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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (52 page)

—No quiero estar sola —respondió la joven—. Voy contigo.

Jude estaba preparada para las escenas de devastación que las esperaban detrás de la puerta de la casa de Pecador pero no para la sensación de éxtasis que las acompañaba. Aunque había lamentos elevándose en algún lugar cercano y ese dolor sin duda encontraba su eco en innumerables casas de toda la ciudad, había también otro mensaje en el cálido aire de mediodía.

—¿Por qué sonríes? —le preguntó Hoi-Polloi.

No había sido consciente de que estaba sonriendo hasta que la chica lo señaló.

—Supongo que porque parece un nuevo día —dijo, consciente mientras lo decía que también había muchas posibilidades de que fuera el último. Quizá la claridad que iluminaba el aire de la ciudad era su forma de reconocerlo: la última remisión de un alma enferma antes de su declive y colapso definitivo.

Pero por supuesto no dijo nada en presencia de Hoi-Polloi. La chica ya estaba bastante aterrorizada. Caminaba un paso por detrás de Judo mientras subían la calle, sus inquietos murmullos puntuados por hipidos. Su angustia habría sido más profunda todavía si hubiera sido capaz de percibir la confusión que sentía Jude, que no tenía ni idea, ahora que estaba allí, de a dónde debía ir para encontrar las enseñanzas que había venido a buscar. La ciudad ya no era un laberinto de hechizos, si es que en realidad lo había sido alguna vez. Era prácticamente un erial, los incontables incendios que la habían hecho arder empezaban a apagarse pero dejaban un manto de humo sobre sus cabezas. Sin embargo, la luz del cometa desgarraba aquellas sombrías faldas en varios lugares y allí donde caían sus rayos, le arrancaban un poco de color al aire, como fragmentos de una vidriera que rielaran sumergidos en una solución por encima del dolor que quedaba abajo.

Puesto que no tenía un lugar mejor al que dirigirse, Jude se encaminó con la chiquilla al más cercano de aquellos puntos, que no estaba a más de un kilómetro de distancia. Mucho antes de haber llegado a ese lugar, la brisa llevó hasta ellas una leve llovizna y el sonido del agua corriente anunció la fuente del fenómeno. En la calle se había abierto una grieta y borboteaba en el asfalto un conducto principal de agua que había estallado o quizá una fuente. Aquella visión había sacado de las ruinas a un cierto número de espectadores, aunque muy pocos se aventuraban a acercarse al agua; provocaba su miedo no la inseguridad del suelo sino algo mucho más extraño. El agua que surgía de la grieta no bajaba la colina sino que la subía y saltaba los escalones que en ocasiones interrumpían la ladera con el celo de un salmón. Los únicos testigos que no temían a este misterio eran los niños, varios de los cuales se habían liberado de las manos de sus padres y estaban jugando en aquel arroyo que desafiaba a todas las leyes; algunos corrían por él, otros se habían sentado en el agua y dejaban que jugara sobre sus piernas. En los pequeños chillidos que lanzaban, Jude estaba segura que oía una nota de placer sexual.

—¿Qué es esto? —dijo Hoi-Polloi con un tono más resentido que asombrado, como si se hubiese dispuesto aquella visión para ofenderla a ella.

—¿Por qué no lo seguimos y lo averiguamos? —respondió Jude.

—Esos niños se van a ahogar —comentó Hoi-Polloi con cierto remilgo.

—¿En medio centímetro de agua? No seas ridícula.

Y con eso Jude se puso en marcha y dejó que Hoi-Polloi la siguiera si quería. Y al parecer quería porque una vez más ajustó el paso detrás de Jude, moderados ya los hipidos, y las dos subieron en silencio hasta que, a doscientos metros o más del lugar donde se habían encontrado por primera vez con el arroyo, apareció un segundo, éste proveniente de otra dirección por completo diferente y lo bastante grande para transportar una ligera carga de las laderas inferiores. La mayor parte de la carga eran restos (prendas de vestir, unas cuantas gravilleras ahogadas, algunas rebanadas de pan quemado) pero entre la basura había objetos que estaba claro que se habían colocado en el arroyo para que éste los llevara allí donde fuera: barquitos de papel, misivas cuidadosamente dobladas; pequeñas guirnaldas de hierba tejida adornadas con flores diminutas; una muñeca colocada sobre un pequeño torrente en un sudario de cintas.

Jude sacó uno de los barquitos do papel del agua y lo desdoblo. La escritura del interior estaba corrida pero era legible.

«Tishalullé», decía la carta. «Me llamo Cimarra Sakeo. Envío esta plegaria por mi madre y por mi padre y por mi hermano, Boom, que está muerto. Te he visto en sueños, Tishalullé, y sé que eres buena. Estás en mi corazón. Por favor, entra también en los corazones de mi madre y de mi padre y dales tu consuelo».

Jude le pasó la carta a Hoi-Polloi y siguió con la mirada el curso de los arroyos recién unidos.

—¿Quién es Tishalullé? —preguntó.

Hoi-Polloi no respondió. Jude se dio la vuelta para mirarla y se encontró con que la muchacha tenía los ojos clavados en la colina.

—¿Tishalullé? —dijo Jude otra vez.

—Es una Diosa —respondió Hoi-Polloi, había bajado la voz aunque no había nadie cerca que pudiera escucharlas. Dejó caer la carta al suelo al hablar pero Jude se inclinó para recogerla.

—Deberías tener cuidado con las plegarias de las personas —dijo mientras volvía a doblar el barquito y lo dejaba continuar su viaje.

—Nunca la recibirá —dijo Hoi-Polloi—. No existe.

—Y sin embargo te niegas a pronunciar su nombre en voz alta.

—Se supone que no debemos pronunciar el nombre de ninguna de las Diosas. Nos lo enseñó papá. Está prohibido.

—¿Entonces hay otras?

—Oh, sí. Están
las hermanas del Delta
. Y papá dijo que incluso hay una llamada Jokalaylau, que vivía en las montañas.

—¿De dónde viene Tishalullé?

—De la Cuna de Chzercemit, creo. No estoy segura.

—¿La Cuna de qué?

—Es un lago del Tercer Dominio.

Esta vez Jude sabía que estaba sonriendo.

—Ríos, nieves y lagos —dijo mientras se agachaba al lado del arroyo y metía un dedo en él—. Han venido en las aguas, Hoi-Polloi.

—¿Quiénes?

El arroyo estaba frío, jugaba con los dedos de Jude y saltaba sobre su palma

—No seas lerda —dijo—. Las Diosas. Están aquí.

—Eso es imposible. Incluso si existiesen (y papá me dijo que no), ¿por qué iban a venir aquí?

Jude se llevó un poco de agua con las manos a los labios y sorbió. Sabía dulce.

—Quizá las llamó alguien —dijo y miró a Hoi-Polloi, cuyo rostro todavía mostraba el asco que le inspiraba lo que Jude acababa de hacer.

—¿Alguien de ahí arriba? —dijo la chica.

—Bueno, hace falta mucho esfuerzo para subir una colina —dijo Jude—. Sobre todo en el caso del agua. No se está dirigiendo hacia la cima porque le guste la vista. Alguien está tirando de ella. Y si vamos con ella, antes o después…

—No creo que debiéramos hacerlo —respondió Hoi-Polloi.

—No sólo es al agua a la que llaman —dijo Jude—. A nosotras también. ¿No lo sientes?

—No —dijo la muchacha con franqueza—. Ahora podría darme la vuelta y regresar a casa.

—¿Es eso lo que quieres hacer?

Hoi-Polloi miró el río que fluía a un metro de sus pies. Quiso la suerte que el agua pasara a su lado en ese momento con parte de su carga menos placentera: una flotilla de cabezas de pollo y el cadáver parcialmente incinerado de un perro pequeño.

—Bebiste de ahí —dijo Hoi-Polloi.

—Sabía bien —dijo Jude, pero apartó la vista cuando pasó el perro.

Aquella visión había confirmado la inquietud de Hoi-Polloi.

—Creo que me voy a casa —dijo—. No estoy lista para conocer a unas Diosas, aunque estén ahí arriba. He pecado demasiado.

—Eso es absurdo —dijo Jude—. Aquí no estamos hablando de pecado y perdón. Esas tonterías son para los hombres. Aquí… —Dudó, no estaba segura del vocabulario, luego dijo—: Aquí estamos hablando de cosas más sabias.

—¿Cómo lo sabes? —respondió Hoi-Polloi—. Nadie entiende de verdad estas cosas. Ni siquiera papá. Siempre me decía que sabía cómo se hizo el cometa, pero no lo sabía. Y pasa lo mismo contigo y esas Diosas.

—¿Por qué tienes tanto miedo?

—Si no lo tuviera, estaría muerta. Y no seas condescendiente conmigo. Sé que crees que soy ridícula, pero si fueras un poco más educada, lo ocultarías.

—No creo que seas ridícula.

—Sí, sí que lo crees.

—No, sólo creo que quizá amabas a tu papá demasiado. No es ningún delito. Créeme, yo también he cometido ese error, una y otra vez. Confías en un hombre y en cuanto te das cuenta… —Jude suspiró y sacudió la cabeza—. No importa. Quizá tengas razón. Quizá deberías irte a casa. Quién sabe, es posible que te esté esperando allí. ¿Qué sé yo?

Se dieron la espalda sin decir nada más y Jude se encaminó hacia la cima de la colina, pensando mientras caminaba que ojalá hubiera encontrado una forma más diplomática de exponer su caso.

Había ascendido unos cincuenta metros cuando oyó los suaves y silenciosos pasos de Hoi-Polloi tras ella, luego la voz de la muchacha, de la que había desaparecido el tono de reproche, decía:

—Papá no va a volver a casa, ¿verdad?

Jude se volvió y se enfrentó a la mirada bizca de Hoi-Polloi lo mejor que pudo.

—No —dijo—. Creo que no.

Hoi-Polloi miró el suelo agrietado bajo sus pies.

—Creo que siempre lo he sabido —dijo—, sólo que no he sido capaz de admitirlo.

Luego volvió a levantar la cabeza y, al contrario de lo que esperaba Jude, tenía los ojos secos. De hecho, casi parecía feliz, como se sintiera más ligera tras admitirlo.

—Ahora las dos estamos solas, ¿verdad? —dijo. —Sí, así es.

—Entonces, quizá deberíamos continuar juntas. Por las dos. —Gracias por pensar en mí —dijo Jude.

—Las mujeres deberíamos ayudarnos —respondió Hoi-Polloi y fue a reunirse con Jude cuando esta reanudó el ascenso.

3

A los ojos de Cortés, Yzordderrex parecía un sueño febril de sí misma. Una oscura aurora boreal pendía sobre el palacio, pero por todas partes las calles y plazas disfrutaban de incontables maravillas. Los ríos surgían de las aceras quebradas y subían bailando la ladera de la montaña mientras le escupían su ascenso a la cara de la fuerza de la gravedad. Un nimbo de colores pintaba el aire sobre cada uno de los lugares donde brotaba el agua, brillante como una bandada de loros. Era un espectáculo que sabía que Pai habría disfrutado y tomó nota mentalmente de cada cosa extraña que aparecía en su camino para luego poder pintar la escena con palabras cuando volviera al lado del místico.

Pero no todo eran maravillas. Estos prismas y estas aguas se alzaban en medio de escenas de absoluta devastación, donde las viudas se sentaban a llorar la muerte de los suyos, apenas distinguibles de los escombros ennegrecidos de sus casas. Sólo el kesparate eurhetemec, ante cuyas puertas se encontraba ahora, parecía haber quedado a salvo de los incendiarios. Sin embargo, no había señales de que nadie lo habitara y Cortés vagó durante varios minutos al tiempo que en silencio aguzaba una nueva sarta de improperios dedicada a Scopique cuando por fin vio al hombre que había venido a buscar. Atanasio se encontraba delante de uno de los árboles que bordeaban los bulevares del kesparate y levantaba la vista hacia él con gesto admirativo. Aunque el follaje seguía en su sitio, la distribución de las ramas sobre las que crecía era bien visible y Cortés no tuvo que ser un aspirante a Cristo para ver lo fácil que sería clavar un cuerpo allí. Llamó a Atanasio varias veces mientras se acercaba pero el hombre parecía perdido en sus ensueños y no se dio la vuelta, ni siquiera cuando Cortés llegó a su lado. Respondió, sin embargo.

—Has venido en el momento justo —dijo.

—Auto—crucifixión —respondió Cortés—. Eso sí que sería un milagro.

Atanasio se volvió hacia él. Tenía el rostro amarillento y la frente ensangrentada. Contempló las costras del semblante de Cortés y sacudió la cabeza.

—Tal para cual —dijo. Luego levantó las manos. Las palmas lucían unas marcas inconfundibles—. ¿También las tienes?

—No. Y esto… —Cortés se señaló la frente—, no es lo que tú crees. ¿Por qué te haces esto?

—No lo he hecho yo —respondió Atanasio—. Me he despertado con estas heridas. Créeme, no me son gratas.

El rostro de Cortés mostró escepticismo y Atanasio respondió con energía.

—Jamás he deseado nada de esto —dijo—. Ni los estigmas ni lo sueños.

—¿Entonces por que estabas mirando el árbol?

—Tengo hambre —fue la respuesta—. Y me preguntaba si tendría fuerzas para trepar.

La mirada del otro dirigió la atención de Cortés de nuevo al árbol. Entre el follaje de las ramas más altas había racimos de fruta madurada por el cometa, una especie de mandarinas rayadas.

—Me temo que no puedo ayudarte —dijo Cortés—. No tengo sustancia suficiente para cogerlas. ¿No puedes sacudir el árbol para que caigan?

—Ya lo he intentado. No importa. Tenernos asuntos más importantes que mi barriga.

—Encontrarte unas vendas, para empezar —dijo Cortés, el malentendido lo había despojado de suspicacias, al menos de momento—. No quiero que te mueras desangrado antes de empezar la Reconciliación.

—¿Te refieres a esto? —dijo mirándose la mano—. No, para y empieza cuando quiere. Ya estoy acostumbrado.

—Bueno, entonces al menos deberíamos encontrarte algo que comer. ¿Lo has intentado en alguna de estas casas?

—No soy ningún ladrón.

—No creo que vaya a volver nadie, Atanasio. Vamos a buscarte un poco de alimento antes de que te desmayes.

Fueron a la casa más cercana y después de que lo animara un poco Cortés, al que le sorprendió encontrar tal sutileza moral en su compañero, Atanasio abrió la puerta de una patada. Habían desvalijado o vaciado aquella casa a toda prisa pero la cocina la habían dejado intacta y bien surtida. Allí Atanasio se preparó con toda delicadeza un sándwich, ensangrentando el pan en el proceso.

—Tengo tanta hambre —dijo—. Supongo que has estado ayunando, ¿no?

—No. ¿Se suponía que debía hacerlo?

—Cada cual con lo suyo —respondió Atanasio—. Todos llegan al Cielo por un camino diferente. Conocí a un hombre que no podía rezar a menos que tuviera los lomos metidos en un nido de zarzis.

Cortés hizo una mueca.

—Eso no es una religión, eso es masoquismo.

—¿Y el masoquismo no es una religión? —respondió el otro—. Me sorprendes.

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