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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (61 page)

—¿Cómo está Laura? —se precipitó Guor.

—Ha sido un parto muy duro. El niño es grande y Laura, estrecha de pelvis. Temí lo peor cuando se desgarró, pero, por fortuna, pude controlar la hemorragia. Laura es muy guapa y luchó con la valentía de un hombre. Debe saber que su mujer ha padecido terriblemente, pero ella está bien ahora. Lo felicito, su hijo es un muchachito saludable, de excelente contextura.

—¿Laura no corre peligro? ¿Me lo asegura? —insistió Nahueltruz.

—Está exhausta, pero bien.

—¿Y la caída? ¿No hay consecuencias por la caída?

—La caída fue un desafortunado accidente que aceleró el proceso del parto, pero, increíblemente, no perjudicó ni a la madre ni al niño. Laura no presenta quebraduras, sólo algunos magullones.

—Pero había sangre en la falda de Laura —porfió Nahueltruz.

—Provocada por el rompimiento violento de la fuente —explicó Javier—. Se trató de una hemorragia sin importancia. Ella está bien, el niño está bien —ratificó, con paciencia—. Ahora debemos esperar a que Laura reponga fuerzas y se recupere de este momento traumático. A pesar de tratarse de un proceso natural, el parto implica riesgos tanto para la madre como para el hijo. Imagínese usted si los hubo en este caso cuando las circunstancias eran tan adversas. Hemos tenido suerte de que todo saliera bien. Me atrevería a decir que se ha tratado de un milagro.

—¡Bendito sea Dios! —proclamó doña Generosa.

—Por favor, Generosa —habló el doctor Javier—, acompáñeme a la habitación para ayudar a María Pancha a asear y preparar a Laura.

Para Guor transcurrió una eternidad hasta que el doctor Javier volvió a abrir la puerta y lo invitó a pasar.

—De uno por vez —indicó el médico al resto.

Apenas entró, Nahueltruz vio a Laura y se quedó quieto junto a la puerta, acobardado. Sumida entre las almohadas, con los ojos cerrados y una palidez alarmante en su rostro, tenía aspecto de muerta. «Está sólo exhausta», trató de animarse. María Pancha se acercó con el niño en brazos y, antes de mostrárselo, lo increpó:

—No se atreva a decir que este niño no es suyo, que, pudiendo haber sido rubio, blanco y de ojos azules, el pobrecito es su viva imagen, morocho y feo.

María Pancha levantó la mantilla, y Guor pensó: «Cierto, ¡qué feo es!». Más que moreno, era de una tonalidad violácea, y el pelo, abundante y negrísimo, le avanzaba sobre la frente y hasta en las orejitas. Tenía los párpados inflamados y sin pestañas; tampoco había cejas.

—Al igual que su madre, sufrió mucho al nacer —pronunció María Pancha, como si le leyera la mente—, por eso está tan hinchado. ¿Quiere cargarlo?

—No, no —se asustó Guor—, no sabría cómo.

Se animó a apartar la mantilla; lo habían vestido de blanco y sólo se le veían las manos. ¿Cómo podía decir el doctor Javier que se trataba de un bebé grande cuando sus manitas eran tan pequeñas que las uñas casi no se veían? Tuvo la impresión de que su hijo era del tamaño de su puño. Una oleada de ternura le llenó los ojos de lágrimas. Se inclinó y lo besó delicadamente sobre la frente, impresionado por la vulnerabilidad que manaba de su cuerpito. Olía bien y era suave.

—Hijo mío —susurró, y al decirlo, se sintió feliz.

—Quiero ver a mi hijo —pidió Laura, y su voz surgió con esfuerzo.

Nahueltruz se precipitó a su lado y, de rodillas junto a la cabecera, le tomó las manos. «Gracias, gracias», repetía, pero Laura no le prestaba atención. En cambio, seguía con la mirada a María Pancha que se aproximaba con Gabriel. Nahueltruz la ayudó a incorporarse y Laura recibió a su hijo en brazos por primera vez. Aseado, sin sangre ni despojos, lucía normal. Lo estudió intensamente, le contó los dedos de las manos y María Pancha le aseguró que tenía todos los de los pies. Por fin, levantó la vista y miró a Guor.

—Se parece a ti. No sacó nada de mí.

Nahueltruz, que tenía la garganta anudada, se limitó a asentir.

—Quiero llamarlo Gabriel.

Nahueltruz volvió a asentir.

—¿Quieres otro nombre para él?

—Gabriel me gusta —dijo, y un momento después, añadió—: Me complacería que también llevase el nombre de mi padre. Gabriel Mariano Rosas —pronunció, y le gustó cómo sonaba.

—Está bien —aceptó Laura, sin apartar los ojos del niño.

Nahueltruz, en cambio, la miraba a ella.

—Sé que sufriste muchísimo —dijo.

—Tu madre tenía razón, Nahuel. Ya no me acuerdo de haber padecido.

Magdalena entró en la habitación con tía Carolita por detrás, incapaces de seguir aguardando a que Rosas se decidiera a salir. Él podía ser el padre de la criatura, pero ella era la madre de la parturienta y la abuela del niño y haría valer sus prerrogativas.

—Permiso —dijo, de modo tajante, y Nahueltruz se puso de pie y se alejó.

Como en cónclave, las mujeres se cerraron en torno a la cama para admirar al recién nacido y comentar con la madre, Nahueltruz caminó en dirección a Agustín, que le dispensó una sonrisa de complicidad y tolerancia. Le puso la mano sobre el hombro y lo felicitó. Acto seguido, se abrió paso entre Magdalena y doña Generosa y, a pedido de María Pancha, bendijo a su hermana y a la criatura. Al regresar junto a Guor, expresó con seriedad:

—¿No dudarás de que se trata de tu hijo, verdad? Pocas veces he visto un recién nacido con rasgos tan distintivos. En general, todos lucen iguales para mí. Este, en cambio, es una miniatura tuya.

—En mi corazón, nunca dudé de que fuera mi hijo.

—¿Por qué no contestaste mis cartas, entonces? Laura se angustió a causa de tu silencio.

Guor chasqueó la lengua y sacudió la cabeza, y habló sin levantar la vista porque le resultaba difícil afrontar el reclamo de Agustín y su propia vergüenza.

—No sé. Fui un necio, ¿qué puedo decirte? Estaba loco de celos. Me sentía traicionado y sólo pensaba en lastimarla. Quería vengarme —admitió, al cabo.

—¿Por qué regresaste?

—Por mi gente —respondió, sin hesitar—. Le compré a un mendocino las tierras donde está el rancho de la vieja Higinia para establecer un campo y dar trabajo y asilo a los ranqueles que vagan sin rumbo por el desierto.

—¿Para eso viajaste a Mendoza antes de regresar a Buenos Aires? —Nahueltruz asintió—. Es una obra muy loable —manifestó el padre Agustín.

—A ti no puedo mentirte —admitió Guor finalmente—. En realidad, estoy aquí por ella. Porque, pese a todo cuanto sucedió, mi vida empieza y termina en Laura. A veces pienso que se trata de una maldición, pero no me importa.

—No puede tratarse de una maldición cuando te hace tan feliz —razonó el franciscano.

—En verdad te digo que, junto a ella, los momentos amargos han sido más que los felices. Pero éstos han sido tan intensos y plenos que aun así quiero volver a intentarlo. Creo que lo intentaría una y otra vez, sorteando cualquier escollo; hasta con el último aliento lo intentaría.

—¿La has perdonado, entonces?

—No sé si la perdoné, Agustín. Sólo sé que, cuando no estoy con ella, me cuesta encontrarle sentido al día que comienza.

CAPÍTULO XXXV.

Gabriel Mariano Rosas

Sin estar casados, de ninguna manera el señor Rosas ocuparía el mismo cuarto que Laura por más hijo que tuvieran. Magdalena se empecinó, y Guor debió mudarse a un dormitorio en la planta baja. Laura ni siquiera intentó contradecir a su madre simplemente porque no le importaba. En ese momento, Nahueltruz había pasado a un segundo lugar: Gabriel Mariano era lo primero. Cierto que la cercanía de Nahueltruz la reconfortaba y la ponía feliz, pero, así como lo había deseado intensamente durante el embarazo, ahora no soportaba que la mirara con deseo. Ella le pertenecía a su hijo, y a nadie más.

Nahueltruz sufrió un duro revés el día que Laura le comunicó que el doctor Javier la había autorizado a dejar la cama y que regresaría a su casa.

—Pensé que permanecerías en el hotel —expresó—, de ese modo yo podría estar todo el tiempo cerca de ti y de mi hijo.

—No estoy cómoda aquí, Nahuel —interpuso Laura—. En cambio en lo de doña Generosa todo está dispuesto para mi y para Gabriel. Podrás visitarme cuando quieras. Ya saben que eres bien recibido en casa de los Javier.

A Nahueltruz lo lastimaba profundamente la indiferencia de Laura y la interpretaba como una venganza por el maltrato que le había dispensado. Se animó y le preguntó a María Pancha. Nunca había deseado tanto ganarse el aprecio de una persona como el de María Pancha. Pero sabía que ella no lo quería, primero por ser el hijo de Mariano Rosas, después por su comportamiento. Juntó coraje y le preguntó.

—Aunque me pese —manifestó la criada—, Laura lo sigue amando de ese modo tan loco como inexplicable. No se confunda, ella no es como usted, señor Guor, proclive a la venganza. Más bien es de naturaleza misericordiosa. Laura no está distante y fría por venganza sino porque su instinto de madre así se lo dicta. Nadie es más importante que Gabrielito, ni siquiera usted. Hoy día, la vida de Laura se reduce a su hijo. Pero no se desanime, pronto volverá a ser con usted tan amorosa como en el pasado.

Las palabras de María Pancha lo reanimaron, pero no consiguió quitarse de encima el abatimiento. Veía poco a Laura, siempre comprometida en una empresa en la cual él no debía tomar parte; sobre todo lo fastidiaba que Magdalena le impidiera el paso cuando Laura amamantaba a Gabrielito. Él anhelaba ver cómo su hijo se alimentaba de los pechos de Laura, quería ver los pechos de Laura, que siempre habían ejercido una fascinación especial sobre él, pero le estaban vedados. Debía conformarse con visitas cortas y concurridas en las que no podía siquiera robarle un beso, parecía que a ella le molestaba.

Poco a poco, Nahueltruz consiguió un acercamiento a María Pancha. Buscaba en ella las explicaciones y la atención que ninguna otra mujer de la casa se mostraba dispuesta a brindarle. Había que ser valiente para entrar en relación con la negra María Pancha. Su sinceridad y desparpajo la volvían capaz de emprender cualquier acción y decir cualquier verdad; por ejemplo, lo perturbó el día que puso sobre el tapete el espinoso tema del general Roca.

—Usted debería estar agradecido de la amistad entre el general y Laura —aseguró—. Gracias a ello, usted está vivo.

Ante el silencioso desconcierto de Guor, María Pancha se explicó:

—El general descubrió que usted es Nahueltruz Guor, el que asesinó a Hilario Racedo.

—¿Cómo pudo?

—Atando cabos, señor Guor. No le costó mucho, verdaderamente. Lo consiguió gracias a una vieja carta de un tal coronel Baigorria que conocía bien a su familia de Leuvucó. En esa carta, usted es mencionado como hijo del cacique Mariano Rosas, donde también se dice que, por ser usted hijo de una cristiana, lleva un nombre cristiano: Lorenzo Dionisio Rosas. Usted y el general, según entiendo, se conocieron en la fiesta del Club del Progreso. Su aspecto, indiscutiblemente llamativo, y su oportuna intervención en el ataque de Lezica pusieron en alerta al general, que es un zorro bien bicho, sin un pelo de tonto.

—¿Chantajeó a Laura con denunciarme? ¿Así la obligó a regresar con él?

—¿Cómo cree? —se mosqueó la criada—. El general Roca la ama verdaderamente. Jamás se habría comportado como un miserable. No se confunda, Roca no es Riglos. Por el contrario, calló la verdad acerca de su identidad sólo porque Laura se lo imploró. Y no le pidió nada a cambio —agregó, con acento amenazante—. Según entiendo, en los reportes de la expedición al sur, usted figura como una baja más de las batallas que se libraron. Asunto terminado —agregó.

—¿Cómo puedo confiar en la palabra de un hombre como Roca? Una espada de Damocles pesa sobre mi cabeza. Mi suerte está en manos de mi peor enemigo.

—Roca es un caballero —se ofendió María Pancha—, y un caballero no deshonra la palabra empeñada. Pero si no cree en eso, crea en el amor que Laura le inspira. Jamás haría algo para dañarla. Él sabe que si lo daña a usted, irremediablemente la perjudica a ella. No, señor Rosas, el general jamás lo delatará. Por Laura, jamás lo hará.

—Fue muy duro para mí saber que Laura había amado al asesino de mi pueblo —dijo Guor, asombrado de su propia soltura.

—El asesino de su pueblo
—se mofó María Pancha—. Bien sabe usted que entre su pueblo y los cristianos existía una guerra sucia que, tarde o temprano, terminaría con el exterminio del más débil. Sin duda, los más débiles eran ustedes, por salvajes e ignorantes. Pero ya desde antes del año 10 existieron
asesinos de su pueblo.
¿Acaso los virreyes no enviaban a sus oficiales para acabarlos como a moscas? ¿Acaso el gobernador Rosas, en el 33, no trató de exterminarlos o esclavizarlos? Vamos, señor Guor, no se engañe. Roca terminó lo que muchos comenzaron e intentaron antes que él. La expedición al desierto no se trató de un capricho del general sino de la expresión de la voluntad del pueblo argentino, que ya estaba harto de ser burlado una y otra vez por ustedes, ladrones de ganado, de mujeres y de niños. ¡Y atrévase a contradecirme cuando tengo mucho para contarle al respecto!

—¡El huinca nos robó la tierra!

—Es cierto —concedió María Pancha—. Pero así son las leyes de este mundo. ¿Y quién dijo que, por ser leyes, son justas? El poderoso aplasta al débil. A mi padre, príncipe de una tribu del sur del África, heredero al trono por ser primogénito, los portugueses lo atraparon con una red como si se tratara de un mono y lo vendieron en el mercado de esclavos como a una bolsa de harina. No venga a contarme a mí acerca de las injusticias de este mundo, señor Guor, que las conozco y de sobra. Lo único que puedo decirle es que aquí sobrevive quien es bien pillo y se ajusta a estas leyes. Enfrentar al poderoso es de necios. Y eso fue lo que ustedes hicieron. Y así terminaron.

Nahueltruz no quiso mencionar el honor y la gloria de morir por una convicción porque habría sido en vano tratándose de María Pancha, la mujer más práctica y escéptica que conocía.

—Usted —retomó la criada— está simplemente celoso porque Laura se permitió estar con otro. Dígame, señor Guor, ¿cuántas fueron sus amantes durante estos años lejos de Laura? Sin contar, por supuesto, a la señora Esmeralda Balbastro.

—Es distinto.

—¿Por qué? ¿Porque usted es hombre y Laura, mujer?

—No, pero...

—¿Porque usted tiene derecho y ella no?

—Me refiero...

—¿Porque usted tiene que satisfacer sus apetencias y ella no?

—Un hombre sabe distinguir cuándo ama y cuándo simplemente comparte una cama —se disgustó Nahueltruz—. Una mujer, en cambio, al compartir la cama con un hombre, también le entrega su corazón.

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