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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (29 page)

—¿Qué hacías? —preguntó Hermione con severidad.

—¿Tú qué crees? —replicó Harry con un tono bravucón nada convincente.

—¡Chillabas como un condenado! —le espetó Ron.

—Oh, es eso… Debo de haberme quedado dormido, o…

—¿Nos tomas por tontos, Harry? —terció Hermione—. Sabemos que en la cocina te dolía la cicatriz, y estás blanco como la cera.

El chico se sentó en el borde de la bañera.

—Está bien, tienes razón —cedió—. Acabo de ver cómo Voldemort mataba a una mujer. A estas alturas ya debe de haber acabado con toda la familia. Y no tenía ningún motivo para hacerlo. Ha sido como lo de Cedric: ellos estaban allí y…

—¡No debes permitir que esto vuelva a pasar, Harry! —le recriminó Hermione con vehemencia—. ¡Dumbledore quería que utilizaras la
Oclumancia
porque creía que esa conexión era peligrosa! ¡Voldemort puede utilizarla, Harry! ¿De qué te sirve ver cómo él tortura y mata, en qué puede ayudarte?

—Así sé lo que hace —se defendió.

—Entonces, ¿ni siquiera tratarás de cerrarle el paso a tu mente?

—No puedo, Hermione. Ya sabes que la
Oclumancia
se me da muy mal, nunca llegué a entender cómo funciona.

—¡Porque nunca lo intentaste de verdad! —replicó ella, acalorada—. No lo entiendo, Harry. ¿Acaso te gusta tener esa conexión o relación o… como quieras llamarla?

Vaciló al ver la mirada que Harry le dirigió al levantarse.

—¿Gustarme, dices? —musitó el chico—. ¿A ti te gustaría?

—Yo no… Lo siento, no quería…

—La odio. Detesto que él pueda meterse dentro de mí, detesto tener que verlo cuando más sanguinario se muestra. Pero voy a utilizarla.

—Sin embargo, Dumbledore…

—Olvídate de Dumbledore. Esto es asunto mío y de nadie más. Quiero saber por qué busca a Gregorovitch.

—¿A quién?

—Es un fabricante de varitas extranjero —explicó Harry—. Confeccionó la varita de Krum, y éste asegura que es muy bueno.

—Pero, según tú —intervino Ron—, Voldemort tiene a Ollivander encerrado en alguna parte. Si ya tiene a un fabricante de varitas, ¿para qué necesita a otro?

—Quizá piensa como Krum y considera que Gregorovitch es mejor. O quizá cree que Gregorovitch podrá explicarle lo que hizo mi varita cuando él me perseguía, porque Ollivander no supo aclarárselo.

Harry echó un vistazo al resquebrajado y sucio espejo, y vio a Ron y Hermione intercambiando miradas de escepticismo a sus espaldas.

—Harry, no paras de hablar de cómo actuó tu varita —dijo la chica—, pero lo hiciste tú. ¿Por qué te empeñas en no asumir tu propio poder?

—¡Porque estoy seguro, y Voldemort también lo está, de que no fui yo, Hermione! ¡Él y yo sabemos qué ocurrió en realidad!

Se miraron fijamente a los ojos; Harry sabía que no la había convencido y que ahora ella estaba ordenando sus argumentos para rebatirle la teoría de la actuación de la varita y el hecho de que siguiera metiéndose en la mente de Voldemort. Por ello sintió alivio cuando Ron intervino:

—Déjalo, Hermione. Que haga lo que quiera. Además, si tenemos que ir mañana al ministerio, ¿no crees que deberíamos repasar el plan?

Hermione cedió a regañadientes, pero Harry sabía que volvería a la carga en cuanto se le presentara una oportunidad.

Regresaron a la cocina del sótano, donde Kreacher les sirvió estofado y tarta de melaza.

Esa noche no se acostaron hasta muy tarde, tras pasar horas repasando una y otra vez su plan, hasta que lograron recitárselo a la perfección unos a otros. Harry, que desde hacía unos días dormía en la habitación de Sirius, se tumbó en la cama y con la varita mágica iluminó la vieja fotografía en la que aparecían su padre, Sirius, Lupin y Pettigrew. Dedicó unos minutos más a memorizar el plan. Sin embargo, cuando apagó la varita no pensaba en la poción
multijugos
, ni en las pastillas vomitivas, ni en las túnicas azul marino de los empleados de Mantenimiento Mágico, sino en Gregorovitch, el fabricante de varitas, y se preguntó cuánto tiempo conseguiría ocultarse mientras Voldemort lo buscaba con tanta determinación.

El amanecer sucedió a la medianoche a velocidad de agravio.

—Tienes un aspecto espantoso —dijo Ron al entrar en la habitación para despertar a Harry.

—No por mucho tiempo —repuso éste bostezando.

Encontraron a Hermione en la cocina. Kreacher estaba sirviéndole café y bollos calientes, y ella tenía esa expresión de desquiciada que Harry asociaba con el repaso previo a los exámenes.

—Túnicas —murmuró la chica saludando a Harry con un gesto de la cabeza, y siguió revolviendo en su bolsito de cuentas—, poción
multijugos
, capa invisible, detonadores trampa (deberíais llevar un par cada uno, por si acaso), pastillas vomitivas, turrón sangranarices, orejas extensibles…

Engulleron el desayuno y subieron sin entretenerse. Kreacher se despidió de ellos con cortesía y prometió preparar un pastel de carne y riñones para cuando volvieran.

—Este elfo se hace querer —dijo Ron con afecto—. Y pensar que antes soñaba con cortarle la cabeza y colgarla en la pared.

Salieron al escalón de la puerta principal con muchísimo cuidado, porque había un par de
mortífagos
con caras soñolientas observando la casa desde el otro extremo de la neblinosa plaza. Hermione se desapareció primero con Ron, y luego volvió a buscar a Harry.

Tras unos momentos de oscuridad y sensación de asfixia, Harry se encontró en el diminuto callejón donde habían previsto llevar a cabo la primera fase del plan. El callejón todavía estaba desierto (sólo se veían un par de cubos de basura), pues los primeros empleados del ministerio no solían aparecer hasta las ocho en punto, como muy pronto.

—Muy bien —dijo Hermione consultando la hora—. Tendría que llegar dentro de unos cinco minutos. Cuando la haya aturdido…

—Ya lo sabemos, Hermione —resopló Ron—. ¿Y no teníamos que abrir la puerta antes de que ella llegara?

Hermione soltó un chillido.

—¡Casi se me olvida! Apartaos un poco…

Sacó la varita y apuntó a la puerta contra incendios que tenían al lado, cerrada con candado y cubierta de grafitis. Se abrió con estrépito, dejando a la vista un oscuro pasillo que conducía, como ya sabían gracias a sus meticulosas exploraciones, a un teatro en desuso. Hermione la entornó para que pareciera cerrada e indicó:

—Y ahora nos ponemos otra vez la capa invisible y…

—… y esperamos —concluyó Ron y le echó la capa por encima como quien cubre un periquito con un trapo, y miró a Harry poniendo los ojos en blanco.

Un par de minutos después se oyó un débil «¡paf», y una bruja menuda del ministerio, de cabello canoso y suelto, se apareció a escasos metros de ellos y parpadeó, deslumbrada, porque el sol acababa de salir por detrás de una nube. Pero apenas tuvo tiempo de disfrutar de aquella inesperada tibieza, porque el silencioso hechizo aturdidor de Hermione le dio en el pecho y la bruja cayó hacia atrás.

—Buen trabajo —la felicitó Ron, saliendo de detrás del cubo de basura que había junto a la puerta del teatro, mientras Harry se quitaba la capa invisible.

Juntos, trasladaron a la bruja al oscuro pasillo que conducía a la parte trasera del escenario. Hermione le arrancó varios pelos y los metió en un frasco de fangosa poción
multijugos
que sacó del bolsito de cuentas. Entretanto, Ron rebuscaba en el bolso de la bruja.

—Se llama Mafalda Hopkirk —anunció leyendo una tarjetita que la identificaba como auxiliar de la Oficina Contra el Uso Indebido de la Magia—. Será mejor que cojas esto, Hermione, y aquí están las fichas.

Le dio unas moneditas doradas, todas con las iniciales «M.D.M.» grabadas, que había en el bolso de la bruja.

Hermione se bebió la poción
multijugos
, que había adoptado el bonito color de los heliotropos, y pasados unos segundos se convirtió en el doble de Mafalda Hopkirk. Le quitó las gafas a la verdadera y se las puso, y entonces Harry consultó su reloj.

—Vamos retrasados. El empleado de Mantenimiento Mágico llegará en cualquier momento.

Se apresuraron a cerrar la puerta tras la que habían dejado a la Mafalda auténtica. Harry y Ron se taparon con la capa invisible, pero Hermione permaneció a la vista, esperando. Segundos después se oyó otro «¡paf!» y un mago bajito y con cara de hurón se apareció ante ellos.

—¡Hola, Mafalda!

—¡Hola! —lo saludó Hermione con voz temblorosa—. ¿Qué tal?

—No muy bien, la verdad —respondió el mago, que parecía muy abatido.

Hermione y el mago se encaminaron hacia la calle principal. Harry y Ron los siguieron.

—¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien? —preguntó Hermione, ya más calmada, mientras el mago intentaba exponerle sus problemas; era esencial que no llegara a la calle—. Toma, un caramelo.

—¿Cómo? Ah. No, no, gracias…

—¡Insisto! —dijo Hermione con agresividad, agitando la bolsa de pastillas delante de la cara del mago. Un tanto alarmado, el tipo cogió una.

El efecto fue instantáneo. Apenas la pastilla le tocó la lengua, empezó a vomitar de tal modo que ni siquiera notó que Hermione le arrancaba unos pelos de la coronilla.

—¡Madre mía! —exclamó la chica mientras el mago esparcía vómito por todo el callejón—. Quizá deberías tomarte el día libre.

—¡No, no! —Sentía unas tremendas arcadas pero seguía su camino, aunque haciendo eses—. Tengo que… precisamente hoy… tengo que…

—¡No digas tonterías! —farfulló Hermione, alarmada—. ¡No puedes ir a trabajar en este estado! ¡Creo que deberías ir a San Mungo para que te examinen!

El mago se derrumbó, sin parar de tener arcadas, pero poniéndose a cuatro patas intentó llegar a la calle principal.

—¡No puedes ir a trabajar así! —chilló Hermione.

Por fin, el mago admitió que su acompañante tenía razón. Se agarró de Hermione, que estaba muerta de asco, para levantarse del suelo, se dio la vuelta y se esfumó. Lo único que quedó de él fue la bolsa, que Ron le había arrancado de la mano antes de que se desapareciera, y algunas gotas de vómito flotando en el aire.

—¡Puajj! —exclamó Hermione recogiéndose la túnica para esquivar los charcos de vómito—. Habría sido mucho más limpio aturdirlo a él también.

—Tienes razón —corroboró Ron, y salió de debajo de la capa invisible con la bolsa del mago en la mano—, pero sigo pensando que si dejáramos un reguero de magos inconscientes llamaríamos más la atención. Oye, a ese tipo le gusta mucho su trabajo, ¿no? Pásame los pelos y la poción, Hermione.

En dos minutos, Ron estaba ante ellos, tan menudo y con la misma cara de hurón que el mago al que había suplantado. Acto seguido, se puso la túnica azul marino que llevaba doblada en la bolsa.

—Qué raro que no la llevara puesta, con las ganas que tenía de ir a trabajar, ¿verdad? En fin, me llamo Reg Cattermole, o al menos eso pone en la tarjeta.

—Quédate ahí —le dijo Hermione a Harry, que seguía bajo la capa invisible—. Volveremos enseguida con unos pelos para ti.

Harry tuvo que esperar diez minutos que se le hicieron eternos, solo en aquel callejón salpicado de inmundicia, junto a la puerta tras la que habían escondido a la aturdida Mafalda. Al fin llegaron Ron y Hermione.

—No sabemos quién es —dijo Hermione, y le dio a Harry unos cabellos negros y rizados—, pero se ha marchado a su casa con una hemorragia nasal tremenda. Ten, es bastante alto, necesitarás una túnica más grande…

Sacó una de las túnicas viejas que Kreacher les había lavado, y Harry se retiró un poco para cambiarse y tomar la poción.

Cuando hubo terminado la dolorosa transformación, Harry llevaba barba, medía más de un metro ochenta y, a juzgar por sus musculosos brazos, tenía una complexión atlética. Se guardó la capa invisible y las gafas bajo la túnica y fue a reunirse con sus amigos.

—¡Caray, das miedo! —exclamó Ron; ahora su amigo era bastante más alto que él.

—Coge una de las fichas de Mafalda y vámonos —le dijo Hermione a Harry—; ya casi es la hora.

Salieron del callejón. En la abarrotada acera de la calle principal, a unos cincuenta metros, unas rejas negras y puntiagudas flanqueaban dos tramos de escalones, uno con el letrero «Damas» y el otro «Caballeros».

—Nos vemos ahora mismo —dijo Hermione, nerviosa, antes de bajar tambaleándose los escalones que conducían al lavabo de señoras. Harry y Ron siguieron a unos individuos de extraño atuendo que también bajaban hacia lo que parecía un lavabo público subterráneo, normal y corriente, revestido de azulejos blancos y negros.

—¡Buenos días, Reg! —saludó otro mago con túnica azul marino al entrar en una cabina tras insertar una ficha dorada en la ranura de la puerta—. Menudo latazo, ¿verdad? ¡Obligarnos a ir al trabajo de esta forma! ¿Quién creen que va a venir, Harry Potter? —Y rió de su propio chiste.

Ron soltó una risita forzada y replicó:

—Sí, qué tontería, ¿no?

Ambos amigos entraron en cabinas contiguas.

Harry oyó cómo los magos tiraban de la cadena en otras cabinas. Se agachó y miró por el resquicio del panel que separaba su cubículo del de al lado, justo a tiempo de ver un par de botas subiéndose al retrete. Luego miró por el resquicio de la izquierda y vio a Ron, que también se había agachado y lo miraba a él.

—¿Tenemos que meternos en el retrete y tirar de la cadena? —susurró incrédulo.

—Por lo visto, sí —respondió Harry con una voz grave y áspera que no reconoció.

Ambos se incorporaron y Harry se subió al retrete; se sentía increíblemente imbécil.

Sin embargo, supo al instante que había hecho lo correcto, pues aunque tuvo la sensación de meterse de lleno en el agua, los zapatos, los pies y el bajo de su túnica permanecieron completamente secos. Tiró de la cadena y un momento después descendía por una corta rampa hasta aterrizar en una de las chimeneas del Ministerio de Magia.

Se levantó con dificultad, nada acostumbrado a manejar un cuerpo tan grande. El inmenso Atrio parecía más oscuro de como lo recordaba; antes, una fuente dorada ocupaba el centro del vestíbulo y arrojaba temblorosos puntos de luz al pulido parquet y las paredes. Ahora, en cambio, una gigantesca composición en piedra negra dominaba la escena; se trataba de una enorme y sobrecogedora escultura de una bruja y un mago que, sentados en sendos tronos labrados y ornamentados, observaban a los empleados del ministerio que salían por las chimeneas; en el pedestal se leían unas palabras grabadas con letras de un palmo de alto: «LA MAGIA ES PODER.»

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