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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

Havana Room (34 page)

—¿Era agradable?

Entornó un ojo.

—Un placer absoluto, sí.

—Y con estas palabras de reconocimiento del elevado arte del señor Ha —anunció Allison triunfal, extendiendo los brazos—, hemos terminado, caballeros. A los que no han probado el pescado les invitamos a volver, y a los que lo han hecho, esperamos que les vaya bien en el futuro. Recuerden, por favor, que no deben hablar de lo que han visto fuera de aquí. Como siempre, veré a muchos de ustedes en el restaurante en las próximas semanas. Gracias al señor Ha y gracias a nuestra encantadora Shantelle. ¡Buenas noches!

El público prorrumpió en aplausos educados pero ambivalentes que enseguida cesaron. Apareció de nuevo el anciano camarero, seguido por el barman, y, ante la perspectiva de más copas, el ambiente se volvió más bullicioso y distendido. Varios hombres encendieron sus puros de obsequio. Como algunos de ellos, yo no sabía si creer lo que había visto, y estudié la cara de los primeros dos hombres que habían comido el pescado al describir sus experiencias a los que tenían cerca. Recordé la afirmación del viejo literato de que era una exhibición fraudulenta con impostores. ¿Era posible que tuviera razón? A menos que probara el pescado personalmente, ¿cómo iba a estar seguro de que no era todo una farsa?

El último hombre en probar el pescado se levantó, dio un paso, recuperó el equilibrio y se dirigió a su mesa. Shantelle aprovechó para empujar el cómodo sillón de nuevo a su oscuro rincón, y no me importó verla de espaldas, con sus delicadas caderas balanceándose a izquierda y derecha. Tampoco me importó que Allison me sorprendiera haciéndolo. Ésta se acercó y dejó caer los dedos en mi hombro en un gesto un poco posesivo.

—¿Te ha gustado el espectáculo?

—Ya lo creo.

—Pero noto algo en tu voz.

—Es posible.

Allison recorrió la habitación con la mirada. Todavía tenía cosas que hacer.

—Entonces, ¿crees que necesitas más pruebas?

Estaba a punto de responder, pero ella se marchó para hablar con Ha mientras éste recogía. Él manipuló un poco más el pescado, me pareció, y corto algo, lo sumergió en agua y lo envolvió en un trozo de col. Quería comprender qué hacía y por qué Allison quería vigilarlo de cerca, pero me distrajo la llegada de Shantelle, en cuya bandeja dorada vi por fin que había una atenta selección de pequeños tarros de caviar, entradas de primera fila para partidos de los Knicks y espectáculos de Broadway, botellas de bebidas alcohólicas de líneas aéreas, puros franceses, relojes de pulsera para señora, un pack de viagra/condón, chocolate suizo, tarjetas telefónicas imposibles de localizar y en cantidades pagadas, cupones de regalo para Victoria’s Secret por valor de quinientos dólares, monedas de oro y varias pelotas pequeñas de béisbol firmadas por jugadores estrella de los Yankees.

—¿Tiene alguna de Derek Jeter? —pregunté examinándolas.

—Creo que sí —respondió Shantelle. Luego señaló—: Sí.

Cogí la pelota y disfruté del tacto del cuero. La firma de Jeter era letra apretada y sin demasiadas florituras. Me pareció que la pelota me iba a traer suerte, que a mi hijo le habría gustado. Sí… le habría gustado a mi hijo.

—¿Es auténtica?

—Oh, sí —ronroneó ella—. Nos llegan de un proveedor de confianza.

—Me la quedo.

Y así lo hice. El precio era ridículo, pero no cuando lo comparabas con la feliz sorpresa que se llevaría Timothy si conseguía hacerle llegar la pelota.

Cuando volví a levantar la mirada. Ha limpiaba la mesa de forma obsesiva. La roció con jabón y volvió a limpiarla. Me fijé en que todo lo que tocaba iba a parar al cubo verde. Cuchillos, trapos, trozos de pescado, pelotas de arroz, todo. Luego introdujo una mano debajo de la mesa y sacó una bolsa de briquetas de carbón. ¿Una barbacoa? No. Abrió la barra y dejó caer la mitad de las briquetas en el cubo verde, y añadió un poco de agua. Sacó un desatascador común y removió lo que había en el cubo antes de tirarlo en él, se quitó la americana blanca y el sombrero, y también los dejó caer junto con los guantes de plástico y las gafas, y por último cerró el cubo verde y lo precintó.

—¿Carbón? —pregunté a Allison.

—Absorbe todo lo nocivo —explicó ella—. Lo tira en un lugar seguro.

—Y es diluido por la red de alcantarillado de la ciudad de Nueva York.

—Algo así.

—¿Un veneno entre múltiples venenos?

Allison asintió.

—Como los hombres.

—¿Los hombres son múltiples o venenosos?

—Las dos cosas —dijo ella—. Exactamente igual que las mujeres. Se despidió con un movimiento de cabeza de varios clientes que se marchaban.

—Sí —dijo a uno—. Ya le avisaré la próxima vez. —Luego se sentó enfrente de mí—. ¿Y bien?

—No me lo creo —respondí—. Tiene que haber truco.

—No lo hay —dijo Allison—. Funciona.

—No me lo creo.

—Sí que lo haces. No quieres hacerlo, pero lo haces.

—Bah.

Ella se encogió de hombros.

—Pruébalo y demuéstrame que estoy equivocada.

—Gracias pero no.

—¿Tienes miedo?

—Es venenoso.

—Creía que no creías en eso.

—Creo en el veneno, no en la magia cerebral.

—Sin veneno no hay magia cerebral. Si crees en uno crees en lo otro.

—Lo siento —dije.

—¿Crees realmente que es un fraude?

—Podrían ser impostores. O los postores eran auténticos, pero Ha le ha hecho algo al pescado, ha espolvoreado LSD sobre él.

—Es auténtico —dijo Allison inmediatamente.

—No me convence.

—¿Qué te convence?

—Otras cosas. Me parecen más convincentes otras cosas, Allison.

Ella suspiró y me pasó un dedo por el cuello de la camisa.

—Oye, Bill.

—¿Sí?

—¿Puedes convencerte de recoger tu abrigo y esperarme fuera?

* * *

Se abalanzó sobre mí en el taxi, arrojando una pierna por encima de la mía y asiéndome las mejillas con sus manos enguantadas, y yo me recosté y disfruté de ello, aunque no sin preocuparme de que los hombres de H. J. nos siguieran después de haberme esperado fuera. También podía convencerme a mí mismo de que eran capaces de ello. Si me habían cogido una vez, podían volver a hacerlo.

Recorríamos la calle Ochenta Este y las siguientes cuando Allison indicó al taxista que torciera, y un momento después cruzábamos el vestíbulo de su edificio. El saludo que dirigió Allison al portero uniformado sentado en su taburete fue brusco y rápido como una cuchillada, y casi tuvo el mismo efecto; él dejó caer la cabeza sobre su pecho y no dijo nada. Comprendí que yo no era el primer hombre que seguía a Allison a través de las casillas de ajedrez de su vestíbulo de mármol, pero nunca lo sabría por boca de su portero.

La puerta del ascensor se abrió a un apartamento enorme, de la profundidad de una cancha de tenis.

—Caramba, qué…

—Te lo enseñaré por la mañana —interrumpió Allison—. Ven.

La obedecí, siguiéndola directamente a su habitación. La cama era enorme, lo bastante ancha para tres personas. Allison se me quedó mirando y se desnudó. Los zapatos, que arrojó a la moqueta; el vestido, que dejó caer en la silla; el sostén, que se desabrochó con un chasquido dejando al descubierto sus pechos, y las medias, que deslizó por debajo de sus rodillas y se quitó con un movimiento rápido.

—Ahora usted, señor.

En un instante estuve desnudo también yo y probé el sabor salado de su piel, me llevé sus pezones a la boca. Hacía mucho que no estaba con una mujer, cualquier mujer, y me sentía agradecido a Allison por entregarse a mí, o por conducirme hasta ella, y aún más agradecido cuando me tendió de espaldas en la cama y me la mamó con sincero abandono. Un momento después estaba dentro de ella, y si bien no definiría mi actuación como heroica, estuve a la altura de las circunstancias y duré lo suficiente. Además, Allison era fácil y hacía uso de mí a su antojo. Era como mezclar algo con una cuchara. No hay nada como la aterciopelada humedad de una mujer, y la cabeza me daba vueltas de placer.

—Espera —dijo Allison de pronto—. Sal un momento.

—¿Cómo?

—No te preocupes. Contén tu fuego.

Me bajé de ella en la oscuridad, perplejo.

—Enseguida vuelvo, amigo.

Entró corriendo en el cuarto de baño. La luz se encendió antes de que se cerrara la puerta. No sabía si sentirme enfadado, dolido o divertido. Luego se abrió la puerta y la sombra desnuda de Allison cruzó la oscuridad hasta la cama.

Me pregunté si olía algo en su aliento.

—¿Todo va bien?

—Sólo ha sido un pequeño ajuste.

—Ah —dije como si supiera de qué hablaba, tratando de recordar la oscura localización de ciertas formas de control de natalidad.

—Bueno, ¿por dónde íbamos? —ronroneó Allison, asiéndome.

Empezamos de nuevo y, por supuesto, el intervalo creó un nuevo aumento del placer. Sentí cómo me atraía con las manos hacia ella, con tanta fuerza que me golpeó en la nariz con la frente.

—Bill, si hago algo raro —susurró Allison en la oscuridad, con los labios contra mi cuello—, hazte cargo, ¿quieres? Cuida de mí.

—De acuerdo. —Pero no habría dicho nada aunque hubiera querido.

—Bien. —Allison jadeó. Me asió más fuerte y de pronto me mordió el labio inferior con tanta fuerza que me sangró—. Ahora —gruñó con un susurro extraño, jadeante, una voz que nunca le había oído— fóllame con fuerza, aguanta todo lo…

Así lo hice. Pero no fue mucho, un par de minutos tal vez, y cuando acabé lanzando con mi propio rugido, me di cuenta de que ella yacía sin fuerzas en mis brazos.

—¿Allison?

Su cabeza cayó hacia atrás, con la mirada extrañamente perdida, y me atormentó el recuerdo de Wilson Doan hijo. Un miedo frío se apoderó de mí.

—¿Allison? ¡Eh!

Me incorporé. Ella se había desplomado en la cama, con los brazos abiertos. Encendí la luz de la mesilla de noche. Respiraba despacio, con los ojos cerrados, parpadeando muy de vez en cuando. Le cogí la mano, preocupado por haberme equivocado en algo, haberle hecho daño de algún modo, o que estuviera agonizando o en peligro.

—¿Allison?

Nada. Luego un débil parpadeo, la lengua sobre el labio inferior. «Si hago algo raro, cuida de mí».

—¿Estás bien?

Nada. En la comisura de sus labios se dibujó un atisbo de sonrisa.

Se me ocurrió pensar que cuando había ido al cuarto de baño unos minutos antes no había tirado de la cadena.

Me levanté de un salto, entré en el cuarto de baño y cerré la puerta mientras recorría la pared con la mano en busca del interruptor, y me quedé sorprendido al ver un hombre desnudo delante de mí. No tenía muy buen aspecto tampoco. Los ojos desorbitados, el pelo enmarañado, un poco de barriga. El espejo. Dejé que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad y registré el botiquín. Maquillaje, píldoras anticonceptivas, Tylenol, lo habitual. Nada interesante. Miré dentro del inodoro. Nada. Tampoco en el bolsillo del albornoz que colgaba detrás de la puerta. Tal vez yo sólo había… tal vez era mejor que mirara en la basura. Me arrodillé. Sí, allí, en un nido de pañuelos de papel e hilo dental, había un pequeño bote de boca ancha y tapa de rosca. Lo sostuve a la brillante luz y vi una sustancia blanca y un trozo de col agitarse en una especie de líquido con vinagre. Abrí el bote y olí lo que había en él.

Pescado. Sí, olía a pescado. Eran sin duda los restos de un pequeño trozo de pescado. Shao-tzou.

* * *

Si hubiera sido otra clase de hombre, tal vez me habría aprovechado de Allison de algún modo. Estaba tumbada sobre las sábanas, ciega y con fuertes temblores de vez en cuando en la cara, totalmente indefensa, follable, asesinable. Podría haberle hecho cualquier cosa, registrado sus cajones, afeitado la cabeza. Y no voy a fingir que no estaba enfadado; con el pretexto del sexo, ella me había embaucado fríamente para que fuera su celador mientras ella estaba de viaje. ¿Es lo que hacía con todos sus hombres? ¿Ablandarlos para superponer un placer a otro? El pescado debía de ser realmente efectivo para que se sometiera a tales riesgos. La tendí de lado, por si vomitaba, y al hacerlo vi que se había orinado un poco en las sábanas. Era triste y un poco conmovedor, y al mismo tiempo muy extraño, y la cólera que sentía hacia ella se desvaneció. Qué mujer más solitaria y encantadora. Qué desperdicio de vitalidad. La tapé con una manta para asegurarme de que no pasaba frío. Ella no se despertó. Le tomé el pulso cada cierto tiempo durante casi una hora. Era estable. Su respiración también era acompasada. ¿Cuánto pescado había comido? Suficiente para que tuviera un efecto fuerte, mucho más fuerte que el que habían experimentado los hombres poco antes. Pero no tanto para correr peligro. Una cantidad que era… bueno, perfecta. Un arte, había dicho ella, un arte.

Una hora después incorporé a Allison para que bebiera un poco de agua, y ella murmuró algo medio coherente y me dio las gracias, dijo que estaba bien, que por favor la perdonara, y volvió a dormirse, esta vez aferrándome el muslo… como si yo le importara.

* * *

Me desperté poco después de las seis, me erguí en la cama y por un momento no supe dónde estaba. Luego vi a Allison a mi lado, abrazada a una almohada de seda. Respiraba con normalidad y se había puesto un camisón. ¿O se lo había puesto yo? No me acordaba. La examiné. Estaba bien. Caliente, con la respiración acompasada. Me levanté de la cama, sintiendo cómo renacía el fantasma de la vieja rutina doméstica. Hombre, mujer, cama. Café, sol, ¿y dónde están mis calzoncillos? Había sido una noche extraña, y quería irme a mi apartamento, ducharme y afeitarme. En la cocina bebí un poco de zumo de naranja de la nevera y eché un vistazo a los libros de Allison, que parecían inclinarse hacia el misticismo católico y las novelas de mujeres implacables.

Caminé a lo largo de las ventanas del salón contemplando cómo empezaba el día fuera, cómo el sol alcanzaba los ladrillos y los canalones, y se multiplicaban los taxis por la avenida. Confieso que en ese momento sentí tristeza. Llegas a cierta edad en que sabes que acostarte con alguien no es tan sencillo como antes; no es que lo haya sido alguna vez. Pero ahora la realidad se asimila más deprisa. Las personas follan unas con otras; las expectativas son limitadas; la paciencia, provisional. Ella me había seducido en su apartamento para tomarse una dosis de su peligroso pescado y follar hasta quedarse dormida. Follada por un pescado. ¿Explicaba eso el desfile de hombres cariñosos e inútiles con los que había salido antes de conocer a Jay Rainey? ¿Tipos que sabía que no se aprovecharían de una Allison Sparks colocada?

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