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Authors: Geoffrey de Monmouth

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Historia de los reyes de Britania (3 page)

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Por su parte, Pandraso, una vez conocido el contenido de la carta, se admiró sobremanera de que los mismos que habían sido sus esclavos tuviesen la osadía de dirigirse a él en tales términos. Así, pues, convocada una asamblea de sus nobles, decidió reunir un ejército y marchar contra los rebeldes. Pero mientras buscaba las soledades donde creía que ellos estaban, junto a la fortaleza de Esparatino, surgió Bruto con tres mil hombres y lo atacó de improviso, cuando menos lo esperaba. Enterado de la llegada de sus enemigos, el caudillo troyano se había encerrado en la mencionada fortaleza la noche anterior, con vistas a caer repentinamente sobre ellos cuando estuvieran desarmados y en desorden. Brava es la acometida de los Troyanos: se esfuerzan en difundir el estrago por doquier. Por su parte, los Griegos huyen desconcertados en todas direcciones y, con su rey al frente, se apresuran a atravesar el río Akalón, que cerca fluía. Pero, al intentar vadearlo, se ponen en grave peligro bajo los remolinos de la corriente. Bruto da alcance a los que así tratan de huir, y abate con su espada a aquellos a los que ha dado alcance, ya en las aguas del río, ya en las riberas, y, corriendo de un lado a otro, se alegra de infligirles doble matanza. Cuando Antígono, hermano de Pandraso, se apercibió de esto, sobremanera se afligió; llamó a las filas a sus dispersos compañeros y, con veloz ataque, se volvió contra los furiosos Troyanos: prefería morir luchando a persistir en cobarde fuga y ahogarse en los turbios abismos. Así, pues, avanzando en compacta formación, exhorta a sus compañeros a combatir varonilmente y, con todas sus fuerzas, dispara los mortíferos dardos. Pero de poco o nada le sirvió, pues los Troyanos se hallaban provistos de armas, mientras que ellos estaban inermes. De modo que, marchando en su contra resueltamente, hicieron una lamentable carnicería en sus filas y no cesaron de acosarlos hasta que, muertos casi todos, capturaron a Antígono y a su compañero Anacleto.

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Bruto, obtenida esta victoria, dejó una guarnición de seiscientos soldados en la fortaleza y se dirigió a las profundidades de los bosques, donde el pueblo troyano esperaba su protección. Por su parte, Pandraso, preocupado por su propia huida y por la captura de su hermano, empleó aquella noche en reunir su disperso ejército y, al despuntar el siguiente día, marchó a sitiar con su gente la fortaleza. Pensaba que Bruto se había encerrado en ella con Antígono y los restantes prisioneros. Así que llegó, pues, ante las murallas y examinó la situación del castillo, distribuyó su ejército en grupos y los dispuso en distintos lugares alrededor de su objetivo, ordenando a unos que impidieran la salida a los sitiados, a otros que desviasen el cauce de los ríos, a otros que derribasen las murallas a fuerza de dar golpes con los arietes y otras máquinas de guerra. Todos obedecieron sus órdenes, aplicándose a la tarea con la máxima diligencia y con las miras puestas en dañar lo más posible a los asediados. Al caer la noche, eligieron a los más esforzados de entre ellos para que, mientras los demás, agotados por el trabajo, se entregaban al descanso del sueño, protegiesen el campamento y las tiendas de un ataque furtivo del enemigo.

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Los sitiados, por su parte, de pie en lo alto de los muros, se emplean con todas sus fuerzas en rechazar las industrias del enemigo con industrias contrarias y, lanzando ya dardos, ya sulfúreas antorchas, se ocupan unánimemente en defenderse. Cuando los enemigos, formada la tortuga, socavaban el muro, los obligaban a retroceder con fuego griego y una lluvia de hirvientes aguas. Finalmente, agobiados por la escasez de vituallas y por el cotidiano trabajo, enviaron un mensajero a Bruto, instándolo a que viniese cuanto antes en su ayuda, pues temían que, reducidos por la debilidad, se vieran obligados a abandonar la fortaleza. Bruto, por su parte, estaba deseoso de prestarles auxilio, pero se debatía en tormentos interiores, pues no tenía suficientes soldados como para presentar batalla al enemigo en campo abierto. Al punto, adoptando una feliz estratagema, resuelve entrar de noche en el campamento griego y, burlados los centinelas, dar muerte a cuantos estuviesen dormidos. Como veía que esto no podía llevarse a cabo sin la aquiescencia y cooperación de uno de los propios Griegos, llamó a su presencia a Anacleto, el compañero de Antígono, y, desenvainando la espada, le habló de esta manera:

—«Ilustre joven, ha llegado para ti y para Antígono la última hora, si no convienes en ejecutar fielmente lo que voy a ordenarte, en cumplimiento de mi voluntad. Me propongo entrar esta noche en el campamento de los Griegos e infligirles inesperada matanza, pero temo que sus vigías, descubierto el ardid, estorben mi empresa. Por ello, viendo que, ante todo, debemos dirigir nuestras armas contra los centinelas, desearía yo engañarlos con tu ayuda y, de ese modo, tener acceso libre para atacar a los demás. Así que tú, obrando astutamente, como corresponde a un asunto de tanta importancia, te dirigirás a la guardia a la segunda hora de la noche y, apaciguando las sospechas de todos con engañosas palabras, dirás que huiste con Antígono de mis prisiones hasta llegar a los linderos del bosque, y que allí quedó él, escondido entre los arbustos, incapaz de seguir a causa de los grilletes con que tú fingirás que se hallaba trabado. Después los llevarás a las lindes del bosque, como si fuesen a liberarlo, y allí estaré yo con gente armada, dispuesto a terminar con ellos».

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Anacleto, aterrorizado de continuo ante la visión de la espada que, mientras estas palabras fueron dichas, lo amenazaba de muerte, prometió bajo juramento que llevaría a cabo lo que se le exigía, con tal que se les concediese a él y a Antígono la merced de la vida. Confirmado el pacto, se echaba encima ya la segunda hora de la noche cuando se puso en camino hacia la guardia, tal y como le había sido ordenado. Al llegar cerca del campamento, le salen al encuentro por todas partes los centinelas, que vigilaban hasta los más recónditos lugares, y le preguntan el motivo de su llegada y si había venido con la intención de traicionar al ejército. Fingiendo una gran alegría, Anacleto les respondió:

—«No vengo a traicionar a mi propio pueblo. He logrado escapar de la prisión de los Troyanos y llegar hasta vosotros. Os pido que vengáis conmigo en busca de vuestro querido Antígono, a quien libré del poder de Bruto. Pues a él, estorbado por el peso de los grilletes, le ordené hace muy poco mantenerse escondido entre los arbustos, en las lindes del bosque, hasta que yo encontrase a alguien a quien pudiera conducir allí para liberarlo».

Dudando ellos si decía o no la verdad, se acercó un centinela que lo conocía y, después de saludarlo, comunicó a sus compañeros quién era. Sin vacilar ya más, llamaron a los ausentes para que acudieran cuanto antes y lo siguieron hasta la floresta en la que había dicho que Antígono se encontraba escondido. Mientras avanzaban por entre los arbustos, surgió ante ellos Bruto con sus gentes armadas y, atacándolos, sembró muy pronto crudelísima muerte entre los aterrados centinelas. Después se dirigió al campamento de los sitiadores, dividiendo a sus guerreros en tres columnas y ordenando que cada una se aproximara al campamento por un punto diferente, con prudencia y sin ruido, y que, una vez dentro, se abstuvieran de matar a nadie hasta que él mismo, habiéndose apoderado de la tienda del rey con los hombres de su escolta, les diera la señal haciendo sonar su cuerno.

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Les enseñó, además, cómo hacer lo que tenía que hacerse. Al punto, ellos se dirigen silenciosamente al campamento y, cumpliendo las órdenes, esperan la señal prometida. No tardó Bruto en dársela, tan pronto como hubo llegado ante la tienda de Pandraso, el lugar que tanto deseaba conquistar. Oída la señal, los Troyanos desenvainan rápidamente las espadas, se precipitan en los lechos de los soñolientos enemigos, redoblan sus golpes mortales y, de esta guisa, sin piedad alguna, pasean por el campamento. A los gemidos de los moribundos despiertan los demás, y, a la vista de los degolladores, se quedan estupefactos, como ovejas atacadas de improviso por lobos. No esperan encontrar ninguna protección, viendo que no tienen el tiempo necesario para tomar las armas ni para iniciar la fuga, y corren sin armas de un lado a otro entre hombres armados, con su solo impulso por guía, cayendo sin cesar ante los golpes de los enemigos. El que medio muerto escapaba, fruto del ansia loca de su carrera, se ha ido a estrellar contra las rocas, se ha enredado entre los arbustos y ha entregado su alma desdichada al mismo tiempo que su sangre; el que, defendido sólo por su escudo u otra protección semejante, huía velozmente a través de la oscura noche ha chocado contra las rocas, llevado de su propio miedo a la muerte, y, al caer, se han quebrado sus brazos o sus piernas; y aquel que no ha sufrido estos percances, sin saber hacia dónde huir, ha terminado por ahogarse en las aguas vecinas. Prácticamente nadie conseguía salir ileso, sin exponerse al riesgo de alguna desgracia. Además, los defensores de la fortaleza, cuando se apercibieron de la llegada de sus camaradas, efectuaron una salida, duplicando así la matanza.

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Ahora Bruto ya ha conquistado la tienda de campaña regia, y, apoderándose de Pandraso, lo retiene cautivo, pues piensa que, con vida, le será más útil el rey para dar cima a sus propósitos. Pero la tropa que iba con él siguió sembrando muerte hasta el punto de que, en la parte del campamento que habían ocupado, la mortandad se convirtió en auténtico exterminio. Cuando hubieron gastado así la noche, y la luz de la aurora hizo patente el estrago infligido a los Griegos, Bruto, exultante de alegría, permitió a sus guerreros repartirse a capricho los despojos de la matanza. Después entró en la fortaleza con el rey, y allí esperó hasta que se distribuyeron los tesoros. Una vez repartidos, fortificó de nuevo el castillo y ordenó dar sepultura a los cadáveres. Reuniendo luego a sus huestes, volvió a los bosques, lleno de júbilo por su victoria. Las buenas nuevas colmaban de gozo los corazones de todos. Fue entonces cuando el bravo caudillo convocó a los ancianos, con la intención de que decidieran qué debía pedirse a Pandraso, pues, como estaba en su poder, tendría que acceder a cualquier género de petición, si es que quería recuperar la libertad. Unos ancianos proponían una cosa y otros, otra, de acuerdo con sus inclinaciones. Hay quien lo exhorta a pedir parte del reino y quedarse a vivir allí; otros prefieren que se exija al rey la licencia y los medios necesarios para abandonar el país. Como pasara el tiempo y todavía dudasen, uno de ellos —Mempricio era su nombre— se puso en pie, pidió silencio y dijo a los demás, que lo escuchaban:

—«¿Cómo es que vaciláis, padres, ante lo que, según mi opinión, es más oportuno para vuestro bienestar? Una sola cosa debe pedirse, y es la licencia para partir, si deseáis lograr, vosotros y vuestros descendientes, una paz eterna. Pues si le concedéis la vida a Pandraso a cambio de una parte de Grecia y permanecéis entre los Dánaos, nunca disfrutaréis de una paz duradera mientras los hermanos, hijos y nietos de aquellos a los que infligisteis la matanza de ayer sean vuestros vecinos o anden mezclados con vosotros. No llegarán nunca a olvidar la muerte de sus parientes y, en consecuencia, os guardarán un odio eterno, aprovechando cualquier bagatela para tomar venganza; y vosotros, estando en inferioridad numérica, no tendríais la fuerza necesaria para resistir los ataques de tantos naturales de esta tierra, ya que en cualquier disputa que surja entre ambos bandos aumentará diariamente el número de ellos, mientras que el vuestro disminuirá. Así, pues, os propongo que pidáis al rey la mano de su hija primogénita, la que llaman Inogen, para nuestro caudillo, y, con ella, oro y plata, naves y víveres, y todo lo necesario para abandonar este país. En cuanto obtengamos de él lo que pedimos, sólo nos quedará dirigirnos con su licencia hacia otras tierras».

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Con estas y parecidas razones dio fin a su discurso. La asamblea, unánimemente, fue de este parecer: decidió que Pandraso fuese conducido a su presencia y que, si no accedía a su petición, sufriera la más cruel de las muertes. Traen al rey sin tardanza y lo colocan en un asiento más elevado que los demás. Desde allí puede oír los tormentos que lo aguardan si rehúsa aceptar el trato, y responde así a los Troyanos:

—«Ya que los dioses me son adversos e hicieron caer a mi hermano Antígono en vuestras manos, me someteré a vuestro dictado, porque, si me negase, perdería la vida, que podéis concederme o quitarme a voluntad. Pues nada hay, en mi opinión, más excelente y agradable que la vida, y no es maravilla que esté dispuesto a rescatarla a cambio de otros bienes. Por ello obedeceré vuestras órdenes, aunque mal de mi grado. Sin embargo, me queda un consuelo, y es que voy a entregar a mi hija a un joven de tan gran valor, a quien la nobleza que echa brotes en él, así como la fama que entre nosotros ha adquirido, lo revelan como ilustre retoño del linaje de Príamo y de Anquises. ¿Quién sino él ha liberado a los desterrados de Troya, esclavos de tantos y tan poderosos príncipes, de sus cadenas? ¿Quién sino él ha osado hacer frente con ellos a los Griegos, desafiando con tan pocas tropas una tan poderosa hueste de hombres armados, y en el primer combate ha conseguido hacer prisionero a su rey? A este joven tan noble y de tanto valor que me ha hecho frente le concedo gustoso a mi hija Ínogen, y también le doy oro, plata, naves, trigo, vino y aceite, y todo aquello que juzguéis necesario para el viaje. Y si, alejándoos de vuestro actual designio, decidierais permanecer junto a los Griegos, os otorgo la tercera parte de mi reino para que la habitéis. Pero si persistís en vuestro propósito, llevaré a efecto mis promesas y, para mayor seguridad vuestra, seguiré con vosotros como rehén hasta que hayáis obtenido todo lo que pedís».

Confirmado el acuerdo, se despacharon mensajeros a todas las costas de Grecia para reunir naves. Juntaron trescientas catorce, debidamente equipadas con todo género de provisiones. La hija de Pandraso se casó con Bruto. Cada uno, conforme a lo que su rango exigía, fue obsequiado con oro y plata. Cumplida su palabra, el rey es liberado, y los Troyanos parten de sus dominios con vientos favorables. En cuanto a Ínogen, de pie en la alta popa de su nave, desfallecía una y otra vez en los brazos de Bruto y, con suspiros y con lágrimas, lamentaba alejarse de su patria y de sus parientes, sin atreverse a dirigir sus ojos a la costa mientras ésta estuvo visible. Bruto la consolaba con caricias, prodigándole tiernos abrazos y dulces besos; y no cejó en su intento de confortarla hasta que vio cómo su esposa, fatigada por tanto llanto, se entregaba por fin al sueño.

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