Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (20 page)

A lo largo de los años de trabajo con compradores de sillas, Herman Miller había aprendido que, cuando se trata de elegir unas para la oficina, casi todo el mundo se inclina automáticamente por los modelos que dan más sensación de estatus, algo senatorial o semejante a un trono, con un tapizado grueso y un respaldo alto e imponente. ¿Cómo era la Aeron? Justo lo contrario: una construcción fina, transparente, de plástico negro y extrañas protuberancias, cubierta por una malla, algo así como el exoesqueleto de un enorme insecto prehistórico. «En Estados Unidos, la comodidad está muy condicionada por los sillones La-Z-Boy», afirma Stumpf. «En Alemania se ríen de nuestra afición por tapizar los asientos de los coches con rellenos bien gruesos. Tenemos una fijación con lo blando. Pienso continuamente en los guantes que Disney colocó en las manos de Mickey Mouse. Si le viésemos las garras, no nos gustaría. Lo que hemos hecho ha sido ir en contra de esa idea de blandura».

En mayo de 1992, Hermán Miller inició lo que se llama una prueba de uso. Llevó varios prototipos de la Aeron a empresas del oeste de Michigan y pidió a la gente que se sentase en ellas durante al menos medio día. Al principio la respuesta no fue positiva. Hermán Miller pidió a los usuarios que calificasen la comodidad en una escala del 1 al 10, en la que el 10 representa la comodidad absoluta y el 7,5 el valor mínimo deseable para sacar la silla al mercado. Los primeros prototipos obtuvieron una puntuación de aproximadamente 4,75. Uno de los directivos de Herman Miller colocó, en broma, una imagen de la silla en una portada falsa de un folleto de supermercado, con el titular «La silla de la muerte: todo el que se sienta en ella, muere», y utilizó este motivo como portada de uno de los primeros informes de investigación de la Aeron. La gente miraba la delgada estructura y se preguntaba si podría soportar el peso, y luego miraba la malla y se preguntaba si sería cómoda. «Es muy difícil lograr que la gente se siente en algo que parece raro», dice Rob Harvey, primer vicepresidente de investigación y diseño de Herman Miller en aquella época. «Si haces una silla con una estructura delgada, la gente piensa que no podrá sujetarla. Se mostrará reticente a sentarse en ella. Sentarse es un acto muy íntimo. El cuerpo entra inmediatamente en contacto con la silla y se ponen en juego muchas claves visuales, como la temperatura o la dureza percibidas, que determinan la percepción del usuario». Pero cuando Herman Miller retocó el diseño, construyó prototipos nuevos y mejores y logró que la gente superase sus escrúpulos, las puntuaciones empezaron a subir. Cuando Herman Miller se decidió a comercializar la silla, las puntuaciones de comodidad estaban por encima de 8. Éstas eran las buenas noticias.

¿Y las malas? Todo el mundo pensaba que la silla era una monstruosidad. «Desde el principio, las puntuaciones estéticas estuvieron muy por debajo de las de comodidad», dice Bill Dowell, responsable de investigación de la Aeron. «Era algo anómalo. Hemos hecho miles y miles de pruebas de sillas con la gente, y una de las correlaciones más fuertes que hemos observado siempre es la que hay entre comodidad y estética. Pero esta vez no era así. Las puntuaciones de comodidad eran altas, lo que es estupendo. Pero las de estética estaban entre dos y tres, y jamás subieron por encima de seis en ninguno de los prototipos. Estábamos perplejos y preocupados. Teníamos la silla Equa. También había sido controvertida, pero siempre había sido considerada una belleza».

A finales de 1993, mientras se preparaba el lanzamiento de la silla, Herman Miller reunió varios grupos de muestra seleccionados en todo el país. Querían recopilar ideas sobre precios y
marketing
, y asegurarse de que el proyecto contaba con un apoyo generalizado. Empezaron con paneles de arquitectos y diseñadores, que en general se mostraron receptivos. «Entendieron el carácter radical de la silla», dijo Dowell. «Aunque no les parecía el colmo de la belleza, comprendieron que ése era el aspecto que debía tener». A continuación presentaron la silla ante grupos de gestores de instalaciones y expertos en ergonomía que, en última instancia, eran los que determinarían el éxito comercial de la creación.

Esta vez la acogida fue gélida. «No entendieron la estética en absoluto», comenta Dowell. Se aconsejó a Herman Miller cubrir la Aeron con una tapicería opaca y se le dijo que sería imposible venderla a las grandes empresas. Un gestor de instalaciones comparó la silla con los muebles de jardín o con las fundas de asientos de coche pasadas de moda. Otro dijo que parecía sacada del decorado de
RoboCop; y
otro, que daba la impresión de estar hecha con materiales reciclados. «Un profesor de Stanford captó la idea y su función, pero dijo que le gustaría que le invitáramos de nuevo cuando tuviésemos un "prototipo estéticamente refinado"», recuerda Dowell. «Y nosotros, al otro lado del cristal, decíamos: "No va a haber ningún prototipo estéticamente refinado"».

Pónganse por un momento en el lugar de Herman Miller. Se han comprometido con un producto totalmente nuevo. Han gastado una fortuna en adquirir maquinaria nueva para la fábrica de muebles, y mucho más todavía para estar seguros de que la malla de la Aeron no va a pellizcar el trasero de quien se siente encima. Y ahora resulta que a la gente no le gusta la malla. Es más: piensan que la silla es horrible y, si algo han aprendido en los muchos años que llevan en este negocio, es que la gente no compra sillas que le parecen horribles. ¿Qué pueden hacer? Pueden olvidarse por completo de la silla. Pueden tapizarla con una bonita y tradicional capa de foam. O pueden confiar en su instinto y lanzarse a la piscina.

Herman Miller optó por la tercera vía. Siguió adelante. ¿Y qué ocurrió? Al principio, no gran cosa. La Aeron, al fin y al cabo, era fea. Pero la silla no tardó mucho en empezar a llamar la atención a algunos de los miembros más vanguardistas del mundillo del diseño. Ganó el premio al diseño de la década de la Sociedad de Diseñadores Industriales de Estados Unidos. En California y Nueva York, en el mundo de la publicidad y en Silicon Valley se convirtió en un objeto de culto acorde con la estética descarnada de la nueva economía. Empezó a aparecer en películas y anuncios de televisión, y su perfil fue creciendo y floreciendo. A finales de la década de 1990, las ventas crecían a un ritmo del 50 al 70 por ciento al año, y en Hermán Miller se dieron cuenta de que tenían la silla que mejor se había vendido en toda la historia de la empresa. La Aeron se convirtió en poco tiempo en la silla de oficina más imitada. Todo el mundo quería una silla que se pareciese al exoesqueleto de un insecto prehistórico gigante. ¿Y cuál es ahora su puntuación estética? La Aeron tiene ahora un 8. La que antes era fea, se ha transformado en bella.

En el caso de la cata a ciegas, la primera impresión no funcionó porque los refrescos no se consumen a ciegas. La cata a ciegas no es un contexto apropiado para extraer los datos más significativos de la Coca-Cola y sacar conclusiones. En el caso de la Aeron, el esfuerzo por captar las primeras impresiones de los consumidores falló por un motivo ligeramente distinto: quienes manifestaron sus primeras impresiones malinterpretaron sus propias sensaciones. Afirmaron que la detestaban. Pero lo que en realidad querían decir es que la silla era tan nueva y tan insólita que no estaban acostumbrados a ella. Esto no es aplicable a todo lo que llamamos feo. El Edsel, el célebre fracaso de Ford Motor Company en el decenio de 1950, falló porque la gente pensó que parecía cómico. Pero dos o tres años más tarde, todos los demás fabricantes empezaron a lanzar automóviles que se parecían al Edsel, del mismo modo que todo el mundo empezó a copiar la Aeron. El Edsel empezó siendo feo, y lo sigue siendo. Asimismo, hay películas que la gente aborrece al verlas por primera vez y que sigue aborreciendo dos o tres años más tarde. Una mala película es siempre una mala película. El problema es que, enterrados bajo las cosas que detestamos, hay una clase de productos que han caído en esa categoría porque son raros. Nos ponen nerviosos. Son tan distintos que tardamos en comprender que, en realidad, nos gustan.

«Cuando trabajas en el mundo del desarrollo de productos estás siempre sumergido en este ambiente, y te cuesta tener en cuenta que los clientes a los que visitas pasan muy poco tiempo con tu producto», dice Dowell. «Tienen una experiencia concreta con el producto, pero carecen de antecedentes sobre su uso y les cuesta imaginar un futuro con él, en particular si se trata de algo muy diferente. Eso es lo que ocurrió con la silla Aeron. Las sillas de oficina que la gente conoce tienen cierta estética. Están tapizadas y acolchadas. Pero la silla Aeron no era así. La silla Aeron era muy distinta. No había en ella nada familiar. Quizá la palabra "fea" significaba "distinta"».

El problema de los estudios de mercado estriba en que con frecuencia son un instrumento demasiado romo para captar esta diferencia entre lo malo y lo que sólo es diferente. A finales de la década de 1960, el guionista Norman Lear produjo el episodio piloto de una comedia de situación para la televisión llamada
All in the Family
[Todo queda en familia]. Suponía un cambio radical con respecto a lo que solía emitirse por televisión; era agudo y abordaba asuntos de carácter político y social que se evitaban en la televisión de la época. Lear lo llevó a la cadena ABC. Hicieron un estudio de mercado en un cine de Hollywood con 400 espectadores seleccionados. Estos debían rellenar un cuestionario y girar un botón con las posiciones «muy aburrido», «aburrido», «aceptable», «bueno» y «muy bueno» mientras veían la proyección. Estas respuestas se convertían en puntos del 1 al 100. Para un drama, se consideraba buena una puntuación de más 60. Una comedia debía pasar de 70.
All in the Family
obtuvo poco más de 40. Lear llevó su obra a la CBS. Aquí la sometieron al escrutinio de un instrumento de investigación llamado «Analizador de programas», basado en el registro de las impresiones de los espectadores mediante la pulsación de unos botones rojos y verdes. Los resultados fueron mediocres. El departamento de investigación recomendó escribir de nuevo el personaje llamado Archie Bunker para convertirlo en un padre atento y afable. La CBS ni siquiera se molestó en promocionar
All in the Family
antes de su primera temporada. ¿Para qué? Si se emitió fue sólo porque al presidente Robert Wood y al jefe de programación de la cadena Fred Silverman les había gustado, y la supremacía de la emisora era tal que consideraron que podían correr el riesgo.

Ese mismo año, la CBS estaba estudiando la emisión de una nueva comedia protagonizada por Mary Tyler Moore. También era una ruptura para la televisión. El personaje principal, Mary Richards, era una joven soltera que no tenía ningún interés en formar una familia, al contrario que casi todas las heroínas televisivas que la habían precedido, sino en ascender en su profesión. La CBS sometió el primer capítulo al Analizador de programas, y el resultado fue catastrófico. Mary era una «perdedora». Su vecina Rhoda Morgenstern era «demasiado corrosiva», y Phyllis Lindstrom, otro de los personajes importantes de la serie, «no era creíble».
El Show de Mary Tyler Moore
salió adelante sólo porque cuando la CBS lo investigó, su emisión ya estaba programada. «Si hubiesen tenido sólo un capítulo piloto, un resultado tan abrumadoramente negativo habría bastado para enterrar la serie», escribió Sally Bedell [Smith] en su biografía de Silverman titulada
Up the Tube
[En pantalla].

All in the Family
y
El Show de Mary Tyler Moore
son los equivalentes televisivos de la silla Aeron. Los espectadores dijeron que detestaban esos programas, pero, como se observó enseguida, cuando las dos comedias se convirtieron en dos de los mayores éxitos de la historia de la televisión, no los detestaban. Simplemente, estaban desconcertados. Y ninguna de las muy alabadas técnicas utilizadas por los ejércitos de investigadores de mercado de la CBS lograron diferenciar entre estas dos emociones tan distintas.

Por supuesto, la investigación de mercados no siempre falla. Si
All in the Family
hubiese sido más tradicional, o si la silla Aeron hubiese sido sólo una variación menor del modelo que la precedió, no habría resultado tan difícil medir las reacciones del consumidor. Pero ensayar productos o ideas que son realmente revolucionarios es otra cosa, y las empresas de más éxito son las que comprenden que, en esos casos, las primeras impresiones del consumidor deben interpretarse. Nos gustan los estudios de mercado porque dan certidumbre: una puntuación, una previsión. Si alguien nos pregunta por qué decidimos lo que decidimos, podemos responder con un número. Pero lo cierto es que para las decisiones más importantes no hay certeza. Kenna respondió mal en la investigación del mercado. ¿Pero eso qué importa? Su música era nueva y diferente, y lo nuevo y lo diferente es siempre lo más vulnerable a la investigación de mercados.

El don de la experiencia

Un luminoso día de verano quedé para almorzar con dos mujeres que dirigían una empresa de Nueva Jersey llamada Sensory Spectrum. Se llamaban Gail Vance Civille y Judy Heylmun, y se ganaban la vida probando comida. Si la empresa Frito-Lay, por ejemplo, tiene un nuevo tipo de tortillas mexicanas para aperitivo, querrá saber si el prototipo encaja en su línea de tortillas. ¿Es muy distinta de otras variedades de Doritos? ¿Cómo es en comparación con los aperitivos de Cape Cod? ¿Habría que añadirles un poco de sal? Para resolver estas dudas, envían los aperitivos a Civille y Heylmun.

Desde luego, almorzar con unas profesionales del análisis sensorial de alimentos es un poco arriesgado.

Después de darle muchas vueltas, me decidí por un restaurante céntrico de Manhattan llamado Le Madri, uno de esos sitios en los que tardan cinco minutos en decir la lista de sugerencias del día no incluidas en la carta. Cuando llegué, Heylmun y Civille, dos elegantes profesionales vestidas con ropa formal de trabajo, estaban ya sentadas y habían hablado con el camarero. Civille me recitó de memoria los platos que no estaban en la carta. Naturalmente, tardamos mucho en decidirnos. Heylmun eligió un plato de pasta precedido por una sopa de calabaza al horno aderezada con apio y cebolla, y después unas judías cocinadas con crema fresca y bacón, acompañadas por dados de calabaza, hojas de salvia fritas y semillas de calabaza tostadas. Civille tomó una ensalada, luego un arroz con mejillones Príncipe Eduardo y almejas de Manila con un toque de tinta de calamar (en Le Madri son raros los platos que no tienen «un toque» o que no están adornados con alguna «reducción»). Después de pedir, el camarero trajo una cuchara para la sopa de Heylmun, y Civille pidió otra para ella. «Lo compartimos todo», le informó.

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