡Esta nave está
llena
de armas! —jadeó luego—. ¡De veras! Veo lo menos veinte aseguradas a las paredes, y no se parecen a las que conozco. Tienen caños raros y unos cilindros rojos y verdes fijados a la parte inferior. No sé qué pueden…
—Karl —intervino Tim—, ¿nos están tomando el pelo?
—No —fué la respuesta—. Es la pura verdad. No me gusta decirlo; pero si existen los fusiles de rayos, tienen que ser éstos que estamos mirando.
—¿Qué podemos hacer? —gimió Peter, a quien no parecía agradar la comprobación de sus teorías.
—¡No toquen nada! —ordenó Tim—. Den una descripción detallada de todo lo que ven y regresen de inmediato.
Mas antes de que pudieran obedecer, nos llevamos otra sorpresa peor que la primera, pues de pronto oímos a Karl que exclamaba:
—¿Qué es eso?
Hubo un momento de silencio y después nos llegó la voz de Peter que susurraba:
—Allí fuera hay un navío que está acoplando el tubo a la entrada. ¿Qué hacemos?
—Escapen —susurró Tim, como si no fuera lo mismo hablar en voz alta—. Salgan lo antes posible y vuelvan a la estación por dos rutas diferentes. Habrá diez minutos más de oscuridad; es probable que no les vean.
—Demasiado tarde —contestó Karl, aun sin perder del todo la compostura—. Ya están subiendo a bordo. Acabo de oír abrirse la puerta exterior.
Por un momento no supimos qué decir. Luego susurró Tim por el micrófono:
—¡No pierdan la calma! Si les dicen que están en contacto radial con nosotros, no se atreverán a hacerles nada.
Esto, en mi opinión, era demasiado optimismo. Empero, podría servir para animar a nuestros compañeros, los que seguramente se sentirían bastante apabullados.
—Voy a tomar uno de esos fusiles —declaró Peter—. No sé cómo funcionan, pero es posible que los asuste. Karl, toma tú uno.
—¡Por favor, tengan cuidado! —les advirtió Tim, lleno de preocupación. Acto seguido volvióse hacia Ronnie, diciéndole—: Llama al comandante y avísale lo que pasa… Y apunta un telescopio hacia el
Cygnus
para ver qué nave es la que se le ha acercado.
Claro que esto debió habérsenos ocurrido antes, pero lo habíamos olvidado debido a la emoción de que éramos presa.
—Ahora están en la cabina de control —anunció Peter—. Ya los veo. No llevan trajes espaciales ni portan armas. Por lo menos tenemos una ventaja.
Sospeché que nuestro amigo se sentía ya un poco mejor y tal vez se creía todo un héroe.
—Voy a salirles al encuentro —dijo de pronto—. Es mejor que esperar aquí, donde nos encontrarán en seguida. Vamos, Karl.
Contuvimos el aliento. No sé qué esperábamos; supongo que cualquier cosa, desde una andanada de disparos hasta el zumbar impresionante de las armas misteriosas que tomaran nuestros amigos. En realidad sucedió lo que menos hubiéramos imaginado.
Oímos la voz calmosa de Peter que preguntaba:
—¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí?
Sobrevino un momento de silencio que pareció eterno y durante ese intervalo imaginé la escena con tanta claridad como si hubiera estado presente; vi a Peter y Karl allí parados con sus armas en alto, y a los intrusos mirándolos sin saber si rendirse o atacar.
De pronto sonó una risita. Se oyeron luego algunas palabras que no alcanzamos a captar y a las que ahogó un estallido de hilaridad. Parecía como si tres o cuatro personas rieran al mismo tiempo a carcajadas.
No pudimos hacer otra cosa que esperar y sufrir hasta que se hubo acallado aquel tumulto. Después nos llegó el sonido de otra voz, divertida y cordial:
—Bueno, muchachos, ya pueden dejar de lado esos artefactos. Con ellos no podrían matar ni a un ratón, a menos que lo golpearan con las culatas. Supongo que vienen de la estación, ¿eh? Si quieren saber quiénes somos, les diremos que pertenecemos a la Empresa Filmadora Siglo Veintiuno. Yo soy Lee Thomson, ayudante de producción, y esas armas de aspecto tan formidable que empuñan ustedes son las que ideó el departamento de utilería para nuestra nueva película interestelar. Me alegra ver que convencen a alguien; a mí siempre me resultaron ridículas.
La reacción nos hizo estallar en carcajadas, y cuando llegó el comandante tuvo que esperar un buen rato antes de que pudiéramos contarle lo sucedido.
Lo más raro del caso fué que, aunque Peter y Karl habían pasado por tontos, ellos resultaron los beneficiados. Los de la compañía filmadora los saludaron con gran cordialidad y los llevaron a su nave, donde les dieron de comer muchos manjares que no figuraban en el menú de la estación.
Cuando llegamos al fondo del asunto, descubrimos que el misterio tenía una explicación sumamente sencilla. Los de la Siglo Veintiuno pensaban filmar una película épica, la primera con un argumento interestelar, y sería la primera cuyas tomas se efectuarían exclusivamente en el espacio y sin apelar a las triquiñuelas empleadas en todos los estudios.
Todo esto explicaba el secreto que guardaban. No bien se enteraran las otras empresas, todas ellas tratarían de imitarlos. La Siglo Veintiuno deseaba obtener la mayor ventaja posible. Ya habían embarcado una carga de elementos para aguardar la llegada de la nave principal con sus cámaras y el resto del equipo. Además de los «fusiles de rayos» que hallaran nuestros dos amigos, los cajones de la bodega contenían algunos extraños trajes espaciales dotados de cuatro piernas para seres que se suponía habitaran los planetas de la constelación Alfa del Centauro. La empresa quería hacer las cosas en debida forma, y nos enteramos de que ya había otro equipo trabajando en la Luna.
La filmación no se iniciaría hasta dos días más tarde, cuando llegaran los actores en un tercer navío. Hubo gran entusiasmo ante la noticia de que la estrella era nada menos que Linda Lorelli, aunque nos preguntamos todos si podría apreciarse su belleza dentro de un traje espacial. En el principal papel masculino figuraría Tex Duncan, uno de los actores más recios del momento. Ésta fué una gran noticia para Norman Powell, quien admiraba mucho a Tex y tenía una de sus fotos en su armario.
Todos estos preparativos a tan corta distancia nos resultaron muy absorbentes, y cuando terminaban las horas de servicio, el personal de la estación poníase sus trajes espaciales y cruzaba a ver cómo trabajaban los técnicos de la empresa filmadora. Éstos habían descargado ya sus cámaras, las que fijaron a cohetes pequeños a fin de poderlas trasladar de un lado a otro. En cuanto a la segunda nave espacial, la estaban disfrazando con el agregado de cúpulas, torrecillas y cañones de utilería para darle el aspecto de una nave de guerra de otro sistema solar. Puedo asegurar que su apariencia era impresionante.
Estábamos escuchando una de las clases del comandante cuando llegaron las estrellas a la estación. El primero en entrar fué Doyle, a quien seguían su ayudante y Linda Lorelli, quien sonreía con muy poco entusiasmo y parecía sentirse muy confundida con la falta de gravedad. Al recordar mis primeras experiencias, no pude menos que compadecerla. A la joven acompañaba una mujer madura que parecía sentirse perfectamente a sus anchas en aquellas condiciones y que dio a Linda un ligero envión cuando la vio a punto de quedarse donde estaba.
Detrás de ellos apareció Tex Duncan, quien trataba de arreglárselas solo sin conseguir manejarse muy bien. Era mucho mayor de lo que parecía en sus películas y probablemente contaba unos treinta y cinco años de edad. Lancé una mirada a Norman, preguntándome cómo reaccionaría ante la presencia de su héroe. La verdad es que daba la impresión de sentirse algo desencantado.
Al parecer, todos habíanse enterado de la aventura de Peter y Karl, pues saludaron a ambos con gran cordialidad y le presentaron a la estrella. La señorita Lorelli hizo algunas preguntas sobre su trabajo, se estremeció al ver las ecuaciones escritas por el comandante en el pizarrón e invitó a todos a tomar el té en el
Orson Welles
, la nave más grande de la empresa. Tuve la impresión de que era mucho más simpática que Tex, quien parecía aburrido con aquella visita.
Después de esto olvidamos por completo al
Estrella Matutina
, especialmente cuando descubrimos que podíamos ganar un poco de dinero ayudando con la filmación. El hecho de que estuviéramos acostumbrados a la carencia de peso nos sirvió de mucho, pues aunque la mayoría de los técnicos de la compañía habían estado antes en el espacio, no se desempeñaban muy bien en aquellas condiciones y, por consiguiente, movíanse con demasiada lentitud. Nosotros podíamos hacer las cosas con mayor eficiencia una vez que nos decían lo que debíamos hacer.
Gran parte de la película se filmaba en escenarios especiales dentro del
Orson Welles
, al que habían preparado como una especie de estudio del espacio. Todas las escenas que se suponían ocurrieran dentro de una nave del espacio eran filmadas allí contra fondos apropiados de maquinarias, tableros de instrumentos y cosas similares. Empero, las secuencias realmente interesantes eran las que debían filmarse en el espacio.
Había un episodio en el cual Tex Duncan tendría que salvar a la señorita Lorelli de perderse en el espacio hacia el camino de un planeta que se acercaba. Todos esperábamos esto con gran interés, pues la Siglo Veintiuno ufanábase de que Tex jamás se dejaba suplantar y llevaba a cabo todas las hazañas que aparecían en sus películas. Supusimos que valdría la pena verlo, y resultó que así fué.
Llevaba yo ya dos semanas en la estación y me consideraba todo un experto en aquellas cosas. Parecíame perfectamente natural carecer de peso, y casi había olvidado el significado de las palabras «arriba» y «abajo». No era ya para mí una novedad succionar líquidos por medio de un tubito en lugar de beberlos en tazas o vasos.
Creo que había una sola cosa que realmente echaba de menos. En la estación era imposible tomar un baño como lo hace uno en la Tierra. Me gusta mucho meterme en una bañera llena de agua caliente y quedarme en ella hasta que vienen a llamar a la puerta para preguntar si me he dormido. En la estación sólo era posible tomar duchas, y para ello teníamos que meternos dentro de un cilindro de tela que asegurábamos a nuestro cuello a fin de impedir que escapara el agua. Cualquier volumen grande de líquido formaba un gran globo que iba flotando basta dar contra una pared. Al ocurrir esto se rompía el líquido en gotas menores que flotaban por su cuenta molestando a todos.
En la Estación Residencial, donde existía la gravedad, tenían baños y hasta pequeñas piscinas de natación, lo cual resultaba muy tentador.
El resto del personal, así como los aprendices, habían llegado a aceptarme y a veces me permitían ayudar en ciertos trabajos. Por mi parte, aprendí todo lo que pude sin molestar a la gente haciendo demasiadas preguntas, y ya había llenado cuatro libretas voluminosas con informes y dibujos. Cuando regresara a la Tierra podría escribir un libro respecto a la estación si deseaba hacerlo.
Mientras me mantuviera en contacto con Tim Benton o el comandante, me permitían andar por donde quisiera. El lugar que más me fascinaba era el observatorio, donde tenían un telescopio muy poderoso con el que podía entretenerme cuando no lo usaban otros.
Jamás me cansaba de mirar a la Tierra que pasaba allá abajo. Por lo general había pocas nubes y me era posible observar claramente los países por sobre los que viajábamos. Debido a nuestra velocidad, el terreno de abajo pasaba debajo de nosotros a ocho kilómetros por segundo; pero como nos hallábamos a ochocientos kilómetros de altura, si el aparato de relojería del telescopio funcionaba correctamente, podía mantenerse cualquier objeto en el campo visual durante largo tiempo antes de que se perdiera en la bruma del horizonte. En la montura del instrumento había un aparato automático que permitía efectuar estas observaciones. Una vez que se apuntaba a algo, el telescopio se movía con la velocidad correcta para que no cambiara el campo de mira.
De tal modo, me era posible observar en cada cien minutos una franja que se extendía hacia el norte hasta Japón, el Golfo de México y el Mar Rojo. Hacia el sur podía ver hasta Río de Janeiro, Madagascar y Australia. Era aquélla una manera maravillosa de aprender geografía, aunque debido a la curvatura de la Tierra, los países más distantes veíanse algo desfigurados y resultaba difícil compararlos a lo que representaban los mapas ordinarios.
Situada como estaba sobre el Ecuador, la órbita de la estación pasaba directamente sobre dos de los ríos más grandes del mundo: el Congo y el Amazonas. Con mi telescopio me era fácil ver las selvas y no tenía la menor dificultad en avistar árboles individuales o los animales más grandes. La gran Reserva Africana era un lugar magnífico para observar, pues en ella podía hallar cualquier animal que me interesara.