Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (13 page)

Además, a medida que la temperatura central se eleva con la edad, aumenta también la presión de radiación, y en proporción a la cuarta potencia de la temperatura. Cuando la temperatura se dobla, la presión de radiación aumenta dieciséis veces, y el equilibrio entre la misma y la gravitación se hace cada vez más delicado. Llegado el momento, las temperaturas centrales pueden subir tanto, según la sugerencia de Hoyle, que los átomos de hierro se dividan en helio. Pero para que esto suceda, tal y como hemos dicho, debe verterse energía en los átomos. El único lugar donde la estrella conseguirá esa energía es en su campo gravitatorio. Cuando la estrella se encoge, la energía que gana se emplea para convertir el hierro en helio. La cantidad de energía necesaria es tan grande, que la estrella se encogerá drásticamente hasta una pequeña fracción de su primitivo volumen y, según Hoyle, debe hacerlo en más o menos un segundo.

Cuando una estrella así comienza a colapsarse, su núcleo de hierro está aún rodeado por un voluminoso manto exterior de átomos aún no formados con un máximo de estabilidad. A medida que las regiones exteriores se colapsan, y su temperatura aumenta, esas sustancias aún combinables «se incendian» al instante. El resultado es una explosión que destroza la materia exterior del cuerpo de la estrella. Dicha explosión es una supernova. Fue una explosión así que la creó la nebulosa del Cangrejo.

La materia que explosionó en el espacio como resultado de una explosión supernova es de enorme importancia para la evolución del Universo. En el momento del
big bang,
sólo se formaron hidrógeno y helio. En el núcleo de las estrellas, otros átomos, más complejos, se han ido constituyendo hasta llegar al hierro. Sin una explosión supernova, esos átomos complejos seguirían en los núcleos y, llegado el momento, en las enanas blancas. Sólo unas triviales cantidades se abrirían paso hacia el Universo, por lo general a través de los halos de las nebulosas planetarias.

En el transcurso de la explosión supernova, material de las capas interiores de las estrellas serían proyectadas violentamente en el espacio circundante. La vasta energía de la explosión llevaría a la formación de átomos más complejos que los de hierro.

La materia explosionada al espacio se añadiría a las nubes de polvo y gas ya existentes y serviría como materia prima para la formación de nuevas estrellas de
segunda generación,
ricas en hierro y en otros elementos metálicos. Probablemente, nuestro propio Sol sea una estrella de segunda generación, mucho más joven que las viejas estrellas de algunos de los cúmulos globulares libres de polvo. Esas estrellas de
primera generación
son pobres en metales y ricas en hidrógeno. La Tierra, formada de los mismos restos de los que nació el Sol, es extraordinariamente rica en hierro, ese hierro que una vez pudo haber existido en el centro de una estrella que estalló hace miles de millones de años.

¿Pero, qué le sucede a la porción contraída de las estrellas que estallan en las explosiones supernovas? ¿Constituyen enanas blancas? ¿Las más grandes y más masivas estrellas forman, simplemente, unas enanas blancas más grandes y con mayor masa?

La primera indicación de que no puede ser así, y que no cabe esperar enanas blancas más y más grandes, llegó en 1939 cuando el astrónomo indio Subrahmanyan Chandrasekhar, trabajando en el Observatorio Yerkes, cerca de Williams Bay, Wisconsin, calculó que ninguna estrella de más de 1,4 veces la masa de nuestro Sol (ahora denominado
límite de Chandrasekhar
) puede convertirse en una enana blanca por el proceso «normal» descrito por Hoyle. Y, en realidad, todas las enanas blancas hasta ahora observadas han demostrado encontrarse por debajo del límite de masa de Chandrasekhar.

La razón para la existencia del límite de Chandrasekhar es que las enanas blancas se mantienen a salvo de encogerse más allá por la mutua repulsión de los electrones (partículas subatómicas acerca de las que discutiré más adelante) contenidos en sus átomos. Con una masa creciente, aumenta la intensidad gravitatoria y, a 1,4 veces la masa del Sol, la repulsión de electrones ya no es suficiente, y la enana blanca se colapsa en forma de estrella cada vez más tenue y menos densa, con partículas subatómicas en virtual contacto. La detección de tales acontecimientos posteriores tuvo que aguardar a nuevos métodos para sondear el Universo, aprovechando radiaciones diferentes a las de la luz visible.

Las ventanas al Universo

Las más formidables armas del hombre para su conquista del conocimiento son la mente racional y la insaciable curiosidad que lo impulsa. Y esta mente, llena de recursos, ha inventado sin cesar instrumentos para abrir nuevos horizontes más allá del alcance de sus órganos sensoriales.

El telescopio

El ejemplo más conocido es el vasto cúmulo de conocimientos que siguieron a la invención del telescopio, en 1609. En esencia, el telescopio es, simplemente, un ojo inmenso. En contraste con la pupila humana, de 6 mm, el telescopio de 200 pulgadas del Monte Palomar tiene más de 100.000 mm
2
de superficie receptora de luz. Su poder colector de la luz intensifica la luminosidad de una estrella aproximadamente un millón de veces, en comparación con la que puede verse a simple vista.

Éste telescopio, puesto en servicio en 1948, es el más grande actualmente en uso en Estados Unidos, pero, en 1976, la Unión Soviética comenzó a realizar observaciones con un telescopio con espejo de 600 centímetros de diámetro, ubicado en las montañas del Cáucaso.

Se trata de uno de los telescopios más grandes de esta clase que es posible conseguir y, a decir verdad, el telescopio soviético no funciona demasiado bien. Sin embargo, existen otros medios de mejorar los telescopios que, simplemente, haciéndolos mayores. Durante los años 1950, Merle A. Ture desarrolló un tubo de imagen que, electrónicamente, aumenta la débil luz recogida por un telescopio, triplicando su potencia. Enjambres de telescopios comparativamente pequeños, funcionando al unísono, pueden producir imágenes equivalentes a las conseguidas por un solo telescopio más grande que cualquiera de estos componentes; y existen en marcha planes, tanto en Estados Unidos como en la Unión Soviética, para construir conjuntos que mejorarán los telescopios de hasta 600 centímetros. Asimismo, un gran telescopio puesto en órbita en torno de la Tierra, sería
capaz
de escudriñar los cielos sin interferencia atmosférica y verían con mayor claridad que cualquier otro telescopio construido en la Tierra. Esto se encuentra asimismo en vías de planificación.

Fig. 2.6. Experimento de Newton con formación del espectro de la luz blanca.

Pero la simple ampliación e intensificación de la luz no es todo lo que los telescopios pueden aportar al ser humano. El primer paso para convertirlo en algo más que un simple colector de luz se dio en 1666, cuando Isaac Newton descubrió que la luz podía separarse en lo que él denominó un «espectro» de colores. Hizo pasar un haz de luz solar a través de un prisma de cristal en forma triangular, y comprobó que el haz originaba una banda constituida por luz roja, anaranjada, amarilla, verde, azul y violeta, y que cada color pasaba al próximo mediante una transición suave (fig. 2.6). (Por supuesto que el fenómeno en sí ya era familiar en la forma del arco iris, que es el resultado del paso de la luz solar a través de las gotitas de agua, las cuales actúan como diminutos prismas.)

Lo que Newton demostró fue que la luz solar, o «luz blanca», es una mezcla de muchas radiaciones específicas (que hoy reconocemos como formas ondulatorias, de diversa longitud de onda), las cuales excitan el ojo humano, determinando la percepción de los citados colores. El prisma los separa, debido a que, al pasar del aire al cristal y de éste a aquél, la luz es desviada en su trayectoria o «refractada», y cada longitud de onda experimenta cierto grado de refracción, la cual es mayor cuanto más corta es la longitud de onda. Las longitudes de onda de la luz violeta son las más refractadas; y las menos, las largas longitudes de onda del rojo.

Entre otras cosas, esto explica un importante defecto en los primeros telescopios, o sea, que los objetos vistos a través de los telescopios aparecían rodeados de anillos de color, que hacía confusa la imagen, debido a que la dispersaban en espectros las lentes a cuyo través pasaba la luz.

Newton intentó una y otra vez corregir este defecto, pues ello ocurría al utilizar lentes de cualquier tipo. Con tal objeto, ideó y construyó un «telescopio reflector», en el cual se utilizaba un espejo parabólico, más que una lente, para ampliar la imagen. La luz de todas las longitudes de onda era reflejada de la misma forma, de tal modo que no se formaban espectros por refracción y, por consiguiente, no aparecían anillos de color
(aberración cromática)
.

En 1757, el óptico inglés John Dollond fabricó lentes de dos clases distintas de cristal; cada una de ellas equilibraba la tendencia de la otra a formar espectro. De esta forma pudieron construirse lentes
acromáticas
(«sin color»). Con ellas volvieron a hacerse populares los
telescopios refractores
. El más grande de tales telescopios, con una lente de 40 pulgadas, se encuentra en el Observatorio de Yerkes, cerca de la Bahía de Williams (Wisconsin), y fue instalado en 1897. Desde entonces no se han construido telescopios refractores de mayor tamaño, ni es probable que se construyan, ya que las lentes de dimensiones mayores absorberían tanta luz, que neutralizarían las ventajas ofrecidas por su mayor potencia de amplificación. En consecuencia, todos los telescopios gigantes construidos hasta ahora son reflectores, puesto que la superficie de reflexión de un espejo absorbe muy poca cantidad de luz.

El espectroscopio

En 1814, un óptico alemán, Joseph von Fraunhofer, realizó un experimento inspirado en el de Newton. Hizo pasar un haz de luz solar a través de una estrecha hendidura, antes de que fuera refractado por un prisma. El espectro resultante estaba constituido por una serie de imágenes de la hendidura, en la luz de todas las longitudes de onda posible. Había tantas imágenes de dicha hendidura, que se unían entre sí para formar el espectro. Los prismas de Fraunhofer eran tan perfectos y daban imágenes tan exactas, que permitieron descubrir que no se formaban algunas de las imágenes de la hendidura. Si en la luz solar no había determinadas longitudes de onda de luz, no se formaría la imagen correspondiente de la hendidura en dichas longitudes de onda, y el espectro solar aparecería cruzado por líneas negras.

Fraunhofer señaló la localización de las líneas negras que había detectado, las cuales eran más de 700. Desde entonces se llaman
líneas de Fraunhofer
. En 1842, el físico francés Alexandre Edmond Becquerel fotografió por primera vez las líneas del espectro solar. Tal fotografía facilitaba sensiblemente los estudios espectrales, lo cual, con ayuda de instrumentos modernos, ha permitido detectar en el espectro solar más de 30.000 líneas negras y determinar sus longitudes de onda.

A partir de 1850, una serie de científicos emitió la hipótesis de que las líneas eran características de los diversos elementos presentes en el Sol. Las líneas negras representaban la absorción de la luz, por ciertos elementos, en las correspondientes longitudes de onda; en cambio, las líneas brillantes representarían emisiones características de luz por los elementos. Hacia 1859, el químico alemán Robert Wilhelm Bunsen y su compatriota Gustav Robert Kirchhoff elaboraron un sistema para identificar los elementos. Calentaron diversas sustancias hasta su incandescencia, dispersaron la luz en espectros y midieron la localización de las líneas —en este caso, líneas brillantes de emisión— contra un fondo oscuro, en el cual se había dispuesto una escala, e identificaron cada línea con un elemento particular. Su
espectroscopio
se aplicó en seguida para descubrir nuevos elementos mediante nuevas líneas espectrales no identificables con los elementos conocidos. En un par de años, Bunsen y Kirchhoff descubrieron de esta forma el cesio y el rubidio.

El espectroscopio se aplicó también a la luz del Sol y de las estrellas, y en poco tiempo aportó una sorprendente cantidad de información nueva, tanto de tipo químico como de otra naturaleza. En 1862, el astrónomo sueco Anders Joñas Angstrom identificó el hidrógeno en el Sol gracias a la presencia de las líneas espectrales características de este elemento.

El hidrógeno podía ser también detectado en las estrellas, aunque los espectros de éstas variaban entre sí, debido tanto a las diferencias en su constitución química como a otras propiedades. En realidad, las estrellas podían clasificarse de acuerdo con la naturaleza general de su grupo de líneas espectrales. Tal clasificación la realizó por vez primera el astrónomo italiano Pietro Angelo Secchi, en 1867, basándose en 4.000 espectros. Hacia 1890 el astrónomo americano Edward Charles Pickering estudió los espectros estelares de decenas de millares de cuerpos celestes, lo cual permitió realizar la clasificación espectral con mayor exactitud, habiendo gozado de la inestimable ayuda de Annie J. Cannon y Antonia C. Maury.

Originalmente, esta clasificación se efectuó con las letras mayúsculas por orden alfabético; pero a medida que se fue aprendiendo cada vez más sobre las estrellas, hubo que alterar dicho orden para disponer las clases espectrales en una secuencia lógica. Si las letras se colocan en el orden de las estrellas de temperatura decreciente, tenemos, O, B, A, F, G, K, M, R, N y S. Cada clasificación puede subdividirse luego con los números del 1 al 10. El Sol es una estrella de temperatura media, de la clase espectral de G-0, mientras que Alfa de Centauro es de la G-2. La estrella Proción, algo más caliente, pertenece a la clase F-5, y Sirio, de temperatura probablemente más elevada, de la A-0.

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