Read Harry Potter. La colección completa Online

Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

Harry Potter. La colección completa (327 page)

—¡Ron, Ginny! —gritó la señora Weasley mientras corría a abrazar a sus hijos—. ¡Y tú, Harry, querido! ¿Cómo estás?

—Bien —mintió él mientras ella lo abrazaba con todas sus fuerzas.

Por encima del hombro de la señora Weasley, Harry vio que Ron miraba con los ojos como platos la ropa nueva de los gemelos.

—¿Qué es eso? —preguntó señalando las llamativas chaquetas.

—Piel de dragón de la mejor calidad, hermanito —respondió Fred, y tiró un poco de su cremallera—. El negocio funciona de maravilla, y nos pareció que nos merecíamos un premio.

—¡Hola, Harry! —dijo Lupin cuando la señora Weasley soltó al muchacho y fue a saludar a Hermione.

—¡Hola! —contestó él—. No esperaba… ¿Qué hacen ustedes aquí?

—Bueno —respondió Lupin sonriendo—, hemos creído oportuno decirles un par de cosas a tus tíos antes de que te lleven a casa.

—No sé si será buena idea —comentó Harry de inmediato.

—Ya lo creo que lo es —gruñó Moody, que se había acercado renqueando—. Son ésos, ¿verdad, Potter?

Señaló con el pulgar por encima de su hombro; estaba mirando con su ojo mágico a través de la parte de atrás de su cabeza y del bombín. Harry se inclinó un poco a la izquierda para ver hacia dónde apuntaba
Ojoloco
y, en efecto, allí estaban los tres Dursley, asombradísimos ante el comité de bienvenida de Harry.

—¡Ah, Harry! —exclamó el señor Weasley, y se separó de los padres de Hermione, a los que acababa de saludar con entusiasmo y que en ese momento abrazaban a su hija—. Bueno, ¿vamos allá?

—Sí, Arthur, creo que sí —afirmó Moody. Moody y el señor Weasley se pusieron en cabeza y guiaron a los demás hacia los Dursley, que parecían clavados en el suelo. Hermione se separó con delicadeza de su madre y fue a unirse al grupo.

—Buenas tardes —dijo el señor Weasley educadamente a tío Vernon cuando se paró justo delante de él—. No sé si se acordará de mí, me llamo Arthur Weasley.

Teniendo en cuenta que dos años antes el señor Weasley había demolido sin ayuda de nadie el salón de los Dursley, a Harry le habría sorprendido mucho que su tío se hubiera olvidado de él. En efecto, tío Vernon se puso de un color morado aún más intenso y miró con odio al señor Weasley, pero decidió no decir nada, en parte, quizá, porque los otros los doblaban en número. Tía Petunia parecía asustada y abochornada; no paraba de mirar a su alrededor, como si la aterrara pensar que alguien pudiera verla en semejante compañía. Dudley, por su parte, intentaba hacerse pequeño e insignificante, una hazaña en la que fracasaba estrepitosamente.

—Sólo queríamos decirles un par de cosas con respecto a Harry —prosiguió el señor Weasley sin dejar de sonreír.

—Sí —gruñó Moody—. Y del trato que queremos que reciba mientras esté en su casa.

A tío Vernon se le erizaron los pelos del bigote de indignación. Se dirigió a Moody, seguramente porque el bombín le había causado la errónea impresión de que ese personaje era el que más se parecía a él.

—Que yo sepa, lo que ocurra en mi casa no es de su incumbencia…

—Mire, sobre lo que usted no sabe podrían escribirse varios libros, Dursley —gruñó Moody.

—Bueno, no es de eso de lo que se trata —intervino Tonks, cuyo pelo de color rosa parecía ofender a tía Petunia más que cualquier otra cosa, porque cerró los ojos para no verla—. De lo que se trata es de que si nos enteramos de que han sido desagradables con Harry…

—… y no duden de que nos enteraríamos… —añadió Lupin con amabilidad.

—Sí —terció el señor Weasley—, aunque no permitan a Harry utilizar el felétono…

—Teléfono —le susurró Hermione.

—Si tenemos la más ligera sospecha de que Potter ha sido objeto de cualquier tipo de malos tratos, tendrán que responder ante nosotros —concluyó Moody.

Tío Vernon se infló de forma alarmante. Su orgullo era aún mayor que el miedo que le inspiraba aquella pandilla de bichos raros.

—¿Me está amenazando, señor? —preguntó en voz tan alta que varias personas que pasaban por allí se volvieron y se quedaron mirándolo.

—Sí —contestó
Ojoloco
, que se mostraba muy contento por el hecho de que tío Vernon hubiera captado el mensaje tan deprisa.

—¿Y diría usted que parezco de esa clase de hombres que se dejan intimidar? —le espetó tío Vernon.

—Bueno… —respondió Moody echándose el bombín hacia atrás para dejar al descubierto su ojo mágico, que giraba de un modo siniestro. Tío Vernon retrocedió, horrorizado, y chocó aparatosamente contra un carrito de equipajes—. Sí, yo diría que sí, Dursley. —Después se volvió hacia Harry y añadió—: Bueno, Potter, si nos necesitas, péganos un grito. Si no tenemos noticias tuyas durante tres días seguidos, enviaremos a alguien a… —Tía Petunia se puso a gimotear lastimeramente. Era evidente que estaba pensando en lo que dirían los vecinos si veían a aquellas personas desfilando por el camino de su jardín—. Adiós, Potter —se despidió Moody, y agarró brevemente a Harry por el hombro con su huesuda mano.

—Cuídate, Harry —dijo Lupin con voz queda—. Estaremos en contacto.

—Harry, te sacaremos de allí en cuanto podamos —le susurró la señora Weasley, y volvió a abrazarlo.

—Nos veremos pronto, compañero —murmuró Ron, nervioso, estrechándole la mano a su amigo.

—Muy pronto, Harry —aseguró Hermione con seriedad—. Te lo prometemos.

Harry asintió con la cabeza. No encontraba palabras para explicarles lo que significaba para él verlos a todos allí en fila, expresándole su apoyo. Así que sonrió, levantó una mano para decir adiós, se dio la vuelta y echó a andar hacia la soleada calle mientras tío Vernon, tía Petunia y Dudley corrían tras él.

Harry Potter y el Misterio del Príncipe

Título original:
Harry Potter and the Half Blood Prince

Traducción de Gemma Rovira Ortega

Editor del ePub original: Elvys (v1.1)

 

Con dieciséis años cumplidos, Harry inicia el sexto curso en Hogwarts en medio de terribles acontecimientos que asolan Inglaterra. Elegido capitán del equipo de
Quidditch
, los entrenamientos, los exámenes y las chicas ocupan todo su tiempo, pero la tranquilidad dura poco. A pesar de los férreos controles de seguridad que protegen la escuela, dos alumnos son brutalmente atacados. Dumbledore sabe que se acerca el momento, anunciado por la Profecía, en que Harry y Voldemort se enfrentarán a muerte: «El único con poder para vencer al Señor Tenebroso se acerca… Uno de los dos debe morir a manos del otro, pues ninguno de los dos podrá vivir mientras siga el otro con vida.». El anciano director solicitará la ayuda de Harry y juntos emprenderán peligrosos viajes para intentar debilitar al enemigo, para lo cual el joven mago contará con la ayuda de un viejo libro de pociones perteneciente a un misterioso príncipe, alguien que se hace llamar Príncipe Mestizo.

 

1
El otro ministro

Faltaba poco para la medianoche. El primer ministro estaba sentado a solas en su despacho, leyendo un largo memorándum que se le colaba en el cerebro sin dejarle el más leve rastro de significado. Esperaba la llamada del presidente de un lejano país, y, mientras se preguntaba cuándo la haría el muy condenado, intentaba borrar los desagradables recuerdos de una larga, agotadora y difícil semana, por lo que en la cabeza no le quedaba sitio para otra cosa. Cuanto más empeño ponía en concentrarse en el escrito que tenía ante sus ojos, más nítidamente veía las caras de regodeo de sus rivales políticos. Ese mismo día, su principal adversario había aparecido en el telediario y no se había contentado con enumerar los espantosos sucesos ocurridos esa semana (como si alguien necesitara que se los recordaran), sino que también había expuesto sus razones para culpar de todo al Gobierno.

Al primer ministro se le aceleró el pulso al pensar en esas acusaciones, porque no eran justas ni ciertas. ¿Cómo querían que el Gobierno impidiera que el puente se derrumbase? Era indignante que alguien insinuara que no invertían suficiente dinero en obras públicas. El puente en cuestión tenía menos de diez años, y ni los mejores expertos podían explicar por qué se había partido por la mitad, provocando que docenas de coches se despeñasen a las profundidades del río. ¿Y cómo se atrevían a insinuar que la escasa vigilancia policial había facilitado los dos horribles asesinatos aireados por los medios de comunicación? ¿O que el Gobierno debería haber previsto de alguna manera el inusitado huracán del West Country, con su larga lista de víctimas y daños materiales? ¿También era por su culpa que uno de sus subsecretarios, Herbert Chorley, hubiese acabado de patitas en la calle por haber escogido esa semana para comportarse de un modo tan extraño?

«En el país se respira un ambiente de desastre», había concluido el adversario sin disimular una ancha sonrisa.

Por desgracia, esa afirmación era cierta. El primer ministro también lo notaba: la gente parecía más triste de lo habitual y el clima era deprimente; aquella fría neblina en pleno julio no encajaba, no era normal.

Pasó a la segunda hoja del memorándum, vio que todavía le quedaba mucho por leer y lo dejó por imposible. Estiró los brazos para desperezarse mientras contemplaba su despacho con tristeza. Era una habitación elegante con una magnífica chimenea de mármol enfrente de las altas ventanas de guillotina, bien cerradas para que no entrara aquel frío impropio de la estación. Al notar un ligero temblor, se levantó y se acercó a las ventanas para observar la tenue neblina que se pegaba a los cristales. En ese momento, mientras se hallaba de espaldas a la habitación, oyó una débil tos detrás de él.

Se quedó paralizado, con la nariz pegada a su asustado reflejo en el oscuro cristal. Conocía esa tos; no era la primera vez que la oía. Se dio la vuelta poco a poco hacia el vacío despacho.

—¿Hola? —dijo, intentando mostrarse más valiente de lo que en realidad se sentía.

Por un instante concibió la imposible esperanza de que nadie le contestara. Sin embargo, una voz respondió de inmediato; una voz clara y resuelta, propia de alguien que lee una declaración redactada de antemano. Tal como sospechara al oír la tos, procedía del pequeño y desvaído retrato al óleo de aquel hombrecillo con aspecto de rana y larga peluca plateada, colgado en un rincón de la habitación.

—Para el primer ministro de los
muggles
. Solicito reunión urgente. Por favor, responda cuanto antes. Atentamente, Fudge. —El individuo del cuadro miró con gesto inquisitivo a su interlocutor.

—Es que… —dijo éste—. Mire, ahora estoy ocupado. Espero una llamada, ¿sabe? Del presidente de…

—Eso se puede arreglar —lo interrumpió el personaje del retrato.

El primer ministro torció el gesto. Ya se temía algo parecido.

—Verá, es que necesito hablar…

—Nos encargaremos de que a ese presidente se le olvide telefonear. Se pondrá en contacto con usted mañana por la noche en lugar de hoy —le cortó el hombrecillo—. Tenga la amabilidad de responder de inmediato al señor Fudge.

—Yo… hum… bueno —concedió sin convicción—. De acuerdo, me reuniré con Fudge.

Regresó apresuradamente a su mesa arreglándose el nudo de la corbata. Apenas había tenido tiempo de sentarse y adoptar una expresión relajada e impertérrita, cuando unas brillantes llamas verdosas prendieron en la chimenea. Intentando disimular cualquier indicio de sorpresa o alarma, vio cómo un corpulento individuo aparecía entre ellas girando sobre sí mismo como una peonza. Pasados unos segundos, salió de la chimenea gateando y se incorporó sobre la lujosa alfombra antigua, al tiempo que se sacudía ceniza de una larga capa de raya diplomática y sostenía un bombín verde lima con la otra mano.

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