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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Verano (3 page)

Había calles pavimentadas subterráneas, algunas bastante anchas para permitir el paso de dos carros. ScufBar iba por una de esas calles, llevando el hoxney con su carga. Se había separado de Floer Crow en un mercado, en las afueras de la ciudad. Mientras pasaba los peatones se volvían para mirarlo, tapándose las narices ante el olor que dejaba a su paso. El bloque de hielo se había derretido casi por completo.

—¿El anatomista y deuteroscopista? —pregunto a un transeúnte—. ¿Bardol CaraBansity?

—Plaza Ward.

Mendigos de todas clases pedían limosna en el exterior de las muchas iglesias: soldados heridos que habían regresado del frente, inválidos, hombres y mujeres con terribles canceres de piel. ScufBar los ignoro. En todas las esquinas y plazas cantaban las pecubeas enjauladas. Los cantos de las muchas variedades de pecubeas eran lo bastante diferentes para que un ciego pudiera guiarse por ellos.

ScufBar siguió su camino por la maraña de callejuelas, descendió unos pocos anchos escalones hasta la plaza Ward, y se acerco a la puerta donde un cartel mostraba el nombre Bardol CaraBansity. Hizo sonar la campanilla.

Se descorrió un cerrojo y la puerta se abrió. Apareció un phagor vestido con una tosca camisa de cáñamo. Complementó su mirada de color cereza con una pregunta:

—¿Que quiere?

—Busco al anatomista.

Después de atar el hoxney a un poste, ScufBar entro y se hallo en una habitación pequeña y en forma de bóveda. Otro phagor aguardaba detrás de un mostrador.

El primero avanzo por un pasillo, rozando ambas paredes con sus anchos hombros. Descorrió una cortina y entro en un cuarto, en un ángulo del cual había una cama; sobre ella, el anatomista celebraba una conferencia con su esposa. La interrumpió mientras el criado no humano decía lo que tenia que decir, y luego suspiro.

—Ya voy, maldito seas. —Bajó de la cama y se apoyo contra la pared para ponerse los pantalones debajo de su charfrul, que ajustó con lenta deliberación.

La mujer le arrojó un cojín.

—¿Por que no lo concentras nunca, estúpido? Termina lo que has empezado. Dile a esos necios que se marchen.

El movió la cabeza y sus pesados mofletes temblaron.

—Es el incesante reloj del mundo, querida. Mantén eso caliente hasta que vuelva. No soy yo quien gobierna las idas y venidas de los hombres…

Salió al pasillo y se detuvo en el umbral de su tienda para inspeccionar al recién llegado. Bardol CaraBansity era un hombre macizo, menos alto que robusto, con una forma cansada de hablar y un pesado cráneo no muy distinto del de un phagor. Usaba un grueso cinturón de cuero sobre su charfrul, y un cuchillo. Aunque parecía un vulgar carnicero, CaraBansity tenía una bien ganada reputación de hombre sagaz.

Con su pecho hundido y su abdomen protuberante, ScufBar no era una visión que impresionara, y CaraBansity demostró, en efecto, que no estaba impresionado.

—Tengo un cuerpo para vender, señor. Un cuerpo humano.

Sin hablar, CaraBansity hizo un gesto a los phagors. Ellos alzaron el cuerpo y lo arrojaron sobre el mostrador. Tenía aserrín y fragmentos de hielo adheridos.

El anatomista y deuteroscopista avanzó un paso.

—Está algo podrido. ¿Dónde lo has encontrado, hombre?

—En el río, señor. Mientras pescaba.

El cuerpo estaba tan hinchado por los gases internos que se salía de sus ropas. CaraBansity colocó el cadáver sobre la espalda y extrajo un pescado muerto de su camisa. Lo arrojo a los pies de ScufBar.

—Este es el así llamado pez cuchara. Para nosotros, los que nos preocupamos por la verdad, no es de ningún modo un pez, sino la progenie marina del gusano de Wutra. Marina. De agua de mar, no dulce. ¿Por que mientes? ¿Has asesinado a este pobre ser? Pareces un criminal. La frenología lo sugiere.

—Muy bien, señor, si así lo prefiere usted, lo encontré en el mar. Como soy un criado de la infortunada reina, no quería que el hecho fuese demasiado conocido.

CaraBansity lo observó con mayor atención.

—Bandido. ¿De modo que sirves a MyrdemInggala, reina de reinas? Esa señora merecería mejor fortuna y mejores criados.

—No le sirvo tan mal. Dígame cuanto me pagará por este cuerpo.

—Has hecho todo el camino por diez roons, no más. En estos tiempos tan perversos puedo encontrar cadáveres todos los días de la semana. Y más frescos que este, además.

—Me dijeron que me pagaría cincuenta, señor. Cincuenta roons. —ScufBar se frotaba las manos con aire evasivo.

—¿Cómo puede ser que aparezcas aquí con tu maloliente amigo justamente cuando el mismo rey y un enviado del Santo C'Sarr están a Punta de llegar a Ottassol? ¿Eres un agente del rey?

ScufBar abrió las manos y se encogió un paco.

—Sólo conozco a mi hoxney, que esta fuera. Págueme veinticinco solamente, señor, y volveré de inmediato junto a la reina.

—Sois todos codiciosos. No es extraño que el mundo este por arder.

—Si es así, señor, aceptare veinte. Veinte roons.

Volviéndose a uno de los phagors, que deslizaba su pálida milt por los ollares finos como ranuras, CaraBansity dijo:

—Paga a este hombre y haz que se marche.

—¿Cuánto debo pagar?

—Diez roons.

ScufBar dejo escapar un gemido de angustia.

—Esta bien. Quince. Y envía a la reina los respetos de Bardol CaraBansity.

El phagor busco entre sus ropas de cáñamo y sacó una pequeña bolsa. De ella surgieron tres monedas de cobre, que cayeron en la nudosa palma de la mano con tres dedos. ScufBar tome las monedas y se dirigió a la puerta con aire sombrío.

CaraBansity ordeno enseguida a uno de sus asistentes no humanos que cargara el cuerpo al hombro —orden que fue acatada sin repugnancia observable— y lo siguiera por un oscuro corredor, invadido por extraños olores. CaraBansity sabia tanto de estrellas como de intestinos, y su casa —semejante a un intestino— penetraba en lo profundo del loess. Poseía cámaras dedicadas a cada uno de sus intereses, y salidas a varias calles.

Entraron en un laboratorio. La luz penetraba oblicuamente por dos pequeñas ventanas cuadradas incrustadas en el muro de tierra, grueso como el de una fortaleza. Bajo los pies abiertos del phagor brillaban puntos luminosos. Parecían diamantes. Eran fragmentos de cristal, caídos mientras el deuteroscopista fabricaba lentes.

La habitación estaba atestada de despojos científicos. En la pared aparecían pintadas las diez casas del zodiaco. De otro muro colgaban tres cuerpos en distintas etapas de disección: los de un pez gigantesco, un hoxney y un phagor. El hoxney había sido abierto como un libro y privado de sus vísceras, para que quedaran visibles las costillas y la columna vertebral. En una mesa próxima había hojas de papel en las que CaraBansity había trazado detallados dibujos del animal muerto, pintando algunas zonas con tintas de color.

Peyt hizo girar sobre el hombro el cadáver gravabagaliniano y lo colgó, cabeza abajo, de un riel. Dos ganchos atravesaban la carne entre el calcañar y el talón de Aquiles. Los brazos rotos se movían, y las manos hinchadas se apoyaron como cangrejos en el suelo. Al oír una palmada de su amo, Peyt se marcho. A CaraBansity le molestaba la presencia de los seres de dos filos, pero eran más baratos que los sirvientes, e incluso que los esclavos humanos.

Después de contemplar largo rato el cadáver, CaraBansity cortó con su cuchillo las ropas del muerto. Ignore el hedor de la podredumbre.

Era el cuerpo de un hombre joven; doce años, doce y medio, a lo sumo doce y nueve decimos. No más. Sus ropas eran bastas y extranjeras; tenía el pelo cortado al modo de los marineros.

—Tal vez, amigo mío, no eres de Borlien —dijo CaraBansity al cadáver—. Tus ropas tienen el estilo de Hespagorat… Probablemente de Dimariam.

El vientre estaba tan distendido que ocultaba por completo un ancho cinturón de cuero. CaraBansity lo abrió. En la carne apareció una herida. Se puso un guante y medo la mano en ella. Sus dedos encontraron un obstáculo. Después de tironear un poco, extrajo un cuerno gris de dos filos que había atravesado el diafragma, hundiéndose profundamente en el cuerpo. Miró el objeto con interés.

Los afilados bordes lo convertían en un arma eficaz. Antes había tenido un mango, pero quizás se habría perdido en el mar.

Miró el cuerpo con renovado interés. Los misterios siempre le agradaban.

Depositando el cuerno en el suelo, examine el cinturón. Era el trabajo de un excelente artesano, pero del tipo que se vendía en codas partes, por ejemplo en Osoilima, donde los peregrinos eran mercado propicio para tales objetos. En el interior había un pequeño bolsillo abotonado. Lo abrió y sacó un objeto incomprensible.

Con el ceño fruncido, llevo en su gruesa palma el objeto a la luz. No se parecía a nada que hubiese visto antes. Ni siquiera podía identificar el metal con el que, en gran parte, estaba hecho. Un escalofrío de temor supersticioso atravesó su mente pragmática.

Mientras lo lavaba debajo de la bomba, eliminando huellas de sangre y de arena, Bindla, su mujer, entró en el laboratorio.

—¿Bardol? ¿Que haces ahora? Pensé que volverías a la cama. ¿Sabes qué guardaba caliente para ti?

—Me encantaría, pero debo hacer otra cosa. —Le dirigió una de sus sonrisas solemnes. Bindla estaba en su temprana edad madura: veintiocho y un décimo, casi dos años más joven que él. Su abundante pelo rojizo había perdido algo de su brillo, pero él admiraba la conciencia que ella tenia de sus propios maduros encantos. En ese momento ella exageraba su desagrado por los olores del laboratorio.

—Ni siquiera estas escribiendo lo tratado sobre la religión, la excusa habitual.

El gruñó:

—Prefiero mis males olores.

—Hombre perverso. La religión es eterna; el hedor no.

—Al contrario, querida mía de largas piernas; las religiones cambian todo el tiempo. Son los hedores los que no cambian. —¿Eso te alegra? Él secaba con un trozo de tela el maravilloso objeto, y no respondió. —Mira. Bindla se acerco y apoyo una mano en su hombro. —¡Por la Roca! —exclamo, asombrada. Él se lo entregó y ella lo miró boquiabierta. Una tira de metal hábilmente entrelazado, muy parecido a un brazalete, sostenía un papel traslucido donde brillaban tres series de números. Leyeron los números en voz alta, mientras él los señalaba con un dedo romo.

06:16:55 12:37:76 19:20:14 Las cifras bailaban y cambiaban mientras ellos observaban. Los CaraBansity se miraron sorprendidos. Volvieron a concentrarse en el objeto.

Jamás he visto un talismán como este —dijo Bindla. Tuvieron que mirar otra vez, fascinados. Los números eran negros sobre fondo amarillo. Él leyó en voz alta:

06: 20: 2513: 00: 00 19: 23: 44

Cuando CaraBansity acercó el objeto a su oído para comprobar si emitía algún sonido, el reloj de péndulo de la pared dio trece campanadas. Era un reloj muy complicado, que el mismo CaraBansity había construido en su juventud. Indicaba gráficamente la salida y la puesta de los dos soles, Freyr y Batalix, así como las divisiones del tiempo: los cien segundos por minuto, los cuarenta minutos de cada hora, las veinticinco horas del día, los ocho días de la semana, las seis semanas del décimo, y los diez décimos de ese año de cuatrocientos ochenta días. Un indicador separado mostraba los 1.825 pequeños años del Gran Año; ahora señalaba el 381, la fecha presente según el calendario de Borlien y Oldorando.

Bindla escucho sin oír nada.

—¿Es alguna clase de reloj?

—Tiene que serlo. La cifra central marca las trece, la hora de Borlien…

Ella siempre sabía cuando algo lo desconcertaba. Se mordía el puño como un niño.

En la parte superior había pequeñas salientes. Ella oprimió una.

Apareció otra serie de cifras:

6877 828 3269 (1177)

—El del centro es el Año, según alguno de los antiguos calendarios. ¿Cómo puede funcionar esto?

CaraBansity oprimió el botón y reapareció la serie anterior. Dejó el brazalete sobre el banco y lo miró, pero Bindla lo recogió y se lo peso en la muñeca. De inmediato el brazalete se ajusto por si solo, ciñendo su piel. Bindla lanzo un grito.

CaraBansity se dirigió a un estante de usados libros de referencia. Hizo a un lado una antigua copia del Testamento de RainiLayan y tomó un ejemplar de las Tablas Calendarias para Videntes y Deuteroscopistas. Después de pasar varias páginas, se detuvo en una y pasó el dedo por una columna.

Aunque el Año, según el calendario de Borlien-Oldorando, era el 381, esa cifra no era universalmente aceptada. Algunas naciones empleaban otro calendario, mencionado en las Tablas. Allí estaba el 828. Lo encontró bajo el titulo del antiguo y ya fuera de use “Calendario de Denniss”, el cual se asociaba ahora con la brujería y el ocultismo. Denniss era el nombre de un rey legendario que había gobernado, según se suponía, sobre todo Campannlat.

—La cifra central del brazalete se refiere a la hora local… —Volvió a morderse el puño.— Y nada le ha ocurrido al sumergirse en el mar. ¿Dónde hay ahora artesanos capaces de hacer una joya como esta? Sin duda se conserva desde los tiempos del rey Denniss…

Sostuvo la muñeca de su esposa y ambos contemplaron la continua variación de números. Habían encontrado un reloj cuyo sofisticado mecanismo no tenía paralelo, como quizá tampoco su valor ni seguramente su misterio.

Dondequiera que estuviesen los artesanos que lo habían construido, sin duda no padecían la desesperada situación a la que el rey JandolAnganol había llevado a Borlien. En Ottassol las cosas marchaban mejor porque era un puerto que comerciaba con otras tierras. En todo el resto las condiciones eran peores, por la sequía, el hambre y el bandolerismo. Las guerras y escaramuzas agotaban la savia vital del país. Un estadista más capaz que el rey, asesorado por una scritina o parlamento menos corrompido, haría la paz con los enemigos de Borlien y se ocuparía del bienestar de la población local.

Sin embargo, no era posible odiar a JandolAnganol —aunque a menudo CaraBansity lo intentaba— porque hubiera resuelto abandonar a su hermosa mujer, la reina de reinas, para casarse con una estúpida chiquilla mitad Madi. ¿Por que haría eso el Águila sino para fortalecer la alianza entre Borlien y su antigua enemiga, Oldorando, es decir, por el bien de su país? JandolAnganol era un hombre peligroso, desde luego; pero las circunstancias pesaban tanto sobre él como sobre el campesino más pobre.

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