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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (34 page)

BOOK: Indomable Angelica
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Don José le fulminó con la mirada, y en compañía del bailío de La Marche, se retiró, muy digno.

XXVIII El nuevo dueño.

El incendio de Candía.

Hasta entonces no comprendió Angélica que la habían vendido. ¡Vendida a un pirata que la pagaba al precio de un navio con toda su tripulación…! Y que ella no había hecho más que pasar de manos de un amo a las de otro. Era la suerte que iba en lo sucesivo a recaer sobre su existencia de mujer demasiado bella, siempre codiciada. Un grito agudo se escapó de sus labios, en el que exhalaba al fin su angustia; todo el horror de lo que había soportado, toda su rebelión de mujer cogida en la trampa.

—No… ¡Vendida no! ¡Vendida no…!

Se precipitó hacia el círculo movedizo y abigarrado que se cerraba de nuevo, infernal, a su alrededor, luchó un instante con los jenízaros del Rescator que la mantuvieron sólidamente y luego la arrojaron sin suavidad a los pies de su amo.

Trastornada, ella repetía:

—No, vendida no…

—¿Es costumbre de las damas de Francia huir con tan poca ropa? Esperad al menos, a estar vestida, señora. —La voz sorda e irónica del Rescator bajaba hacia ella—. Tengo aquí algunos vestidos que presentaros. Ved si os convienen. Escoged el que os agrade.

La mirada cargada de incomprensión de Angélica subió a lo largo de aquella silueta negra que la dominaba, hasta la temible máscara glacial tras la cual sólo vivía el fulgor de una mirada burlona. Él se echó a reír.

—Levantaos —dijo, tendiéndole la mano.

Y cuando hubo obedecido, él apartó los cabellos que caían revueltos sobre su rostro, y le acarició la mejilla como a una niña que no razona.

—¿Vendida…? Nada de eso. Esta noche sois mi invitada, y esto es todo. Ahora, elegid vuestro atavío. Le señalaba tres negritos con turbantes rojos que, como en los cuentos, presentaban cada uno un vestido suntuoso, uno de falla rosa, otro de brocado blanco, el tercero de raso verdiazul adornado con pasamanerías de indiana nacarada, que relumbraban bajo las luces.

—¿Titubeáis…? ¡Qué mujer no lo haría…! Pero como la fiesta nos espera, me permitiré aconsejaros. Mi elección recae en éste —dijo, señalando el vestido nacarado—. A decir verdad, lo he escogido pensando en vos, porque oí decir que la francesa tenía los ojos color de mar. Pareceréis una sirena con él. Es casi un símbolo. ¡La linda marquesa salvada de las aguas…! —Y como ella seguía callada—… Ya veo lo que os desconcierta. ¿Cómo en el fondo de esta lejana Candía puede uno conseguir vestidos a la última moda de Versalles? No os devanéis los sesos de vuestra cabecita. Tengo otros muchos trucos. ¿No habéis oído decir que soy un brujo…?

El pliegue irónico de su boca, oculta por la corta barba sarracena, la fascinaba. En algunos momentos una sonrisa ponía como un relámpago en aquella faz tenebrosa. Su voz difícil y lenta causaba a Angélica un malestar cercano al miedo. Cuando se dirigía a ella, un escalofrío recorría su espinazo. Sentíase completamente pasmada. No reaccionó hasta que las dos esclavitas que la ayudaban a ponerse el vestido se enredaron en las cintas, corchetes y pechera de la prenda europea. Irritada con su torpeza, ella fijó con un vivo ademán los alfileres y anudó los lazos. Sus gestos no se escaparon al Rescator. Tuvo de nuevo una risa sofocada que le hizo toser.

—Quién dirá la fuerza y el poder de los gestos realizados numerosas veces —dijo, cuando recobró el aliento—. Hasta con un pie en la sepultura no os dejaríais adornar de mala manera, ¿no es cierto? ¡Ah, estas francesas! Ahora veamos las joyas.

Se había inclinado sobre el cofre que un paje le presentaba, sacando de él un soberbio collar de tres vueltas de lapislázuli. El mismo se lo puso al cuello. Cuando levantó sus cabellos para cerrar el broche, ella notó que unos dedos se detenían sobre la señal que le habían dejado en el hombro las garras del horrible gato. Pero el nuevo dueño de Angélica no dijo nada.

Y la ayudó a ponerse los pendientes.

Detrás de la barrera de jenízaros que montaban la guardia, el tumulto iba en aumento. Los músicos acababan de llegar, así como las danzarinas. Y aparecían nuevas bandejas con pilas de frutas y golosinas.

El Rescator preguntó:

—¿Sois golosa? ¿Os gusta el klabú, este postre de nueces…? ¿Conocéis el piñonate persa?

Y ante su silencio:

—…Ya sé lo que deseáis… Por el momento no os tientan en absoluto los dulces ni todos los placeres de este mundo. Tenéis solamente un gran deseo de llorar.

Los labios de Angélica temblaron y sintió un nudo en la garganta.

—…No —siguió él diciendo—, aquí no. Cuando estéis en mi casa podréis llorar cuanto queráis, pero aquí, no; delante de estos Infieles, no. No sois una esclava. Sois la nieta de un Cruzado, ¡qué diablo! Miradme. —Dos pupilas llameantes tomaban posesión de su mirada, la obligaban a levantar la cabeza—. Así está mejor. Miraos en el espejo… Sois una reina esta noche… La reina del Mediterráneo. Dadme vuestra mano.

Así, con su vestido principesco, y su mano sobre la del Rescator fue como bajó Angélica las gradas del estrado infamante. Los espinazos se doblaron a su paso.

El Rescator tomó asiento al lado del Pachá, representante del poder del Gran Sultán e hizo sentar a Angélica a su derecha. Entre las humaredas que salían de los pebeteros, las danzarinas estiraban sus largos velos vaporosos a los sones de los tamboriles y de los «nan»: unas pequeñas guitarras de tres cuerdas de sonidos claros y saltarines.

—Bebamos el buen café de Candía —propuso el Rescator, ofreciéndole una de las tacitas de porcelana dispuestas en la bandeja colocada ante ellos sobre una mesa baja—, nada hay mejor para disipar los humores apenados y fortalecer los corazones dolientes. Oled este aroma delicado, señora.

Ella cogió la taza que le tendía y bebió a pequeños sorbos. Habíase aficionado al café en el
Kermes
y volvió a encontrar complacida su sabor ardiente.

Los ojos del temible pirata la acechaban a través de los orificios de su máscara. No era una máscara corriente, de las que descansan sobre la nariz y subrayan apenas los pómulos. Bajaba mucho como un yelmo, hasta los labios. La forma de la nariz estaba enteramente modelada con dos agujeros sobre el sitio de las aletas. Angélica no pudo dejar de pensar en la faz horrenda que aquella máscara ocultaba. ¿Cómo podía una mujer soportar que se inclinase sobre ella aquel rostro de cuero sabiendo que tapaba horribles mutilaciones…? Sintió la sacudida de un temblor.

—¿Sí? —dijo el pirata, como si él mismo hubiera experimentado aquel estremecimiento—. Decidme al menos el sentimiento que os inspiro…

—¡Creí que teníais también cortada la lengua!

El Rescator se echó hacia atrás para reír a su antojo.

—Por fin —dijo— oigo el sonido de vuestra voz. Y para enterarme de ¿qué? De que os parezco suficientemente cargado de desgracias. ¡Ah! Mis enemigos no se cansarían nunca de añadir tintas al negro cuadro. Que yo fuese manco, lisiado por añadidura, les llenaría de placer. ¡Y a ser posible, que me hubiera muerto! Por mi parte, me basta con estar cubierto de cicatrices como un viejo roble que hubiese afrontado cien años los ataques del rayo y del alción. Pero a Dios gracias, me queda aún lengua suficiente para hablar a las damas. Confieso que sería un penoso sacrificio para mí no poder emplear siquiera los recursos del lenguaje para seducir a esas deliciosas criaturas, ornato de la Creación.

Inclinado hacia ella le hablaba como si estuvieran solos; y Angélica sentía sobre ella el fulgor atento de sus llameantes ojos.

—…Seguid hablando, señora. Tenéis una encantadora voz… Reconozco que no es ese mi caso. Mi voz se quebró cierto día en que lancé una llamada a alguien muy alejado. Llamé y mi voz se rompió…

—¿A quién llamasteis? —preguntó ella, asombrada.

El señaló con el dedo el techo brumoso de incienso.

—Alá… Alá en su Paraíso… Está lejos. Mi voz se quebró. Pero había llegado hasta allí… Alá me oyó y me concedió lo que yo le pedía: la vida.

Creyó Angélica que se burlaba de ella y esto la hizo sentir ligera mortificación. El café la reanimaba. Accedió a mordisquear una galleta.

—En mi casa —observó él—, os ofreceré los mejores manjares del mundo entero. De todos los países por donde he pasado me he traído un hombre especializado en el arte de su tierra natal. Puedo así responder a todos los deseos de mis invitados.

—¿Hay gatos… en vuestra casa?

Pese a sus esfuerzos, la voz tembló al decir aquellas palabras. El pirata pareció extrañado, pero luego comprendió y lanzó una mirada homicida al marqués d'Escrainville.

—No, en mi casa no hay gatos. No hay nada que pueda asustaros o desagradaros. Hay rosas…, hay lámparas…, hay ventanas abiertas sobre el mar. Vamos, abandonad ese aire encogido que no os sienta bien. ¡Muy fuerte puño ha debido tener mi buen amigo Escrainville, para hacer de vos una mujer de ojos tristes dispuesta a lamer las botas de su dueño!

Angélica se sobresaltó, fustigada, e irguiéndose, le lanzó una mirada fulgurante. Él rió de nuevo, tosió otra vez y pudo al fin hablar:

—¡Eso es! Exactamente lo que yo esperaba. Volvéis a ser la altiva Marquesa, gran dama de Francia, arrogante, fascinadora.

—¿Podré volver a serlo ya jamás? —murmuró—. No creo que el Mediterráneo devuelva fácilmente sus presas.

—Es cierto que el Mediterráneo despoja a los seres de sus falsos disfraces. Destroza los fantoches, pero devuelve convertidos en oro puro a sus riberas a quienes han tenido la energía de afrontarle y de mirar de frente sus espejismos.

¿Cómo había comprendido él que Angélica pensaba menos en su retorno a Francia que en la imposibilidad moral desentirse otra vez bajo los artesonados de Versalles? ¡Aquella mujer triunfadora, que se imponía a todos unos meses antes…! ¡Le parecía todo tan remoto, irreal y marchito ante la magia oriental!

Y buscó de pronto los ojos enigmáticos del pirata para ver de hallar en ellos una respuesta. Y se preguntaba sobre el poder de aquel hombre que con unas palabras parecía haberse adueñado de su alma. Hacía mucho tiempo que vivía destrozada, perseguida, humillada. El Rescator la había alzado de pronto, sacándola del fondo del abismo. La había removido, fustigado, seducido; y como planta que recobra su lozanía, abandonó su humillada actitud. Se mantenía erguida. Los ojos volvían a tener su fulgor de vida pensativa y serena.

—Criatura orgullosa —dijo él, con dulzura—, así es como os amo.

Ella le miraba fijamente, como si rezase, como se mira a un dios para implorarle la vida. Y no sabía siquiera que en aquellos ojos había esa expresión hambrienta que se dirige hacia aquellos seres de los que se espera todo. A medida que la mirada del Rescator vertía en ella su fuerza, su corazón trastornado se calmaba. El decorado de cabezas con turbantes y de rostros esfumados de los filibusteros bajo sus pañuelos de seda, se iba desvaneciendo al tiempo que se disipaba el murmullo de las voces y de la música. Estaba sola, en el centro de un círculo encantado, junto a aquel hombre que le dedicaba toda su atención. Percibía los efluvios del perfume de Oriente que impregnaba la ropa del pirata: olor balsámico que le recordaba el de las islas y que se mezclaba con el del cuero preciado de su máscara, con el del tabaco de su larga pipa, con el del café ardiente vertido sin cesar en las tazas.

Una súbita languidez e inmensa fatiga la invadieron. Exhaló un largo suspiro y cerró los ojos.

—Estáis cansada —dijo él—. En mi casa, en mi palacio, fuera de la ciudad, dormiréis. Hace mucho tiempo que no habéis dormido. Os tenderéis en la terraza, bajo las estrellas… Mi médico árabe os hará beber alguna tisana de hierbas calmantes y dormiréis… tanto como os plazca. Escuchando el aliento del mar… y los cantos del arpa de mi paje músico. ¿Os agradan estos planes? ¿Qué os parecen?

—Creo —murmuró ella— que no sois un dueño exigente. Un fulgor de alegría pasó por los ojos del corsario.

—¿Lo seré quizás algún día? Vuestra belleza no es de las que se pueden desdeñar mucho tiempo… Pero no será más que con vuestro consentimiento, os lo prometo… Esta noche, no os pediré más que una cosa, para mí sin precio… una sonrisa de vuestros labios… Quiero tener la certeza de que no os sentís ya triste, ni aterrada… Sonreídme.

Los labios de Angélica se entreabrieron. Sus ojos se llenaban de luz…

De repente, un rugido inhumano dominó todos los ruidos; y el marqués d'Escrainville, como un fantasma rojo entre los vapores cada vez más densos, avanzó, vacilante. Gesticulaba con el sable desnudo en la mano y nadie osaba acercarse a él.

—Eres tú quien la tendrás —hipaba—. A ti es a quien mostrará su rostro amante, maldito brujo del Mediterráneo… A mí, no… Yo no soy más que el Terror… ¿Oís vosotros? El Terror… ¡No el brujo…! Pero eso no sucederá. Te mataré. Se lanzó con el sable por delante.

De un puntapié, el Rescator le tiró a las piernas la bandeja y el samovar y, mientras el energúmeno tropezaba, saltó desenvainando a su vez. Las dos armas se cruzaron. Escrainville se batía con el furor de la demencia. Los dos piratas retrocedieron entre el desorden de cojines y bandejas hasta el estrado al que, arrinconado, tuvo que subir el marqués, mientras las danzarinas huían dando agudos gritos.

El combate era a muerte. Silueta roja contra silueta negra, ambos combatientes tenían profundo conocimiento de su arma: el sable de abordaje. Los criados malteses no se atrevían a intervenir para mantener el orden dentro del «batistan», cuya vigilancia les estaba encomendada. El Rescator había hecho que les repartiesen veinte cequíes de plata pura y una bola de tabaco de América… Por eso toda la concurrencia esperó el resultado del combate con religioso silencio.

Finalmente, el sable del Rescator hirió en la muñeca al frenético marqués, que soltó el arma. Escrainville jadeaba, con blanca espuma en los labios. Erivan, con gran valor, se precipitó a ceñirle por la cintura para llevárselo por la fuerza y entregarlo a Coriano.

—¡Lástima! —dijo simplemente el Rescator, envainando de nuevo el sable.

Sin la intervención del pequeño armenio el cadáver del marqués d'Escrainville hubiera sido, sin duda, ofrendado, allí mismo, en holocausto a todas las víctimas que él había vendido en aquella sala. El Rescator levantó las manos.

—¡La fiesta ha terminado! —gritó.

Se inclinaba a derecha e izquierda, saludando en turco, en italiano, en español. Entre rumor de muchedumbre, los asistentes salieron de la sala. El Rescator volvió hacia Angélica. De nuevo se inclinó profundamente, barriendo el suelo con la pluma negra de su sombrero.

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