Dos pasajeros, además del que se ha mencionado, subían trabajosamente la pendiente, al lado de la diligencia. Los tres llevaban subidos los cuellos de sus abrigos y usaban botas altas. Ninguno de ellos hubiera podido decir cómo eran sus compañeros de viaje, tan cuidadosamente recataban todas sus facciones y su carácter a los ojos del cuerpo y a los del alma de sus compañeros. Por aquellos tiempos los viajeros se mostraban difícilmente comunicativos con sus compañeros, pues cualquiera de éstos pudiera resultar un bandolero o un cómplice de los bandidos. En cuanto a éstos, abundaban extraordinariamente en tabernas o posadas, donde se podían hallar numerosos soldados a sueldo del capitán, y entre ellos figuraban desde el mismo posadero hasta el último mozo de cuadra. En esto precisamente iba pensando el guarda de la diligencia la noche de aquel viernes del mes de noviembre de mil setecientos setenta y cinco, mientras penosamente subía el vehículo la pendiente de Shooter, y él iba sentado en la banqueta posterior que le estaba reservada y en tanto que daba vigorosas patadas sobre las tablas, para impedir que sus pies se transformaran en bloques de hielo. Llevaba la mano puesta en un cofre en que había un arcabuz cargado, y un montón de seis o siete pistolas de arzón sobre una capa inferior de sables.
En este viaje de la diligencia de Dover ocurría como en todos los que hacía, es decir, que el guarda sospechaba de los viajeros, éstos recelaban uno de otro y del guarda, y unos a otros se miraban con desconfianza. En cuanto al cochero, solamente estaba seguro de sus caballos; pero aun con respecto a éstos habría jurado, por los dos Testamentos, que las caballerías no eran aptas para aquel viaje.
—¡Arre! —gritaba el cochero—. ¡Arriba! ¡Un esfuerzo más y llegaréis arriba! ¡Oye, José!
—¿Qué quieres? —contestó el guarda.
—¿Qué hora es?
—Por lo menos, las once y diez.
—¡Demonio! —exclamó el cochero—. Y todavía no hemos llegado a lo alto de esa maldita colina. ¡Arre! ¡Arre! ¡Perezosos!
El caballo delantero, que recibió un latigazo del cochero, dio un salto y emprendió la marcha arrastrando a sus tres compañeros. La diligencia continuó avanzando seguida por los viajeros, que procuraban no separarse de ella y que se detenían cuando el vehículo lo hacía, pues si alguno de ellos hubiese propuesto a un compañero avanzar un poco entre la niebla y la obscuridad, se habría expuesto a recibir un tiro como salteador de caminos.
El último esfuerzo llevó el coche a lo alto de la colina, y allí se detuvieron los tres caballos para recobrar el aliento, en tanto que el guarda bajó con objeto de calzar la rueda para el descenso y abrir la puerta del coche para que los viajeros montasen.
—¡José! —dijo el cochero desde su asiento.
—¿Qué quieres, Tomás?
Los dos se quedaron escuchando.
—Me parece que se acerca un caballo al trote.
—Pues yo creo que viene al galope —replicó el guarda encaramándose a su sitio—. ¡Caballeros, favor al rey!
Y después de hacer este llamamiento, cogió su arcabuz y se puso a la defensiva. El pasajero a quien se refiere esta historia estaba con el pie en el estribo, a punto de subir, y los dos viajeros restantes se hallaban tras él y en disposición de seguirle. Pero se quedó con el pie en el estribo y, por consiguiente, sus compañeros tuvieron que continuar como estaban. Todos miraron al cochero y al guarda y prestaron oído. En cuanto al cochero y al guarda miraron hacia atrás y hasta el mismo caballo delantero enderezó las orejas y miró en la misma dirección.
El silencio resultante de la parada de la diligencia, añadido al de la noche, se hizo impresionante. ¡La respiración jadeante de los caballos hacía retemblar el coche, y los corazones de los viajeros latían con tal fuerza, que tal vez se les habría podido oír.
Por fin resonó en lo alto de la colina el furioso galopar de un caballo.
—¡Alto! —gritó el guarda—. ¡Alto, o disparo!
Inmediatamente el jinete refrenó el paso de su cabalgadura y a poco se oyó la voz de un hombre que preguntaba:
—¿Es ésta la diligencia de Dover?
—¡Nada os importa! —contestó el guarda—. ¿Quién sois vos?
—¿Es ésta la diligencia de Dover?
—¿Para qué queréis saberlo?
—Si lo es, debo hablar con uno de los pasajeros.
—¿Cuál?
—El señor Jarvis Lorry.
El pasajero que ya hemos descrito manifestó que éste era su nombre, y el guarda, el cochero y los otros dos pasajeros le miraron con la mayor desconfianza.
—¡Quedaos donde estáis! —exclamó el guarda entre la niebla— porque si me equivoco nadie sería capaz de reparar el error en toda vuestra vida. Caballero que os llamáis Lorry, contestad la verdad.
—¿Qué ocurre? —preguntó el pasajero con insegura voz—. ¿Quién me llama? ¿Sois Jeremías?
—No me gusta la voz de Jeremías, si éste es Jeremías gruñó el guarda para sí.
—Sí, señor Lorry.
—¿Qué ocurre?
—Un despacho que os mandan desde allí T. y Compañía.
—Conozco a este mensajero, guarda —dijo el señor Lorry bajando al camino, a lo que los otros viajeros no pusieron el más pequeño inconveniente, pues se apresuraron a entrar en el coche y cerrar la puerta—. Puede acercarse, no hay peligro alguno.
—Así lo creo, pero no estoy seguro –murmuro el guarda. ¡Eh, el jinete!
—¿Qué pasa? —exclamó el interpelado con voz más bronca que antes.
—Podéis acercaros al paso. Y procurad no llevar la mano a las pistoleras porque me equivoco con la mayor rapidez y mis errores toman la forma de plomo. Avanzad despacio para que os veamos.
Lentamente aparecieron las figuras del jinete y del caballo y fueron a situarse junto a la diligencia, donde estaba el viajero. Se detuvo el jinete y con los ojos fijos en el guarda entregó al pasajero un papel plegado. Fatigados estaban el jinete y su caballo y ambos cubiertos de barro, desde los cascos del último al sombrero del primero.
—Guarda —exclamó el viajero.
—¿Qué deseáis? —preguntó el guarda dispuesto a disparar a la menor señal de peligro.
—No hay nada que temer. Pertenezco al Banco Tellson. Seguramente conocéis el Banco Tellson, de Londres. Voy a París en viaje de negocios. Tomad esta corona para beber. ¿Puedo leer esto?
—Hacedlo rápidamente.
Abrió el pliego y lo leyó a la luz del farol de la diligencia, primero para sí y luego en voz alta: «Esperad en Dover a la señorita».
—Ya veis que no es largo, guarda —dijo— Jeremías, decid que mi respuesta es: «Resucitado».
—¡Vaya una extraña respuesta! —exclamó Jeremías sobresaltado.
—Llevad esta respuesta y por ella sabrán que he recibido el mensaje. Buen viaje, ¡adiós!
Diciendo estas palabras, el viajero abrió la portezuela y entró en el vehículo, sin ser ayudado por los dos que ya estaban en él, quienes se habían ocupado en esconder sus relojes y su dinero en las botas y fingían, en aquel momento, estar dormidos.
El coche prosiguió la marcha, envuelto en más espesa bruma al iniciar el descenso.
El guarda volvió a guardar en la caja el arcabuz, no sin mirar a las pistolas que colgaban de su cinturón y luego examinó una caja que estaba debajo de su asiento, en la que había algunas herramientas, un par de antorchas y una caja con pedernal y yesca, para encender los faroles del carruaje, cosa que tenía que hacer varias veces de noche, cuando los apagaba el viento, y que lograba, si estaba de suerte, en cosa de cinco minutos.
—¡Tomás! —exclamó el guarda llamando al cochero.
—¿Qué quieres, José?
—¿Oíste el mensaje?
—Sí.
—¿Qué te parece?
—Nada, José.
—Pues es una coincidencia —murmuró el guarda— porque a mí me ocurre lo mismo.
Jeremías, ya solo en la niebla y en la obscuridad, echó pie a tierra, no solamente para descansar su caballo, sino que, también, para limpiarse el barro del rostro y secarse un poco el sombrero. Y cuando ya dejó de oír el ruido de las ruedas de la diligencia, emprendió el descenso de la colina.
—Después de galopar desde Temple Bar, amiga —dijo a la yegua, no me fiaré de tus patas hasta que estemos en terreno llano. «Resucitado». Resulta un mensaje muy raro. Y eso no lo entiende Jeremías. Y, amigo Jeremías, si se pusiera de moda resucitar, tal vez te vieras en un serio compromiso.
Capítulo III
Las sombras de la noche
E
s un hecho maravilloso y digno de reflexionar sobre él, que cada uno de los seres humanos es un profundo secreto para los demás. A veces, cuando entro de noche en una ciudad, no puedo menos de pensar que cada una de aquellas casas envueltas en la sombra guarda su propio secreto; que cada una de las habitaciones de cada una de ellas encierra, también, su secreto; que cada corazón que late en los centenares de millares de pechos que allí hay, es, en ciertas cosas, un secreto para el corazón que más cerca de él late.
Y así, por lo que a este particular se refiere, tanto el mensajero que regresaba a caballo, como los tres viajeros encerrados en el estrecho recinto de una diligencia, eran cada uno de ellos un profundo misterio para los demás, tan completo como si separadamente hubiesen viajado en su propio coche y una comarca entera estuviese entre uno y otro.
El mensajero tomó el camino de regreso al trote, deteniéndose con la mayor frecuencia en las tabernas que hallaba en su camino, para echar un trago, pero sin hablar con nadie y conservando el sombrero calado hasta los ojos, que eran negros, muy juntos y de siniestra expresión. Aparecían debajo de un sombrero que, más que tal, semejaba una escupidera triangular y sobre un tabardo que empezaba en la barbilla y terminaba en las rodillas del individuo.
—¡No, Jeremías, no! —murmuraba el mensajero fija la mente en el mismo tema
—Eso no puede convenirte. Tú, Jeremías, eres un honrado menestral, y de ninguna manera convendría eso a tu negocio. «Resucitado». ¡Que me maten si no estaba borracho al decirme eso!
Tan preocupado le traía el mensaje, que varias veces se quitó el sombrero para rascarse la cabeza, la cual, a excepción de la coronilla, que tenía calva, estaba cubierta de pelos gruesos y ásperos que le caían casi hasta la altura de la nariz.
Mientras regresaba al trote para transmitir el mensaje al vigilante nocturno de la Banca Tellson, en Temple Bar, quien había de pasarlo a sus superiores, las sombras de la noche tomaban tales formas que le recordaban constantemente el mensaje, al paso que para la yegua constituían motivos de inquietud, y sin duda alguna debía de tenerlos a cada paso, porque se manifestaba bastante intranquila. Mientras tanto, para los viajeros que iban en la diligencia que corría dando tumbos, aquellas sombras tomaban las formas que sus semicerrados ojos y confusos pensamientos les prestaban.
Parecía que el Banco Tellson se hubiera trasladado a la diligencia. El pasajero que al establecimiento pertenecía, con el brazo pasado por una de las correas, gracias a lo cual evitaba salir disparado contra su vecino cuando el coche daba uno de sus saltos, cabeceaba en su sitio con los ojos medio cerrados. Creía ver que las ventanillas del coche, el farol que los alumbraba débilmente y el bulto que hacía el otro pasajero, eran el mismo Banco y que en aquellos momentos él mismo realizaba numerosos negocios.
El ruido de los arneses era el tintineo de las monedas, y pagaba más letras en cinco minutos, de lo que el Banco Tellson, a pesar de sus relaciones nacionales y extranjeras, había pagado nunca en tres veces en el mismo tiempo. Luego, ante el adormilado pasajero se abrieron los sótanos del Banco, sus valiosos almacenes, sus secretos, de los que conocía una buena parte, y él circulaba por allí con sus llaves y alumbrándose con una vela, viendo que todo estaba tranquilo, seguro y sólido como lo dejara.
Pero aunque el Banco estaba siempre con él y aunque también le acompañaba el coche, de un modo confuso, como bajo los efectos de un medicamento opiado, había en su mente otras ideas que no cesaron durante toda la noche. Su viaje tenía por objeto sacar a alguien de la tumba.
Pero lo que no indicaban las sombras de la noche era cuál de los rostros que se le presentaban pertenecía a la persona enterrada. Todas, sin embargo, eran las faces de un hombre de unos cuarenta y cinco años, y diferían principalmente por las pasiones que expresaban y por su estado de demarcación y de lividez. El orgullo, el desdén, el reto, la obstinación, la sumisión y el dolor se sucedían unos a otros y también, sucesivamente, se presentaban rostros demacrados, de pómulos hundidos, y de color cadavérico. Pero todos los rostros eran de un tipo semejante y todas las cabezas estaban prematuramente canas. Un centenar de veces el pasajero medio adormecido preguntaba a aquel espectro:
—¿Cuánto tiempo hace que te enterraron?
—Casi dieciocho años —contestaba invariablemente el espectro.
—¿Habías perdido la esperanza de ser desenterrado?
—Ya hace mucho tiempo.
—¿Sabes que vas a volver a la vida?
—Así me dicen.
—¿Te interesa vivir?
—No puedo decirlo.
—¿Querrás que te la presente? ¿Quieres venir conmigo a verla?
Las respuestas a esta pregunta eran varias y contradictorias. A veces la contestación era: «¡Espera! Me moriría si la viera tan pronto». Otras salía la respuesta de entre un torrente de lágrimas, para decir: «¡Llévame junto a ella!» Otras se quedaba el espectro admirado y maravillado y luego exclamaba: «No la conozco. No te entiendo».