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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (4 page)

—Debemos ocupar esas tierras —apuntó Wilde, en tono conciliador— no sólo para no dejarlas ociosas sino por el riesgo que existe de que nos las arrebaten los chilenos, que, desde hace años, las miran con cariño.

Laura decidió acabar con la discusión acerca de los derechos sobre los territorios indígenas no porque le preocupara incomodar a los amigos de Julián sino para ahorrarle un disgusto a Magdalena, su madre, que se había demudado. Ella guardó silencio; los demás, en cambio, encontraban de lo más estimulante el tópico y prosiguieron con la polémica. Preponderaban las voces de Mansilla, Zeballos y Sarmiento, tres gallos con espolones demasiado prominentes para coexistir sm fricciones ni disputas.

—¿Y tu mujercita, Roca? —se interesó el ex presidente Sarmiento, cansado de la atención casi exclusiva que le dispensaba la viuda de Riglos al ministro de Guerra y Marina.

—En Santa Catalina, con su familia —respondió, y el modo tajante y frío que utilizó contrastó con sus maneras normalmente galantes.

—¿La estancia de Santa Catalina? —preguntó doña Felicitas Cueto de Guerrero—. Tengo entendido que pertenecía a una misión jesuítica antes de que los expulsaran en 1767.

—Así es —respondió Roca.

—No me extraña —acotó Sarmiento, con cierta ironía—, porque Córdoba en absoluto es una provincia desprovista de conventos e iglesias. En realidad —prosiguió—, Córdoba, toda en sí, es un gran claustro donde la mayoría de sus habitantes son sacerdotes, monjas, oblatos, montilones o monaguillos, con mentalidad y comportamiento dignos de la época del oscurantismo.

Monseñor Mattera, muy ocupado con un suculento trozo de lomo, no pudo replicar de inmediato, y perdió el turno cuando Roca manifestó:

—Te concedo que los cordobeses están arraigados a la tradición católica más que en otras partes y que, en ocasiones, resulta difícil hacerlos razonar más allá de los dogmas y las prédicas del domingo, pero, debo admitir, son buenas personas, caritativas y gentiles.

—No, no lo son —interpuso Laura, y la sala enmudeció.

El general Roca la miró ceñudo, mientras sopesaba si debía replicar y mostrarse ofendido. Esa era la segunda vez en la noche que la señora Riglos lo hostilizaba con sus comentarios, primero al oponerse a su política con los salvajes, y ahora al referirse despectivamente a la sociedad cordobesa, de quien su mujer, Clara Funes Díaz, era parte hasta la médula. Finalmente, relajó el entrecejo cuando los ojos negros y chispeantes de Laura lo desafiaron. «Demasiado hermosa para enojarme», decidió, y la miró con picardía, casi con ganas de provocarla.

—Pero usted es cordobesa —se escuchó la voz de Mansilla.

—Mi padre solía decir —habló Laura, y apartó la vista del general—: «No por que hayas nacido en un chiquero eres un chancho».

Los invitados la miraron con incredulidad hasta que Sarmiento lanzó una carcajada a la que pronto se unió el resto, a excepción de monseñor Mattera, que pugnaba por tomar la palabra irremediablemente sofocada por risotadas.

Laura se inclinó sobre la izquierda y se dirigió a Nicolás Avellaneda, casi en un susurro para preguntarle acerca de los últimos planes para abrir escuelas en la provincia de Entre Ríos. Como siempre que conversaba con Avellaneda, se compenetró en el tema y no volvió a prestar atención a las disquisiciones que se desarrollaban en torno hasta que una palabra, una simple palabra, le provocó un vuelco en el estómago. Alguien dijo: Racedo. Laura levantó la vista y sus ojos se congelaron en los de María Pancha, que le indicó con una mueca rápida que se recompusiera y continuó sirviendo el postre.

—Eduardo Racedo dejó el fuerte de Río Cuarto hace menos de un mes —explicó el general Roca—, el 12 de diciembre para ser más exacto. Lo acompaña un ejército no muy numeroso. En realidad, su expedición tiene como objetivo primordial el reconocimiento del terreno, ubicar rastrilladas, fuentes de agua y las tolderías. Por supuesto —acotó Roca, y una sonrisa irónica le levantó las comisuras—, nadie será capaz de detenerlo si la Providencia lo pone frente a un ranquel, en especial al que asesinó a su tío Hilario. Su odio ciego por los salvajes puede convertirse en el determinante para una victoria segura.

Laura apoyó los cubiertos y se llevó la servilleta a la boca para ocultar que le temblaba. Sabía que Roca era un hombre que no daba puntada sin hilo, e interpretó ese comentario tan naturalmente vertido como la estudiada revancha por sus ataques anteriores. «Ojo por ojo, diente por diente», sentenció. Jamás volvería a jugar con Roca. Bebió un trago de vino tinto para reanimarse. Con mucha compostura dejó la servilleta a un costado del plato, indicando el final de la cena. Aunque habría correspondido a doña Ignacia darla por terminada, Laura hizo casi omiso del protocolo y se puso de pie. De repente le pareció que aquella cena y lo que la motivaba eran una gran farsa que debía acabar pronto, tenía que desembarazarse de esa gente, quedarse sola y pensar, refugiarse en su mundo hecho de recuerdos y nada más.

Los invitados la siguieron a la sala sin murmuraciones ni miradas significativas. Gracias a los esfuerzos de doña Luisa del Solar, de tía Carolita y de Eugenia Victoria, los ánimos regresaban y una conversación moderada iba ganando terreno al silencio de momentos atrás. Roca, compungido por su desliz, se acercó a Laura y le pidió disculpas.

—Ha sido desgraciado mi comentario acerca de la muerte del coronel Hilario Racedo —expresó—. Mi torpeza es imperdonable, pero quiero asegurarle que lejos de mis intenciones traerle recuerdos dolorosos en esta noche tan especial. Le pido que me perdone. —Con vehemencia, tomándola de la mano, imprecó—: Dígame que me perdona o no podré volver a mirarla a la cara.

Laura levantó la vista y se topó con el rostro oscuro y atractivo de Roca muy cerca del de ella. Para su sorpresa, se dio cuenta de que el padecimiento del recio militar era sincero. Descubrió también en el brillo de sus ojos pardos y en la firmeza de su gesto la determinación que había encontrado en pocos hombres, quizás sólo en dos, en su padre, el general José Vicente Escalante, y en su amante, el cacique Nahueltruz Guor. Supo con certeza que el destino de los indios del sur estaba sellado si del general Roca dependía.

—General, no hay nada que perdonar. Aquello pasó hace muchos años y, sí, es un recuerdo doloroso, pero de eso usted no tiene la culpa. No se atormente con algo que ahora carece de importancia.

—Dígame que me perdona, hágalo de corazón.

—Lo perdono, si eso necesita.

Roca le besó la mano y se alejó en dirección a sus amigos, que platicaban animadamente mientras tomaban cigarrillos de sus pitilleras y saboreaban el coñac y otros digestivos. Mario Javier y su ayudante, Ciro Alfonso, ya repartían, como obsequio entre los invitados, los volúmenes de
Historía de la República Argentina,
recibidos en medio de muestras de aspaviento y asombro, pues la edición era muy lujosa. La Editora del Plata no había escatimado en gastos, y Mario Javier aceptaba los elogios con timidez. A nadie pasó inadvertida la simple dedicatoria: «Para Laura».

Guido y Spano leyó un discurso, que conformaba el prólogo del libro, donde destacaba la grandeza de Riglos como persona y su extraordinaria capacidad como abogado e historiador. Se refirió a él en los términos más encomiosos; lo llamó «un hombre brillante de nuestro siglo». Prosiguieron los panegíricos cuando Nicolás Avellaneda y Diego Sarmiento tomaron la palabra. Finalmente se brindó con champán y, al grito de «¡Por Julián!», todos entrechocaron las copas.

Sólo quedaban Lucio Victorio Mansilla y su madre, doña Agustina. Laura los acompañó hasta el vestíbulo, donde recibió con paciencia los últimos halagos y los despidió afectuosamente. Camino a su habitación, pasó por el comedor, donde las domésticas cuchicheaban mientras apilaban platos, limpiaban ceniceros y recogían copas. Por fin, la velada había terminado.

María Pancha la aguardaba con la cama abierta y el
déshabillé
y las pantuflas listas. Hojeaba el primer tomo de
Historia de la República Argentina
que dejó de inmediato sobre la mesa de noche cuando Laura entró en la habitación. La ayudó a deshacerse del vestido de encaje, del corsé, del polizón y de la combinación de batista. Laura se sentó frente al tocador, y María Pancha le deshizo la trenza y retiró las presillas que sostenían la que le coronaba la cabeza. Laura se quitó las joyas, mientras María Pancha le cepillaba el pelo.

—Esta ha sido una noche difícil —murmuró—. Tengo una jaqueca persistente y aguda.

—Te prepararé una infusión de valeriana —dijo María Pancha—. Lo único que tienes es cansancio.

Por un rato, ninguna volvió a hablar y sólo se escuchaba el sonido de la cerda del cepillo sobre el cabello de Laura.

—Es un alivio saber que por fin se publicó el libro de Julián —comentó—. Mario Javier hizo un excelente trabajo.

—Fue su última voluntad antes de morir —recordó María Pancha—. No me habías dicho que te dedicó el libro.

—Para mí también fue una sorpresa cuando leí el manuscrito. Pensé que se lo dedicaría a Loretana o su hija, Constanza María.

—Nunca fuiste capaz de comprender la inmensidad del amor de ese hombre. Te amó hasta el último momento, a pesar de Loretana y de Constanza María.

—Hablas como si, en vida, hubieses adorado a Julián cuando sabemos que no lo soportabas.

—El doctor Riglos no me gustaba, cierto, pero eso no impide que reconozca que te amó locamente.

—Estaba obsesionado conmigo, no me amaba —se irritó Laura.

—Es una línea muy sutil la que separa la obsesión del amor. El amor apasionado es una especie de obsesión. También es muy sutil la línea que separa el amor del odio. Nunca lo olvides —enfatizó María Pancha—. A veces lo que parece odio es sólo un profundo amor muy contrariado.

Laura desprendió el guardapelo de su justillo y lo abrió. Hacía tiempo que había entrelazado los dos mechones y siempre la sobrecogía el contraste de sus tonalidades, uno tan negro, el otro tan rubio. Como habían sido Nahueltruz y ella, uno tan distinto del otro. En un tiempo, convencidos de que las diferencias no contaban, se habían animado a hacer planes, pero la realidad dio al traste con sus quimeras y les hizo comprender muy dolorosamente que las diferencias eran infranqueables.

—Es penoso vivir con ciertos recuerdos pero imposible abandonarlos —expresó María Pancha, sombríamente—. Sigues tan enamorada de ese indio como el primer día.

—Sólo a ti te permito que me hables con tanta franqueza —admitió Laura, sin visos de enojo—, a ti que me conoces como nadie, me miras y sabes lo que pienso. Tus palabras han expresado lo que yo misma no me atrevo a decir por miedo, ni siquiera me atrevo a alentarlas secretamente. Porque tengo miedo, María Pancha. Miedo de descubrir que lo sigo amando, que la herida que con tanto afán trato de cicatrizar sigue tan abierta como el primer día. Una vez me dijiste que el tiempo y el cariño y el cuidado de mis amigos me harían olvidar. Ahora temo que su recuerdo permanecerá conmigo siempre y que alterará mi vida por completo.

María Pancha dejó el cepillo sobre el tocador y acercó una silla a la de Laura. Le levantó el rostro por el mentón y le secó las lágrimas con el mandil.

—Vamos, dime —la alentó—, dime todo lo que no te animas siquiera a pensar. Díselo a tu María Pancha, que te conoce del derecho y del revés, como bien dices.

—¡Oh, María Pancha! —sollozó Laura—. Lo cierto es que, a pesar del tiempo y de todo lo que ha pasado, nunca he dejado de lamentar la gran desilusión de mi vida. Sólo he aprendido a sobrellevarla. Desde que lo perdí, aprendí a vivir sin esperanzas ni ilusiones. Las horas, los días, las semanas se enhebran como abalorios en un collar y conforman los meses, los años. Así transcurre mi vida. Nahueltruz Guor estaba presente en todos mis pensamientos cuando dejé Río Cuarto a principios del 73 y lo sigue estando ahora, seis años más tarde.

CAPÍTULO III.

La casa de la calle Chavango

Durante el verano, las familias decentes abandonaban el bochorno de Buenos Aires, que se tornaba pestilente e insalubre, y se refugiaban en la frescura de sus quintas y estancias. Los Montes partían religiosamente hacia San Isidro. Para deleite de su madre, que adoraba ese lugar, Laura había recuperado la quinta hipotecada en tiempos de Justiniano de Mora y Aragón, el marido bígamo de tía Dolores, y que años más tarde Francisco Montes, aconsejado por Julián Riglos, vendió para pagar deudas largamente postergadas.

Recuperar el patrimonio familiar era de las cosas que le otorgaban mayor satisfacción a Laura, no sólo las propiedades sino las obras de arte, las joyas, los muebles, la vajilla. Gastó una fortuna en remozar la casa de la Santísima Trinidad, que parecía caerse a pedazos el año que regresó de Córdoba. Le hizo poner sistema de agua por tuberías y luces de gas, y fue de las primeras casas porteñas en contar con estas modernidades. Se colocaron artesonados en todas las salas y dormitorios y, en el comedor y salón principal, se doraron a la hoja. Se quitaron las alfombras de Kidderminster, arrasadas por las polillas, y se cubrieron los nuevos pisos de parquet con unas de Persia. Se colgaron espejos venecianos con candelabros de pared que le otorgaron el aspecto de un gran salón de baile, dorado y luminoso. Se recuperaron y mandaron a restaurar los cuadros de los pintores flamencos del Renacimiento, debilidad de la baronesa de Pontevedra, y Laura encomendó a su agente en Londres, lord Leighton, que comprara pinturas de los prerrafaelistas, un grupo de artistas jóvenes que revolucionaba el arte en Europa. La abuela Ignacia encontró las pinturas demasiado modernas y decididamente carentes de buen gusto. Se retapizaron sillas, sillones, confidentes y canapes con
jacuards
y brocados de Lyon, y la
bergère
con un damasco azulino, el mismo de tiempos de la abuela Pilarita. Se recuperó la araña de cristal de Murano, orgullo de la baronesa, vendida a los Alzaga para pagar impuestos, que volvió a brillar, esta vez con bujías a gas, en el salón más lujoso de Buenos Aires, en opinión del poeta Guido y Spano, proclive a estas expresiones exuberantes. Cuando por fin terminaron las obras, la mansión ostentaba el boato y la elegancia de los tiempos de Abelardo Montes, barón de Pontevedra.

En honor a la verdad, el placer de Laura no residía en echar mano a los objetos que habían integrado la inmensa fortuna del barón o en embellecer la casa que había constituido su orgullo en vida, el placer residía en el poder y la autoridad que eso le confería frente a sus parientes. El dinero la volvía descarada, a veces tirana y despiadada.

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