Read Historia de la vida del Buscón Online
Authors: Francisco de Quevedo
Tags: #Clásico, picaresca, humor
Ellos, que me vieron largo en lo de la merienda, aficionáronse, y por obligarme me suplicaron cenase con ellos aquella noche. Híceme algo de rogar, aunque poco, y cené con ellos, haciendo bajar a buscar mis criados y jurando de echarlos de casa. Dieron las diez, y yo dije que era plazo de cierto martelo y que, así, me diesen licencia. Fuime, quedando concertados de vernos a la tarde en la Casa del Campo.
Fui a dar el caballo al alquilador, y desde allí a mi casa. Hallé los compañeros jugando quinolicas. Contéles el caso y el concierto hecho, y determinamos de enviar la merienda sin falta, y gastar doscientos reales en ella.
Acostámonos con estas determinaciones. Yo confieso que no pude dormir en toda la noche con el cuidado de lo que había de hacer con el dote. Y lo que más me tenía en duda era el hacer de él una casa o darlo a censo, que no sabía yo cuál sería mejor y de más provecho.
En que se prosigue lo mismo, con otros sucesos y desgracias que le sucedieron
Amaneció y despertamos a dar traza en los criados, plata y merienda. En fin, como el dinero ha dado en mandarlo todo y no hay quien le pierda el respeto, pagándoselo a un repostero de un señor, me dio plata, y la sirvió él y tres criados.
Pasóse la mañana en aderezar lo necesario, y a la tarde ya yo tenía alquilado mi caballito. Tomé el camino a la hora señalada para la Casa del Campo. Llevaba toda la pretina llena de papeles como memoriales, y desabotonados seis botones de la ropilla, y asomados unos papeles. Llegué, y ya estaban allá las dichas y los caballeros y todo. Recibiéronme ellas con mucho amor y ellos llamándome de vos, en señal de familiaridad. Había dicho que me llamaba don Filipe Tristán, y en todo el día había otra cosa sino don Filipe acá y don Filipe allá. Yo comencé a decir que me había visto tan ocupado con negocios de Su Majestad y cuentas de mi mayorazgo, que había temido el no poder cumplir; y que, así, las apercibía a merienda de repente.
En esto, llegó el repostero con su jarcia, plata y mozos; los otros y ellas no hacían sino mirarme y callar. Mandéle que fuese al cenador y aderezase allí, que entretanto nos íbamos a los estanques. Llegáronse a mí las viejas a hacerme regalos, y holguéme de ver descubiertas las niñas, porque no he visto desde que Dios me crió tan linda cosa como aquella en quien yo tenía asestado el matrimonio: blanca, rubia, colorada, boca pequeña, dientes menudos y espesos, buena nariz, ojos rasgados y verdes, alta de cuerpo, lindas manazas y zazosita. La otra no era mala, pero tenía más desenvoltura, y dábame sospechas de hocicada.
Fuimos a los estanques, vímoslo todo y en el discurso conocí que la mi desposada corría peligro en tiempo de Herodes, por inocente. No sabía, pero como yo no quiero las mujeres para consejeras ni bufonas, sino para acostarme con ellas, y si son feas y discretas es lo mismo que acostarse con Aristóteles o Séneca o con un libro, procúrolas de buenas partes para el arte de las ofensas; que cuando sea boba, harto sabe si me sabe bien. Esto me consoló. Llegamos cerca del cenador, y al pasar una enramada prendióseme en un árbol la guarnición del cuello y desgarróse un poco. Llegó la niña, y prendiómelo con un alfiler de plata y dijo la madre que enviase el cuello a su casa al otro día, que allá lo aderezaría doña Ana, que así se llamaba la niña.
Estaba todo cumplidísimo; mucho que merendar, caliente y fiambre, frutas y dulces. Levantaron los manteles y, estando en esto, vi venir un caballero con dos criados por la huerta adelante, y cuando no me cato, conozco a mi buen don Diego Coronel. Acercóse a mí, y como estaba en aquel hábito, no hacía sino mirarme. Habló a las mujeres y tratólas de primas; y, a todo esto, no hacía sino volver y mirarme. Yo me estaba hablando con el repostero, y los otros dos, que eran sus amigos, estaban en gran conversación con él.
Preguntóles, según se echó de ver después, mi nombre, y ellos dijeron:
—Don Filipe Tristán, un caballero muy honrado y rico.
Veíale yo santiguarse. Al fin, delante de ellas y de todos, se llegó a mí y dijo:
—V. Md. me perdone, que por Dios que le tenía, hasta que supe su nombre, por bien diferente de lo que es; que no he visto cosa tan parecida a un criado que yo tuve en Segovia, que se llamaba Pablillos, hijo de un barbero del mismo lugar.
Riéronse todos mucho, y yo me esforcé para que no me desmintiese la color, y díjele que tenía deseo de ver aquel hombre, porque me habían dicho infinitos que le era parecidísimo.
—¡Jesús! —decía el don Diego—. ¿Cómo parecido? El talle, la habla, los meneos, hasta en esa señal de la frente, que en V. Md. debe de ser herida y en él fue un palo que le dieron entrando a hurtar unas gallinas. ¡No he visto tal cosa! Digo, señor, que es admiración grande, y que no he visto cosa tan parecida.
—Dolo al diablo —dije yo— y ¿no ahorcaron ese ganapán?
Entonces las viejas, tía y madre, dijeron que cómo era posible que a un caballero tan principal se pareciese un pícaro tan bajo como aquél. Y porque no sospechase nada de ellas, dijo la una:
—Yo le conozco muy bien al señor don Filipe, que es el que nos hospedó por orden de mi marido, que fue gran amigo suyo, en Ocaña.
Yo entendí la letra y dije que mi voluntad era y sería de servirlas con mi poco posible en todas partes.
El don Diego se me ofreció y me pidió perdón del agravio que me había hecho en tenerme por el hijo del barbero. Y añadía:
—No creerá V. Md.: su madre era hechicera y un poco puta, y su padre ladrón y su tío verdugo, y él el más ruin hombre y más mal inclinado tacaño del mundo.
Yo decía con unos empujoncillos de risa:
—¡Gentil bergantón! ¡Hideputa pícaro!
Y por de dentro considere el pío lector lo que sentiría mi gallofería. Estaba, aunque lo disimulaba, como en brasas. Tratamos de venirnos al lugar. Yo y los otros dos nos despedimos y don Diego se entró con ellas en el coche. Preguntólas que qué era la merienda y el estar conmigo, y la madre y tía dijeron cómo yo era un mayorazgo de tantos ducados de renta y que me quería casar con Anica; que se informase y vería si era cosa, no sólo acertada, sino de mucha honra para todo su linaje.
En esto pasaron el camino hasta su casa, que era en la calle del Arenal a San Filipe. Nosotros nos fuimos a casa juntos como la otra noche. Pidiéronme que jugase, codiciosos de pelarme. Yo entendíles la flor y sentéme. Sacaron naipes: estaban hechos. Perdí una mano. Di en irme por abajo, y ganéles cosa de trescientos reales; y con tanto, me despedí y vine a mi casa.
Topé a mis compañeros, licenciado Brandalagas y Pero López, los cuales estaban estudiando en unos dados tretas flamantes. En viéndome lo dejaron, codiciosos de preguntarme lo que me había sucedido. Yo venía cariacontecido y encapotado, no les dije más de que me había visto en un grande aprieto. Contéles cómo me había topado con don Diego y lo que me había sucedido; consoláronme aconsejando que disimulase y no desistiese de la pretensión por ningún camino ni manera.
En esto, supimos que se jugaba en casa de un vecino boticario juego de parar. Entendíalo yo entonces razonablemente, porque tenía más flores que un mayo y barajas hechas, lindas. Determinámonos de ir a darles un muerto (que así se llama el enterrar una bolsa); envié los amigos delante, entraron en la pieza, y dijeron si gustarían de jugar con un fraile que acababa de llegar a curarse en casa de unas primas suyas, que venía enfermo y traía talegos como el brazo y una calza de doblones. Crecióles a todos el ojo y clamaron:
—¡Venga el fraile norabuena!
—Es hombre grave en la orden —replicó Pero López— y, como ha salido, se quiere entretener, que él más lo hace por la conversación.
—Venga, y sea por lo que fuere.
—No ha de entrar nadie de fuera, por el recato —dijo Brandalagas.
—No hay tratar de eso —respondió el huésped—; ni criados.
Con esto, ellos quedaron ciertos del caso y creída la mentira.
Vinieron los acólitos y ya yo estaba con un tocador en la cabeza por disimular la corona y fingir la enfermedad; sahuméme con paja y afeitéme de tercianas, con una color de cera amarilla, y mi hábito de fraile, unos antojos y mi barba, que por ser atusada no desayudaba. Entré muy humilde, sentéme, comenzóse el juego. Ellos levantaban bien; iban tres al mohíno pero quedaron mohínos los tres, porque yo, que sabía más que ellos, les di tal gatada que en espacio de tres horas me llevé más de mil trescientos reales. Di baratos y con mi «¡Loado sea Nuestro Señor!», me despedí, encargándoles que no recibiesen escándalo de verme jugar, que era entretenimiento y no otra cosa. Los otros, que habían perdido cuanto tenían, dábanse a mil diablos. Despedíme y salímonos fuera.
Venimos a casa a la una y media y acostámonos después de haber partido la ganancia. Consoléme con esto algo de lo sucedido, y a la mañana me levanté a buscar mi caballo y no hallé por alquilar ninguno, en lo cual conocí que había otros muchos como yo. Pues andar a pie pareciera mal y más entonces, fuime a San Filipe y topéme con una lacayo de un letrado, que tenía un caballo y le aguardaba, que se había acabado de apear a oír misa. Metíle cuatro reales en la mano, porque mientras su amo estaba en la iglesia me dejase dar dos vueltas en el caballo por la calle del Arenal, que era la de mi señora.
Consintió, subí en el caballo y di dos vueltas calle arriba y calle abajo sin ver nada, y al dar la tercera asomóse doña Ana. Yo que la vi y no sabía las mañas del caballo ni era buen jinete, quise hacer galantería: dile dos varazos, tiréle de la rienda; empínase y, tirando dos coces, aprieta a correr y da conmigo por las orejas en un charco.
Yo que me vi así, y rodeado de niños que se habían llegado, y delante de mi señora, empecé a decir:
—¡Oh, hideputa! ¡No fuérades vos valenzuela! Estas temeridades me han de acabar. Habíanme dicho las mañas y quise porfiar con él.
Traía el lacayo ya el caballo, que se paró luego. Yo torné a subir; y al ruido se había asomado don Diego Coronel, que vivía en la misma casa de sus primas. Yo que le vi, me demudé. Preguntóme si había sido algo; dije que no, aunque tenía estropeada una pierna. Dábame el lacayo prisa porque no saliese su amo y lo viese, que había de ir a palacio. Y soy tan desgraciado, que estándome diciendo el lacayo que nos fuésemos, llega por detrás el letradillo, y conociendo su rocín arremete al lacayo y empieza a darle de puñadas, diciendo en altas voces que qué bellaquería era dar su caballo a nadie; y lo peor fue que, volviéndose a mí, dijo que me apease con Dios, muy enojado. Todo pasaba a vista de mi dama y de don Diego: no se ha visto en tanta vergüenza ningún azotado. Estaba tristísimo de ver dos desgracias tan grandes en un palmo de tierra. Al fin, me hube de apear; subió el letrado y fuese. Y yo, por hacer la deshecha, quedéme hablando desde la calle con don Diego y dije:
—En mi vida subí en tan mala bestia. Está ahí mi caballo overo en San Filipe, y es desbocado en la carrera y trotón.
Dije cómo yo le corría y hacía parar; dijeron que allí estaba uno en que no lo haría, y era éste de este licenciado. Quise probarlo. No se puede creer qué duro es de caderas, y con mala silla fue milagro no matarme.
—Sí fue —dijo don Diego—; y con todo parece que se siente V. Md. de esa pierna.
—Sí siento —dije yo—; y me querría ir a tomar mi caballo y a casa.
La muchacha quedó satisfecha y con lástima de mi caída, mas el don Diego cobró mala sospecha de lo del letrado, y fue totalmente causa de mi desdicha, fuera de otras muchas que me sucedieron. Y la mayor y fundamento de las otras fue que cuando llegué a casa y fui a ver una arca, adonde tenía en una maleta todo el dinero que había quedado de mi herencia y lo que había ganado, menos cien reales que yo traía conmigo, hallé que el buen licenciado Brandalagas y Pero López habían cargado con ello y no parecían. Quedé como muerto, sin saber qué consejo tomar de mi remedio. Decía entre mí: «¡Malhaya quien fía en hacienda mal ganada, que se va como se viene! ¡Triste de mí! ¿Qué haré?». No sabía si irme a buscarlos, si dar parte a la justicia. Esto no me parecía bien, porque si los prendían, habían de aclarar lo del hábito y otras cosas y era morir en la horca. Pues seguirlos, no sabía por dónde. Al fin, por no perder también el casamiento, que ya yo me consideraba remediado con el dote, determiné de quedarme y apretarlo sumamente.
Comí, y a la tarde alquilé mi caballico y fuime hacia la calle; y como no llevaba lacayo, por no pasar sin él, aguardaba a la esquina, antes de entrar, a que pasase algún hombre que lo pareciese, y en pasando partía detrás de él, haciéndole lacayo sin serlo; y en llegando al fin de la calle, metíame detrás de la esquina hasta que volviese otro que lo pareciese; metíame detrás y daba otra vuelta.
Yo no sé si fue la fuerza de la verdad de ser yo el mismo pícaro que sospechaba don Diego, o si fue la sospecha del caballo del letrado, u qué se fue, que don Diego se puso a inquerir quién era y de qué vivía, y me espiaba. En fin, tanto hizo, que por el más extraordinario camino del mundo supo la verdad; porque yo apretaba en lo del casamiento, por papeles, bravamente, y él, acosado de ellas, que tenían deseo de acabarlo, andando en mi busca, topó con el licenciado Flechilla, que fue el que me convidó a comer cuando yo estaba con los caballeros, y este, enojado de cómo yo no le había vuelto a ver, hablando con don Diego, y sabiendo cómo yo había sido su criado, le dijo de la suerte que me encontró cuando me llevó a comer y que no había dos días que me había topado a caballo muy bien puesto, y le había contado cómo me casaba riquísimamente.
No aguardó más don Diego, y volviéndose a su casa encontró con los dos caballeros del hábito y cadena amigos míos, junto a la Puerta del Sol, y contóles lo que pasaba y díjoles que se aparejasen y en viéndome a la noche en la calle, que me magullasen los cascos; y que me conocerían en la capa que él traía, que la llevaría yo. Concertáronse, y en entrando en la calle, topáronme, y disimularon de suerte los tres que jamás pensé que eran tan amigos míos como entonces. Estuvímonos en conversación tratando de lo que sería bien hacer a la noche, hasta el avemaría. Entonces despidiéndose los dos, echaron hacia abajo, y yo y don Diego quedamos solos y echamos a San Filipe.
Llegando a la entrada de la calle de la Paz, dijo don Diego:
—Por vida de don Filipe, que troquemos capas, que me importa pasar por aquí y que no me conozcan.
—Sea en buen hora —dije yo.
Tomé la suya inocentemente y dile la mía. Ofrecíle mi persona para hacerle espaldas, mas él, que tenía trazado el deshacerme las mías, dijo que le importaba ir solo, que me fuese.