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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (42 page)

—Jamás me amenazó. Jamás me puso la mano encima de una forma que yo no…

—¿Pidiera?

—No me hacía falta pedirlo —dijo ella—. Él lo sabía.

El sonido de la puerta de la calle al abrirse de nuevo le hizo levantar la cabeza del hombro de Clem. Cortés salía de nuevo al sol, con el joven tras él. Una vez fuera, levantó la mirada y se llevó la mano a la frente para estudiar el cielo en su cénit. Al ver lo que hacía, Jude comprendió quién era el hombre al que había visto contemplar el cielo en el Cuenco de Boston. No era más que una pequeña solución a tanto enigma pero tampoco iba a despreciar la satisfacción que le proporcionaba.

—Sartori es el hermano de Cortés, ¿no es cierto? —dijo Clem—. Me temo que todavía no tengo muy claras las relaciones familiares.

—No son hermanos, son gemelos —respondió ella—. Sartori es su doble perfecto.

—¿Cómo de perfecto? —preguntó Clem mientras la miraba con una pequeña sonrisa en el rostro, una sonrisa casi traviesa.

—Oh… muy perfecto.

—Así que no estuvo tan mal, ¿que estuviera aquí?

Jude negó con la cabeza.

—No estuvo mal en absoluto —respondió ella. Luego, después de un momento—: Me dijo que me quería, Clem.

—Oh, Señor.

—Y yo le creí.

—¿Cuántas docenas de hombres te han dicho eso?

—Sí, pero con él fue diferente…

—Famosas últimas palabras.

La joven contempló durante unos segundos al hombre que miraba al cielo, la calma que se había apoderado de ella la dejaba perpleja. ¿Era el simple recuerdo del compromiso que tenía con ella suficiente para sosegar cualquier miedo?

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Clem.

—En que él siente algo que Cortés no ha sentido jamás —le respondió ella—. Que quizá nunca pudo sentir. Antes de que lo digas, sé que todo este asunto es repulsivo. Es un destructor. Ha acabado con países enteros. ¿Cómo puedo sentir algo por él?

—¿Quieres los tópicos? Dímelos.

Sientes lo que sientes. A algunos les van los marineros, otros prefieren hombres con trajes de goma y boas de plumas. Hacemos lo que hacemos. Nunca des explicaciones, nunca te disculpes. Ya está. Es todo lo que vas a recibir.

Jude le cogió la cara entre las manos. La envolvió con ellas y luego la besó.

—Eres sublime —dijo ella—. Vamos a sobrevivir, ¿verdad?

—A sobrevivir y prosperar —dijo él—. Pero creo que será mejor que encontremos a tu galán, por todos…

Clem se detuvo en seco cuando ella lo apretó aún más. Todo rastro de alegría había desaparecido del rostro femenino.

—¿Qué pasa?

—Celestine. Lo mandé a Highgate. A la torre de Roxborough.

—Lo siento pero no te sigo.

—Son malas noticias —le dijo ella mientras abandonaba sus brazos y echaba a correr hacia la puerta de la calle.

Cortés renunció a contemplar su cénit cuando ella lo llamó y volvió a la puerta mientras ella repetía lo que le acababa de decirle a Clem.

—¿Y qué hay en Highgate? —dijo.

—Una mujer que quería verte. ¿El nombre de Nisi Nirvana significa algo para ti?

Cortés lo pensó un momento.

—Es algo de un cuento —dijo.

—No, Cortés. Es real. Está viva. O al menos lo estaba.

3

No había sido sólo el sentimentalismo lo que había empujado al autarca Sartori a hacer que retrataran las calles de Londres con tanto detalle en las paredes de su palacio. Aunque no había pasado mucho tiempo en esta ciudad (apenas unas semanas entre su nacimiento y su partida rumbo a los Dominios Reconciliados), la madre Londres y el padre Támesis le habían proporcionado una educación magnífica. Por supuesto que la metrópolis que se veía desde la cima de Highgate Hill, donde ahora se encontraba, era mucho más amplia y sombría que la ciudad por la que él había vagado por aquel entonces, pero quedaban suficientes señales de lo que había sido para remover algunos recuerdos tan conmovedores como mordaces. Había aprendido lo que sabía de sexo en estas calles, con las profesionales de Drury Lane. Había aprendido a asesinar a la orilla del río, contemplando los cuerpos que arrastraba hasta el lodo el domingo por la mañana después de las matanzas del sábado por la noche. Había aprendido leyes en Lincoln's Inn Field y había visto cómo se hacía justicia en Tyburn. Todas ellas grandes lecciones que lo habían ayudado a convertirse en el hombre que era. La única lección que no recordaba haber aprendido, ya fuera en estas calles o en ninguna otra, era la arquitectura. Debió de tener algún tutor para eso, supuso, en algún momento.

Después de todo, ¿no era él el hombre cuya visión había construido un palacio que entraría en las leyendas, aun cuando sus torres fueran ahora escombros? ¿Dónde estaba, en el horno de sus genes o en su historia, la chispa que había encendido el genio? Quizá sólo descubriría la respuesta al levantar su Nueva Yzordderrex. Si era paciente y observador, el rostro de su mentor terminaría apareciendo antes o después en sus muros.

Tendrían que demolerse muchas cosas, sin embargo, antes de que se pusieran los cimientos, y banalidades como la torre de la Tabula Rasa, que ahora aparecía ante él, serían las primeras en ser condenadas. Cruzó el patio delantero hasta la puerta principal, silbando por el camino y preguntándose si esa mujer que Judith tanto había insistido en que conociera (esa tal Celestine) podría oír sus trinos. La puerta permanecía abierta pero él dudaba que cualquier ladrón, por muy oportunista que fuera, se hubiera atrevido a entrar. El aire del umbral picaba de puro poder y le recordó a su querida Torre del Eje.

Todavía silbando, cruzó el vestíbulo hasta una segunda puerta y por ella entró en una habitación que conocía. Había caminado por estas antiguas tablas dos veces en su vida: la primera vez el día antes de la Reconciliación, cuando se había presentado aquí ante Roxborough y se había hecho pasar por el maestro Sartori, sólo por el perverso placer de estrechar las manos de los mecenas del Reconciliador antes de que el sabotaje que había planeado se los llevara al Infierno; la segunda vez, la noche después de la Reconciliación, mientras las tormentas rasgaban los cielos desde la Muralla de Adriano hasta Land's End. En esta ocasión había venido con Chant, su nuevo secuaz, con la intención de matar a Lucius Cobbitt, el muchacho al que había convertido en su involuntario agente para el sabotaje. Tras buscarlo en la calle Gamut y comprender que había desaparecido, se había enfrentado a la tormenta (había bosques arrancados de raíz y levantados por el aire y un hombre alcanzado por un rayo ardía en Highgate Hill) sólo para descubrir que la casa de Roxborough estaba vacía. Nunca había llegado a encontrar a Cobbitt. Alejado de la seguridad de la calle Gamut por su antiguo maestro, era muy probable que el joven hubiese sido víctima de la tormenta, como les había ocurrido a tantos aquella noche.

Ahora la habitación guardaba silencio y él también. Los grandes señores que habían construido esta casa, y sus hijos, que habían levantado la torre que estaba encima, estaban muertos. Era un mutismo agradable, en él habría tiempo para escarceos. Se acercó sin prisa a la chimenea, bajó por las escaleras y descendió hasta una biblioteca que no había sabido que existía hasta este momento. Quizá hubiera sentido tentaciones de pararse y examinar con detenimiento las cargadas estanterías, pero el poder punzante que había sentido en la puerta principal era más fuerte que nunca y lo seguía atrayendo, más intrigado con cada metro que recorría.

Oyó la voz de la mujer antes de posar los ojos sobre ella, emanaba de un lugar donde el polvo agitado era tan espeso que era como adentrarse en la niebla de un delta. Apenas visible a través de él, una escena de puro vandalismo: libros, rollos y manuscritos reducidos a jirones o enterrados entre los restos de los estantes sobre los que habían estado colocados. Y tras los escombros, un agujero en el ladrillo y del agujero, una llamada.

—¿Sartori?

—Sí —dijo él.

—Acércate más. Déjame verte.

El hombre se presentó a los pies del montón de escombros.

—Creí que esa mujer no había conseguido encontrarte —dijo Celestine—. O que tú te habías negado a venir.

—¿Cómo podía negarme a una invitación como esta? —respondió él en voz baja.

—¿Crees que esto es una especie de aventura? —contestó ella—. ¿Una cita secreta?

Tenía la voz ronca por el polvo, y amarga. A Sartori le gustó cómo sonaba. Las mujeres en cuyo interior ardía la cólera siempre eran mucho más interesantes que sus satisfechas hermanas.

—Entra, maestro —le dijo ella—. Permíteme sacarte de tu error. Sartori trepó por las piedras y se asomó a la oscuridad. Era un agujero miserable, tan sórdido como cualquiera de las cosas que había bajo su palacio, pero la mujer que lo había ocupado no era ninguna anacoreta. La encarcelación no había castigado su carne, que parecía lozana a pesar de todas las marcas. Los tentáculos que se aferraban a su cuerpo ensalzaban su fluidez, se movían sobre sus muslos, sus pechos y su vientre como empalagosas serpientes. Algunos se aterraban a su cabeza y le hacían la corte a sus labios de miel; otros yacían entre sus piernas, en el paraíso. Sartori sintió la tierna mirada que le dedicaba la mujer y se deleitó con ella.

—Muy guapo —dijo ella.

Se tomó el cumplido como una invitación para acercarse pero al hacerlo, ella emitió un murmullo de angustia y él se detuvo en seco.

—¿Qué es esa sombra que hay en ti? —dijo ella.

—Nada que haya de temer —le contestó.

Algunos de los filamentos se separaron y unos tentáculos más largos, no cortesanos sino parte de la esencia de la mujer, se desenroscaron de su espalda, se agarraron al tosco muro y la levantaron.

—Ya he oído eso antes —dijo ella—. Cuando un hombre te dice que no hay nada que temer, está mintiendo. Hasta tú, Sartori.

—No me acercaré más si le molesta —dijo él.

No fue el respeto por la inquietud de la mujer lo que lo impulsó a someterse, sino la visión de las cintas que la habían izado. A Quaisoir le habían brotado unos apéndices así, recordó, después de tener relaciones íntimas con las mujeres del Bastión de Banu. Eran prueba de alguna función en el otro sexo que él no llegaba a comprender: algún resto de habilidades prácticamente desterradas de los Dominios Reconciliados por Hapexamendios. Quizá habían disfrutado de un nuevo y venenoso florecimiento en el Quinto desde que él se había ido. Hasta que conociera su esfera de autoridad, se mostraría prudente.

—Me gustaría hacerle una pregunta, si me lo permite —dijo él.

—¿Sí?

—¿Cómo sabe quién soy?

—Primero dime dónde has estado todos estos años.

Oh, cuan tentado estuvo de decirle la verdad y hacer alarde de sus logros con la esperanza de impresionarla. Pero había venido aquí bajo el disfraz de su otro yo y, como con Judith, tendría que elegir con cuidado el momento de desenmascararse.

—He estado vagando —dijo. No era tan incierto.

—¿Dónde?

—Por el Segundo Dominio, y en ocasiones el Tercero.

—¿Has estado alguna vez en Yzordderrex?

—A veces.

—¿Y en el desierto que hay fuera de la ciudad?

—Allí también. ¿Por qué lo pregunta?

—Estuve allí una vez. Antes de que tú nacieras.

—Soy mayor de lo que parezco —le dijo él—. Sé que no se nota…

—Sé cuánto tiempo has vivido, Sartori —respondió ella—. Desde el primer día.

Tal certeza alimentó el malestar engendrado por la visión de los tentáculos. ¿Podría leer sus pensamientos, esta mujer? Si así era, si sabía qué era y todo lo que había hecho, ¿por qué no sentía un temor reverencial al verlo?

No había provecho alguno en fingir que no le importaba que ella pareciera saber tanto. Sin rodeos pero con cortesía, le preguntó cómo lo sabía y preparó mientras hablaba toda una profusión de excusas por si ella se limitaba a ser una de las casuales conquistas del maestro y lo acusaba de haberla olvidado. Pero la acusación, cuando se produjo, fue de otro tipo muy diferente.

—Has hecho un gran daño en tu vida, ¿no es cierto? —le dijo ella.

—No más que la mayoría —protestó él con suavidad—. Me han tentado y he cometido algunos excesos, desde luego. ¿Pero no lo ha hecho todo el mundo?

—¿Unos cuantos excesos? —dijo la mujer—. Creo que tú has hecho algo más que eso. El mal está en ti, Sartori. Lo huelo en tu sudor, igual que olí el coito en la mujer.

Al oír que mencionaba a Judith (¿qué otra persona podría ser esta venérea mujer?), se acordó de la profecía que le había hecho dos noches antes. Encontrarían la oscuridad en el otro, le había dicho, y esa era una condición muy humana. El argumento había demostrado ser eficaz entonces. ¿Por qué no ahora?

—Es sólo lo que hay de humano en mí lo que percibe —le dijo a Celestine.

Estaba claro que no la había persuadido.

—Oh, no —le respondió—. Yo soy lo que hay de humano en ti.

El hombre estaba a punto de desechar semejante absurdo con una carcajada pero la mirada fija de ella lo silenció.

—¿Qué parte de mí es usted? —murmuró.

—¿No lo sabes todavía? —dijo ella—. Hijo, soy tu madre.

Cortés abría la marcha cuando entraron en el frescor del vestíbulo de la torre. No se oía ningún sonido en ningún lugar del edificio, ni arriba ni abajo.

—¿Dónde está Celestine? —le preguntó a Jude. Esta lo llevó a la puerta que conducía a la sala de reuniones de la Tabula Rasa, allí Cortés les dijo a todos—: Esto es algo que debo hacer yo, hermano contra hermano.

—No tengo miedo —saltó Lunes.

—Tú no, pero yo sí —dijo Cortés con una sonrisa—. Y no querría que me vieras mearme los pantalones. Quédate aquí arriba. Saldré en un pispás.

—Asegúrate de que así sea —dijo Clem—. O bajamos a buscarte.

Con esa promesa como consuelo, Cortés se deslizó por la puerta que llevaba a lo que quedaba de la casa de Roxborough. Aunque no lo habían acosado los recuerdos al entrar en la torre, ahora los sentía. No eran tan certeros como los que lo habían visitado en la calle Gamut, donde hasta las tablas parecían haber recordado las almas que las habían pisado. Estas eran vagas evocaciones de las veces que había bebido y debatido alrededor de la gran mesa de roble. Pero no permitió que la nostalgia lo retrasara, pasó por la habitación como un hombre acosado por sus admiradores, con los brazos levantados contra sus lisonjas, y bajó al sótano. Había hecho que Jude le describiera este laberinto y su contenido (todo con dorso y envuelto en piel, fuera o no fuera humano), pero la visión no dejó por ello de asombrarlo. Toda esta sabiduría enterrada en la oscuridad. ¿Era extraño que la vida imajicana del Quinto hubiera estado tan anémica durante los últimos dos siglos cuando todos los licores que podrían haberla fortalecido se habían ocultado aquí?

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