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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (12 page)

BOOK: Inteligencia Social
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En muchas ocasiones se ha dicho que el ser humano es naturalmente bondadoso y compasivo con algún que otro ribete esporádico de maldad, pero esa afirmación no se ha visto, hasta el momento, respaldada por la ciencia y la historia parece, muchas veces, empeñarse en contradecirla. Pero ahora invito al lector a hacer el siguiente experimento: imagine el número de personas que, en todo el mundo, podrían haber cometido hoy en día un acto antisocial, desde la simple descortesía y el engaño hasta la violación y el homicidio y convierta a ese número en el sustraendo de una fracción en cuyo minuendo coloca el número de actos antisociales que realmente ocurren a diario y que nos proporciona una tasa de maldad potencial que tiende a cero cualquier día del año. Si, por el contrario, coloca en el minuendo el número de actos bondadosos realizados un determinado día, la ratio bondad/maldad será siempre positiva (un dato que habitualmente se nos presenta como si lo cierto fuera lo contrario).

El investigador de Harvard Jerome Kagan propone el siguiente ejercicio mental para subrayar un aspecto muy concreto de la naturaleza humana, es decir, que la suma total de la bondad es muy superior a la de la maldad: «Aunque los seres humanos hayan heredado un sesgo biológico que les permite sentir ira, celos, egoísmo y envidia y ser duros, agresivos o violentos, también disponen de un legado biológico todavía más fuerte que les inclina hacia la bondad, la compasión, la cooperación, el amor y el cuidado, especialmente hacia los más necesitados». Este sentido ético integrado es —según Kagan— «uno de los rasgos biológicos característicos de nuestra especie».

Con el descubrimiento de los circuitos neuronales que ponen la empatía al servicio de la compasión, la neurociencia proporciona a la filosofía un mecanismo para explicar la ubicuidad del impulso altruista. En lugar, pues, de empeñarse en explicar los actos desinteresados, los filósofos harían bien en tratar de explicar las innumerables ocasiones en que, por el contrario, los actos crueles se hallan ausentes.

CAPÍTULO 5

LA NEUROANATOMÍA DE UN BESO

Todavía conservan muy vivo el recuerdo de su primer beso, un hito muy importante de su relación. Eran viejos amigos pero, una tarde en que habían quedado para tomar té y estaban hablando de la dificultad de encontrar pareja, se miraron detenidamente durante una larga pausa. Luego, cuando estaban a punto de despedirse, sus miradas volvieron a cruzarse y una fuerza misteriosa les llevó a fundir sus labios en un beso. Años después siguen ignorando quién tomó esa iniciativa, pero todavía recuerdan perfectamente el impulso que les unió.

Quizás ese tipo de mirada constituya el necesario preludio neuronal de un beso. Los descubrimientos realizados por la neurociencia actual han puesto de relieve la existencia de una conexión neuronal directa entre los ojos y la corteza orbitofrontal (una estructura cerebral esencial para la empatía y el ajuste emocional), un hallazgo que parece corroborar la poética idea de que los ojos son las ventanas del alma y nos permiten atisbar los sentimientos más recónditos de otra persona.

Mirar directamente a los ojos de una persona nos vincula estrechamente con ella, porque —por reducir un momento especialmente romántico a su dimensión estrictamente neurológica— establece un vínculo entre nuestras cortezas orbitofrontales (COF), especialmente sensibles a señales tales como el contacto visual. A fin de cuentas, estos circuitos neuronales sociales desempeñan un papel fundamental en el registro del estado emocional de los demás.

Como sucede con la ubicación geográfica de las propiedades inmobiliarias, el lugar que ocupa una determinada estructura cerebral posee una importancia extraordinaria. Es por ello que la corteza orbitofrontal, ubicada inmediatamente detrás y por encima de las órbitas oculares (de ahí el prefijo “orbito”), ocupa un lugar estratégico en la encrucijada existente entre la parte superior de los centros emocionales y la parte inferior del cerebro pensante. Si el cerebro fuese un puño, la corteza cerebral se hallaría en el lugar ocupado por los dedos, los centros subcorticales se hallarían en la palma y la corteza orbitofrontal ocuparía el lugar en el que se encuentran ambas regiones.

La corteza orbitofrontal conecta directamente y neurona a neurona tres grandes zonas, la corteza cerebral (o “cerebro pensante’), la amígdala (el centro desencadenante de muchas reacciones emocionales) y el tronco cerebral (es decir, la región “reptiliana”, que controla nuestras respuestas automáticas). Esta estrecha conexión sugiere la existencia de un vínculo rápido y poderoso que facilita la coordinación instantánea entre el pensamiento, el sentimiento y la acción. Esta autopista neuronal coordina los inputs procedentes de la vía inferior (originados en los centros emocionales, el cuerpo y los sentidos) con los que vienen de la vía superior (que dan sentido a los datos y determinan las intenciones y planes que guían nuestras acciones).

Esta conexión entre la parte superior de la corteza cerebral y las regiones subcorticales inferiores convierte a la corteza orbitofrontal en una auténtica encrucijada entre la vía superior y la vía inferior, un epicentro que se ocupa de dar sentido al mundo social que nos rodea. Para integrar la experiencia externa y la experiencia interna, la corteza orbitofrontal debe llevar a cabo un proceso de cálculo social instantáneo que nos indica cómo nos sentimos con una determinada persona, cómo se siente ella con nosotros y cuál debe ser, en función de todo ello, nuestra respuesta.

De estos circuitos neuronales dependen la delicadeza, el rapport y las relaciones sociales amables, porque la corteza orbitofrontal contiene neuronas esenciales para detectar las emociones en las expresiones del rostro de los demás y en los matices de su tono de voz y, al conectar esos mensajes sociales con nuestra experiencia visceral, sentir el modo en que se sienten.

Son precisamente estos circuitos los que nos permiten determinar el significado afectivo que algo o alguien tiene para nosotros. No es de extrañar que, en este sentido, el RMNf haya puesto de relieve una activación de la corteza orbitofrontal cuando una madre ve una imagen de su propio hijo, cosa que no sucede cuando contempla imágenes de otros bebés y que esa activación determine la intensidad de sus sentimientos de amor y cordialidad.

Hablando en términos técnicos, los circuitos ligados a la corteza orbitofrontal asignan un “valor hedónico” a nuestro mundo social y nos permiten cobrar conciencia de lo que nos gusta, de lo que nos desagrada y de lo que adoramos. Y ello también explica, en consecuencia, algunos de los aspectos que configuran el entramado neuronal de un beso.

La corteza orbitofrontal también valora algunas cuestiones estético- sociales, como nuestra reacción al olor de una persona, una señal primordial que suele evocar sensaciones muy intensas de gusto o disgusto (de las que depende, por cierto, el éxito de la perfumería). Recuerdo que, en cierta ocasión, un amigo me dijo que únicamente podía amar a una mujer cuyo olor al besarla le gustase.

El beso posee una cualidad motora que se pone en funcionamiento antes incluso de que las percepciones alcancen la conciencia y cobremos conciencia de los sentimientos subterráneos que se han activado en nosotros.

Pero no son esos, obviamente, los únicos circuitos neuronales implicados porque, aun en el primer beso, los osciladores adaptan y coordinan la tasa de estimulación neuronal y de activación motora encargados de la delicada tarea de guiar a las dos bocas a la velocidad y trayectoria adecuada para que los labios se encuentren suavemente sin que los dientes entrechoquen.

La velocidad de la vía inferior

Escuchemos el modo en que un profesor que conozco eligió a su secretaria, la persona con la que debía pasar la mayor parte de la jornada laboral:

«Apenas entré en la sala de espera en que estaba sentada me di inmediatamente cuenta de que su sola presencia me sosegaba. Entonces supe que se trataba de una persona con la que resultaría muy fácil estar. No por ello, obviamente, dejé de echar un vistazo a su currículum pero, desde el mismo comienzo, supe que acabaría contratándola y, desde entonces, no lo he lamentado un solo instante.»

Intuir si una persona nos gusta o no significa conjeturar si estableceremos con ella un buen rapport o, al menos, si nos llevaremos bien con ella. ¿Pero cómo seleccionamos, de entre toda la gente que nos rodea, a nuestros amigos, a nuestros socios o a nuestra pareja? ¿Cómo detectamos, en suma, a las personas que nos atraen y las diferenciamos de aquellas otras que nos resultan indiferentes?

Gran parte de este proceso de toma de decisiones parece depender de la primera impresión. En un estudio muy revelador, un grupo de universitarios pasaron, el primer día de clase, entre tres y diez minutos relacionándose con un extraño e, inmediatamente después, estimaron la probabilidad de que acabasen convirtiéndose en buenos amigos o en meros conocidos. La investigación puso de relieve que, nueve semanas más tarde, esa estimación predijo con considerable exactitud el curso real de la relación.

Lo que hacemos durante esos juicios tan precisos depende básicamente, según los neurocientíficos, de un conjunto inusual de neuronas, las neuronas fusiformes. Como su nombre indica, esas neuronas tienen forma de huso, con un cuerpo cuatro veces más grande que el de cualquier otra neurona del que emergen las dendritas y un axón largo y grueso que establece las conexiones interneuronales. Si tenemos en cuenta que la velocidad de transmisión del impulso nervioso depende del tamaño de los brazos que conectan a las neuronas implicadas, no es de extrañar la extraordinaria velocidad de las células fusiformes.

Existe una densa red de células fusiformes que conectan la corteza orbitofrontal con la parte superior del sistema límbico, la llamada corteza cingulada anterior (CCA), que orienta nuestra atención y coordina nuestros pensamientos, emociones y respuestas corporales con nuestros sentimientos, estableciendo así una suerte de centro de control neuronal. Desde esta unión crítica, las células fusiformes se extienden a muchas otras regiones cerebrales diferentes.

El tipo de substancias a que responden los axones pone de manifiesto la función que desempeñan en las relaciones sociales. En este sentido, las células fusiformes son ricas en receptores de serotonina, dopamina y vasopresina, cuyo papel resulta esencial en las relaciones interpersonales, en el amor, en nuestros estados de ánimo positivos y negativos y en el placer.

Algunos neuroanatomistas afirman que las células fusiformes constituyen un rasgo distintivo del ser humano, porque nosotros poseemos una cantidad de células fusiformes mil veces superior a la de los simios, nuestros parientes más cercanos, que sólo poseen varios centenares y no parecen hallarse presentes en el cerebro de ningún otro mamífero. También hay quienes sostienen que las células fusiformes explican por qué algunas personas (o especies de primates) son socialmente más conscientes o sensibles que otras, algo que coincide con los resultados de ciertas investigaciones de imagen cerebral que han puesto de relieve una mayor activación de la corteza cingulada anterior en las personas interpersonalmente más conscientes, es decir, en las personas que no sólo saben valorar adecuadamente una determinada situación social, sino que también son capaces de sentir el modo en que otros pueden llegar a percibirla.

Una de las regiones de mayor concentración de células fusiformes de la corteza orbitofrontal se denomina F1 y se activa durante nuestras reacciones emocionales a los demás, especialmente durante la llamada empatía instantánea. Cuando una madre, por ejemplo, escucha el llanto de su hijo o cuando experimentamos el sufrimiento de un ser querido, el escáner cerebral muestra una especial activación en esa zona, que también tiene lugar en momentos emocionalmente cargados, como cuando contemplamos la imagen de una persona amada, cuando alguien nos parece atractivo o cuando juzgamos si están tratándonos bien o están engañándonos.

Otra región en la que también abundan las células fusiformes es la llamada área 24 de la corteza cingulada anterior, que se pone en marcha cuando experimentamos una emoción intensa y desempeña un papel esencial en nuestra vida social, orientando el despliegue y el reconocimiento de la expresión facial de las emociones. Esta región, a su vez, se halla fuertemente conectada con la amígdala, asiento de nuestras primeras impresiones y detonante también de muchos de esos sentimientos.

La rapidez que caracteriza a este tipo de neuronas parece explicar la extraordinaria velocidad con que opera la vía inferior. Cuando conocemos a alguien, por ejemplo, nuestra sensación de gusto o disgusto puede presentarse antes incluso de nombrar lo que estamos percibiendo. Es por todo ello que las células fusiformes pueden explicar el modo en que la vía inferior nos proporciona una valoración instantánea de “gusto” o “disgusto” milisegundos antes de saber siquiera lo que ha ocurrido.

Esos juicios sumarísimos, que dependen de las células fusiformes, desempeñan un papel muy importante para guiar nuestras relaciones interpersonales y, en consecuencia, nuestra vida social.

“Ella vio lo que él estaba viendo”

Poco después de su boda, Maggie Verver, la protagonista de la novela de Henry James La copa dorada, visita a su padre, viudo desde hacía mucho tiempo, a un hotelito en el campo, entre cuyos clientes había una mujer soltera que parece mostrarse interesada en él.

Después de echar un rápido vistazo, Maggie se da súbitamente cuenta de que su padre, que había permanecido soltero cuando debía cuidar de ella, se siente libre para volver a casarse y, en ese mismo instante, la mirada de su hija le dice que acaba de entender lo que él está sintiendo, sin haberlo mencionado siquiera. Sin intercambiar palabra, Adam, el padre de Maggie, tiene entonces la sensación de que «ella vio lo que él estaba viendo».

En ese diálogo silencioso, «El rostro de ésta no podía ocultarle lo que albergaba en su mente y, a su manera, había visto lo que los dos estaban viendo».

La descripción de ese breve episodio de reconocimiento mutuo ocupa varias páginas del comienzo de la novela y el resto de ese largo relato se ocupa de las consecuencias de ese singular momento de comprensión hasta que finalmente Adam vuelve a casarse.

Henry James supo reflejar perfectamente la extraordinaria riqueza que puede transmitir una simple mirada. No es de extrañar que una expresión que dure tan un solo instante encierre volúmenes enteros de significado, porque estos circuitos neuronales están continuamente activos.

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