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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

Harry Potter. La colección completa (321 page)

BOOK: Harry Potter. La colección completa
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—Bueno, Harry —dijo Dumbledore apartándose al fin del fénix—, supongo que te alegrará saber que ninguno de tus amigos sufrirá secuelas por lo ocurrido esta noche.

Harry intentó decir: «Estupendo», pero por su boca no salió ningún sonido. Tenía la impresión de que Dumbledore estaba recordándole los problemas que había causado, y aunque el mago lo miraba por fin a los ojos, y pese a que su expresión era amable y no parecía acusadora, Harry no podía sostenerle la mirada.

—La señora Pomfrey está curándolos —añadió Dumbledore—. Es posible que Nymphadora Tonks tenga que pasar un tiempo en San Mungo, pero todo indica que se recuperará por completo.

Harry se contentó con asentir con la cabeza mientras contemplaba la alfombra, cada vez más clara a medida que el cielo se iluminaba. Estaba seguro de que los retratos escuchaban con atención cada palabra que decía Dumbledore, y de que debían de preguntarse dónde habían estado Harry y el director, y por qué había habido heridos.

—Sé cómo te sientes, Harry —afirmó Dumbledore con serenidad.

—No, no lo sabe —negó él con un tono de voz inusitadamente impetuoso, pues la ira estaba acumulándose en su interior. Dumbledore no sabía nada sobre sus sentimientos.

—¿Lo ve, Dumbledore? —dijo Phineas Nigellus con malicia—. No pierda el tiempo intentando comprender a los estudiantes porque ellos lo detestan. Prefieren sentirse terriblemente incomprendidos, deleitarse en la autocompasión, sufrir con…

—Ya basta, Phineas —le ordenó el director.

Harry le dio la espalda a éste y se quedó observando el estadio de
quidditch
que se distinguía a lo lejos, por la ventana. Sirius había aparecido allí en una ocasión, bajo la forma del peludo perro negro, para ver jugar a Harry. Seguro que lo había hecho para comprobar si era tan bueno como lo había sido James, pero Harry nunca se lo había preguntado.

—No deberías avergonzarte de lo que sientes, Harry —oyó que decía Dumbledore—. Más bien al contrario. El hecho de que puedas sentir un dolor como ése es tu mayor fortaleza.

Harry notaba que las llamas de la ira lo quemaban por dentro: ardían en aquel terrible vacío y avivaban su deseo de hacer daño al director por su serenidad y sus huecas palabras.

—¿Mi mayor fortaleza? —repitió Harry con voz temblorosa mientras contemplaba con atención el estadio de
quidditch
, aunque en realidad no lo veía—. Usted no tiene ni idea, usted no sabe…

—¿Qué es lo que no sé? —le preguntó Dumbledore con calma.

Aquello fue demasiado. Harry se volvió temblando de rabia.

—No quiero hablar de cómo me siento, ¿está bien?

—¡Que sufras así demuestra que todavía eres un hombre, Harry! Ese dolor significa que eres un ser humano.


¡PUES ENTONCES NO QUIERO SER UN SER HUMANO!
—rugió Harry.

Y agarró el delicado instrumento de plata de la mesita de patas finas que tenía a su lado y lo lanzó hacia el otro extremo de la habitación; el instrumento se hizo mil pedazos al estrellarse contra la pared. Varios retratos soltaron gritos de enfado y miedo, y el de Armando Dippet exclamó: «¡Francamente…!»


¡NO ME IMPORTA!
—les gritó Harry, y luego cogió un lunascopio y lo arrojó a la chimenea—.
¡ESTOY HARTO, YA HE VISTO SUFICIENTE, QUIERO TERMINAR CON ESTO, QUIERO SALIR, YA NO ME IMPORTA…!

Y a continuación cogió la mesa sobre la que había estado el instrumento y la lanzó también. La mesa se rompió y las patas salieron rodando en varias direcciones.

—Sí te importa —sentenció Dumbledore. Ni había pestañeado ni había hecho el más mínimo movimiento para impedir que Harry destrozara su despacho. La expresión de su rostro era tranquila, casi indiferente—. Te importa tanto que tienes la sensación de que vas a desangrarte de dolor.


¡NO!
—gritó Harry, tan fuerte que creyó que se le desgarraría la garganta, y le entraron ganas de abalanzarse sobre Dumbledore y destrozarlo a él también; de arañar su anciana y tranquila cara, zarandearlo, herirlo, hacerle sentir una milésima parte del horror que sentía él.

—Sí, ya lo creo que sí —insistió Dumbledore aún con mayor serenidad—. Ya no sólo has perdido a tu madre y a tu padre, sino también lo más parecido a un padre que tenías. Claro que te importa.


¡USTED NO SABE CÓMO ME SIENTO!
—bramó Harry—.
¡USTED ESTÁ AHÍ TAN…!

Pero las palabras ya no bastaban, romper cosas ya no lo ayudaba; quería correr, quería correr sin parar y no mirar atrás, quería estar en algún sitio donde no pudiera ver aquellos ojos de color azul claro que lo miraban fijamente, aquella anciana cara de espeluznante tranquilidad. Corrió hacia la puerta, agarró otra vez el picaporte y tiró de él.

Pero la puerta no se abría.

—Déjeme salir —dijo volviéndose hacia Dumbledore. Harry continuaba temblando de pies a cabeza.

—No —respondió el director.

Se observaron unos segundos.

—Déjeme salir —repitió Harry.

—No —repitió Dumbledore.

—Si no me deja salir…, si me retiene aquí…, si no me deja…

—Puedes seguir destrozando mis cosas —repuso Dumbledore sin alterarse—. Tengo demasiadas.

El director dio la vuelta a su mesa y se sentó en su silla, desde donde siguió observando a Harry.

—Déjeme salir —insistió éste con una voz fría y casi tan serena como la de Dumbledore.

—No hasta que me dejes hablar.

—¿Cree usted…, cree que quiero…, cree que me importa un…?
¡NO QUIERO OÍR NI UNA PALABRA DE LO QUE TENGA QUE DECIRME!

—Me escucharás —aseguró Dumbledore—. Porque no estás tan furioso conmigo como deberías estarlo. Si vas a pegarme, como sé que estás a punto de hacer, me gustaría habérmelo ganado del todo.

—Pero ¿qué dice…?

—Yo tengo la culpa de que Sirius haya muerto —afirmó Dumbledore con claridad—. O mejor dicho, casi toda la culpa, porque no voy a ser tan arrogante para atribuirme la responsabilidad absoluta. Sirius era un hombre valiente, inteligente y enérgico, y los hombres como él no suelen contentarse con quedarse sentados en su casa, escondidos, cuando creen que otros corren peligro. Sin embargo, no debiste creer ni por un instante que era necesario que acudieras al Departamento de Misterios esta noche. Si yo hubiera sido sincero contigo, Harry, que es lo que debería haber hecho, habrías sabido hace mucho tiempo que Voldemort intentaría engañarte e incitarte a ir al Departamento de Misterios; de ese modo no habrías caído en su trampa ni habrías ido allí esta noche. Y Sirius no habría tenido que ir a buscarte. De eso soy el único culpable. —Harry seguía de pie con una mano encima del picaporte, aunque no se daba cuenta. Sin respirar apenas, observaba y escuchaba a Dumbledore, pero sin comprender del todo lo que estaba oyendo—. Siéntate, por favor —le indicó el director. No era una orden sino una petición.

Harry vaciló, pero finalmente cruzó con lentitud la habitación, llena de ruedas dentadas de plata y fragmentos de madera, y se sentó enfrente de Dumbledore, al otro lado de su mesa.

—¿Debo deducir que mi tataranieto, el último Black, ha muerto? —preguntó poco a poco Phineas Nigellus, que se hallaba a la izquierda de Harry.

—Sí, Phineas —confirmó Dumbledore.

—No me lo creo —repuso Phineas con brusquedad. Harry giró la cabeza a tiempo de ver cómo Phineas salía de su retrato, y comprendió que había ido a visitar el otro en el que él aparecía, el que estaba colgado en Grimmauld Place. Seguramente iría de retrato en retrato llamando a Sirius por toda la casa…

—Te debo una explicación, Harry —comenzó Dumbledore—. La explicación de los errores de un anciano, pues ahora me doy cuenta de que lo que he hecho y no he hecho contigo lleva el sello de los defectos de la edad. Los jóvenes no podéis saber cómo piensan ni cómo sienten los ancianos, pero los ancianos cometemos un error si olvidamos qué significa ser joven… Y por lo visto, últimamente yo lo he olvidado.

Estaba saliendo el sol; se veía un trocito de un deslumbrante tono anaranjado sobre las montañas, y por encima de él el cielo relucía, aunque parecía descolorido. La luz caía sobre Dumbledore, sobre sus cejas y su barba plateadas y sobre las profundas arrugas de su cara.

—Hace quince años —continuó—, cuando vi la cicatriz de tu frente, imaginé lo que debía de significar. Supuse que representaba la señal de la conexión que se había forjado entre Voldemort y tú.

—Eso ya me lo ha contado, profesor —aseguró Harry con rotundidad. No le importaba ser maleducado. Ya no le importaba nada.

—Sí —se disculpó Dumbledore—. Sí, pero es necesario empezar hablando de tu cicatriz porque, poco después de que te reincorporaras al mundo mágico, se hizo patente que yo tenía razón, y que tu cicatriz te avisaba cuando Voldemort estaba cerca de ti, o cuando sentía una fuerte emoción.

—Ya lo sé —dijo Harry cansinamente.

—Y esa capacidad tuya de detectar la presencia de Voldemort, incluso cuando está enmascarado, y de saber lo que siente cuando se despiertan sus emociones, se ha hecho cada vez más pronunciada desde que Voldemort regresó a su propio cuerpo y recuperó todos sus poderes. —Harry ni siquiera se molestó en asentir con la cabeza. Eso también lo sabía—. Más recientemente —prosiguió Dumbledore—, empezó a preocuparme que Voldemort pudiera notar que existía esa conexión entre vosotros dos. Y, en efecto, llegó un momento en que tú te adentraste tanto en la mente y en los pensamientos de Voldemort que él se percató de tu presencia. Me refiero, por supuesto, a la noche en que presenciaste la agresión que sufrió el señor Weasley.

—Snape me lo dijo —murmuró Harry.

—El profesor Snape, Harry —lo corrigió Dumbledore con delicadeza—. Pero ¿no te preguntaste por qué no te lo conté yo personalmente? ¿Por qué no te enseñé yo Oclumancia? ¿Por qué ni siquiera te había mirado durante meses?

Harry levantó la cabeza. Ahora se daba cuenta de que Dumbledore parecía triste y cansado.

—Sí —masculló—. Sí, claro que me lo pregunté.

—Verás, creía que Voldemort no podía tardar mucho en intentar entrar en tu mente para manipular y dirigir tus pensamientos, y no quería ofrecerle más alicientes para hacerlo. Estaba convencido de que si se daba cuenta de que nuestra relación era, o había sido alguna vez, algo más que la mera relación entre alumno y director, aprovecharía esa oportunidad para utilizarte como un medio para espiarme. Me asustaba pensar en cómo podría manejarte, o en la posibilidad de que intentara poseerte. Harry, creo que tenía razón cuando suponía que Voldemort se habría servido de ti de ese modo. En las pocas ocasiones en que tú y yo tuvimos contacto directo, me pareció ver una sombra de él en tus ojos…

Harry recordó la sensación de que una serpiente dormida se había despertado en su interior, dispuesta a atacar, cuando él y Dumbledore se habían mirado a la cara.

—El objetivo de Voldemort al poseerte, como ha demostrado esta noche, no habría sido mi destrucción, sino la tuya. Cuando te poseyó brevemente, hace un rato, él confiaba en que yo te sacrificaría para quitarle a él la vida. Así que, como ves, lo que yo intentaba al distanciarme de ti, Harry, era protegerte. Un error de anciano…

Dumbledore suspiró profundamente. Harry dejaba que las palabras resbalaran sobre él. Le habría interesado mucho que le hubiera dado esas explicaciones unos meses atrás, pero ahora no tenían sentido comparadas con el profundo abismo que se había abierto en su interior por la pérdida de Sirius; nada de todo aquello importaba ya…

—Sirius me dijo que habías sentido a Voldemort despierto dentro de ti la noche que tuviste la visión del ataque a Arthur Weasley. Comprendí de inmediato que mis peores temores eran ciertos: Voldemort se había dado cuenta de que podía utilizarte. En un intento de armarte contra sus intentos de introducirse en tu mente, pedí al profesor Snape que te enseñara Oclumancia.

Dumbledore hizo una pausa. Harry contemplaba la luz del sol, que resbalaba lentamente por la lustrosa superficie de la mesa del director e iluminaba un tintero de plata y una hermosa pluma escarlata. Harry sabía que los retratos de las paredes estaban despiertos y escuchaban cautivados el discurso de Dumbledore; de vez en cuando oía el frufrú de una túnica, un carraspeo. Sin embargo, Phineas Nigellus aún no había regresado.

—El profesor Snape descubrió que llevabas meses soñando con la puerta del Departamento de Misterios —continuó Dumbledore—. Desde que recuperó su cuerpo, Voldemort estaba obsesionado, como es lógico, con la posibilidad de escuchar la profecía; y cuando pensaba en la puerta, tú también lo hacías, aunque no sabías qué significaba.

»Y entonces viste en sueños a Rookwood, quien hasta antes de su detención trabajaba en el Departamento de Misterios, mientras le decía a Voldemort lo que él ya sabía: que las profecías guardadas en el Ministerio de Magia estaban fuertemente protegidas. Sólo las personas a las que se refieren pueden cogerlas de esas estanterías sin enloquecer. Así pues, sólo había dos alternativas: o el propio Voldemort tendría que entrar en el Ministerio de Magia arriesgándose a ser visto por fin, o tendrías que cogerla tú por él. Por lo tanto, que dominaras la Oclumancia se convirtió en un asunto de mayor urgencia aún.

—Pero no la dominé —murmuró Harry. Lo dijo en voz alta intentando así aligerar el peso de su sentimiento de culpa: una confesión aliviaría sin duda parte de la terrible presión que le oprimía el pecho—. Ni practiqué ni le di importancia; y podría haber dejado de tener esos sueños; Hermione insistía en que practicara; si lo hubiera hecho, él no habría podido mostrarme adónde tenía que ir, y… Sirius no… Sirius no… —Algo estaba brotando en la mente de Harry: una necesidad de justificarse, de explicar—. ¡Traté de comprobar si era verdad que tenía a Sirius, fui al despacho de la profesora Umbridge, hablé con Kreacher por la chimenea y él me dijo que Sirius no estaba allí, que se había ido!

—Kreacher te mintió —afirmó Dumbledore con serenidad—. Tú no eres su amo, él podía mentirte sin necesidad de autocastigarse siquiera. Kreacher quería que fueras al Ministerio de Magia.

—¿Él… él me envió allí a propósito?

—Sí. Me temo que Kreacher lleva meses sirviendo a más de un amo.

—¿Cómo? —se extrañó Harry sin comprender—. Pero si hace años que no sale de Grimmauld Place.

—Kreacher aprovechó su oportunidad poco después de Navidad —le explicó Dumbledore—, cuando Sirius, por lo visto, le gritó que se «largara». Él le tomó la palabra a tu padrino, e interpretó aquella expresión como una orden de salir de Grimmauld Place. Así que fue a casa del único miembro de la familia Black por el que todavía sentía algún respeto: Narcisa, prima de Black, hermana de Bellatrix y esposa de Lucius Malfoy.

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