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Authors: Groucho Marx

Groucho y yo (13 page)

Al principio dudé de que el empresario estuviera de acuerdo con esta proposición, pero pasaban ya quince minutos de la hora de empezar el espectáculo. El teatro estaba lleno y los habitantes del lugar empezaban a ponerse nerviosos. El sonido de los pies pateando el suelo se hacía cada vez más fuerte y, finalmente, el empresario levantó sus manos en un ademán de derrota.

—Muy bien —dijo—. ¡Dejémoslo así! Ahora, muchachos, preparaos para el espectáculo.

No tuvimos ningún otro problema con él. No se presentó más entre bastidores y nosotros no avanzamos más allá del escenario.

El sábado era día de pago. Nuestra última representación terminaba a las once y teníamos que atrapar un tren que pasaba a las once cuarenta y cinco para llegar a la siguiente ciudad fijada en la gira. Esto nos dejaba un tiempo muy escaso para cambiarnos de ropa, quitarnos el maquillaje, empaquetar los decorados e ir a la estación del tren.

A las once y diez, cuatro acomodadores se presentaron entre bastidores, cargados con pesados sacos de lona. Mientras los volcaban a nuestros pies, uno de ellos dijo:

—Aquí tenéis vuestro salario... ¡Son ochocientos noventa y cinco dólares en moneda pequeña!

Abrimos un saco y empezamos a contar. Cuando llegamos al fondo, eran ya las once y veinte. Sin otra opción, arrojamos apresuradamente los otros sacos sin abrir en el camión que transportaba nuestros baúles y nuestros decorados y conseguimos llegar a la estación y subir al tren en el preciso momento en que arrancaba.

Los cuatro nos quedamos de pie en la plataforma posterior, contemplando cómo la ciudad se iba quedando lejos. Al desaparecer de nuestra vista, uno de mis hermanos, con palabras mucho más fuertes que las que siguen, dijo:

—¡Qué mala pasada nos han jugado! ¡Espero que su maldito teatro arda hasta los cimientos!

Su deseo se cumplió. A la mañana siguiente, el diario de la población comunicaba que un tremendo incendio había destruido el teatro de la ciudad en la que acabábamos de actuar. No sucede con frecuencia que una persona tenga la suerte de proferir una maldición contra alguien y ver luego que se realiza en menos de veinticuatro horas.

Capítulo IX

UN SIMPLE CASO DE AUTOEROTISMO

Cuando estaba a punto de cumplir veinte años, nuestra familia se mudó a Chicago. Papi había agotado las posibilidades de hacer trajes mal entallados en la costa oriental y estaba dispuesto a conquistar nuevos e insospechados mundos en las playas del lago Michigan.

Chicago era un gran centro de variedades y mi madre no perdió tiempo para asaltar las oficinas de los desdichados agentes teatrales. De esta manera, cuando los chicos no estábamos en gira, vivíamos en una casa antigua de la parte Sur de Chicago que mi madre compró por ocho mil dólares. Había pagado mil dólares de entrada y el propietario tenía la ilusión de que poco a poco iría cobrando el resto.

Los meses de verano acostumbraban a encontrar a toda la familia Marx reunida allí por la sencilla razón de que en verano no trabajábamos. Muchas cosas que ahora damos por descontadas no existían en aquellos tiempos. Por ejemplo, el aire acondicionado. Cuando hacía calor en verano, hacía
calor.
El calor
se instalaba.

Como resultado, cuando se aproximaba el treinta de junio, todos los teatros cerraban hasta el día del Trabajo. Si después de un largo invierno de ir al teatro estabas todavía ávido por contemplar a un actor de variedades de poca monta, podías ponerte tu chaqueta de verano y tu sombrero de paja y tomar un tranvía hasta uno de los parques de atracciones que rodeaban la ciudad.

Estos parques de atracciones no pagaban mucho a los animadores, pero normalmente había un lago con barcas de remos, un tiovivo y una noria. Si trabajabas allí, te permitían utilizar gratis todas las atracciones. Un día cabalgué en un caballo del tiovivo durante seis horas. Nunca volví a hacerlo. No pude sentarme en una semana.

Por desgracia, no había suficientes lugares de este tipo a los que pudieras ir y, a excepción de las pocas estrellas cuyos salarios eran elevados, los actores de poca monta afrontaban con ansia y aprensión los cálidos meses de verano y sus baches consiguientes. El truco consistía en ahorrar lo suficiente durante la temporada para mantenerte hasta que los teatros abrieran de nuevo en septiembre. A excepción de Chico, todos éramos bastante sobrios. Gummo y yo conseguimos ahorrar cada uno trescientos dólares para nuestra invernada.

Aquel primer verano en Chicago fue especialmente caluroso. Cuando el viento venía de la pradera, no sólo te secaba la piel, sino que durante el camino hacia nuestra casa ibas recogiendo el olor fétido de los corrales y de los mataderos. No había más que una forma de escapar de aquella pestilencia semitropical y era trasladarse a la parte Norte e inhalar las brisas refrescantes del lago Michigan.

Además del aire más fresco y puro de la parte Norte de Chicago, Gummo y yo conocíamos allí a dos chicas a las que bien valía la pena visitar. El tren elevado nos llevaba hasta su apartamento, pero era un viaje aburrido y se necesitaba una hora para ir y otra para volver. Aquel recorrido reducía fundamentalmente nuestras veladas y dejaba muy poco tiempo para el idilio. Parecía que únicamente existía una solución: un automóvil.

Gummo y yo habíamos soñado siempre con poseer un automóvil, pero en aquellos tiempos los coches eran tan raros como actualmente lo son los sitios para aparcar. No se podía pensar en un coche nuevo. Nuestras posibilidades eran muy limitadas. Por encima de cualquier otra condición, lo que compráramos tenía que ser barato. Nuestro límite máximo estaba en los doscientos dólares.

* * *

Impulsados a la desesperación por los encantos de las muchachas y profundamente apesadumbrados por el traqueteo del tren elevado, pusimos cada uno cien dólares del dinero ahorrado para el verano y compramos un viejo «Chalmers». Era toda una belleza: bajo, de un rojo intenso y con ruedas de radios. Gracias a sus líneas estilizadas, daba la impresión de que era un metro más largo que los coches normales. Tenía unos faros de latón enormes, un parachoques de latón y un cambio de marchas situado en el exterior. Dado que los cojines estaban machacados, los asientos eran tan bajos que se necesitaba un periscopio para ver por encima del capó. Era igual que volar a ciegas. Se trataba de un descapotable de dos plazas y, cuando la capota estaba levantada, aparecía un agujero tan grande que te permitía sacar la cabeza fuera. Dejando aparte los numerosos parches, los neumáticos eran completamente lisos de tan usados y resultaban aproximadamente tan altos como un chico normal de quince años.

Éstos eran sus puntos positivos. Sus aspectos negativos eran innumerables. Para empezar, carecía de potencia. No era más que una cáscara vacía. Era un gigante enorme y musculoso con un alma de holgazán. A toda velocidad, podía correr a veinticinco por hora. Fue muy bueno que no pudiera correr a treinta y cinco por hora, ya que en nuestra primera salida descubrimos que los frenos no tenían pastillas. Los tambores estaban allí todavía, pero las pastillas eran únicamente un recuerdo. Vivíamos en la calle 45 y, si yo deseaba parar el coche allí, tenía que empezar a apretar el pedal del freno hacia la calle 40. Si no empezaba a apretar el pedal hasta la calle 42 el coche pasaba de largo ante nuestra casa e iba a detenerse hacia la calle 48. Esto era un problema, porque en la calle 48 yo no conocía a nadie.

El coche tenía por lo menos quince años de antigüedad y durante este tiempo tuvo que haber recorrido ciento cincuenta mil kilómetros o más por las carreteras más escabrosas de América. Gruñía, resoplaba y se agitaba como un luchador profesional. Por suerte, la gasolina era barata. Si el coche era conducido con cuidado, acunado y a veces acariciado, casi hacía cinco millas por galón.

Habría sido necesario recorrer un largo camino para encontrar a dos personas menos aptas que Gummo y yo para manejar aquel monstruo. Desde el punto de vista mecánico, sabíamos tanto de las interioridades de un automóvil como el común de los hotentotes sabe algo acerca de la fisión nuclear. Pero esto no nos importaba. Éramos felices y teníamos dos chicas que eran casi tan llamativas como aquel auto de color rojo. Era una máquina maravillosa.

* * *

Lo que nosotros no sabíamos acerca de un coche, Zeppo lo sabía. Supongo que existen en el país cierto número de mentes geniales desde el punto de vista mecánico que han nacido con un olfato instintivo por lo que se refiere a la maquinaria. Zeppo era uno de esos fenómenos. Podía desmontar un motor, limar las válvulas, ajustar las piezas y quitar el carbón con la misma habilidad y con el mismo esfuerzo que yo necesitaba para sacar punta a un lápiz.

La primera noche llegamos al apartamento de las chicas en cincuenta minutos. No era mucho más rápido que el tren elevado, pero constituía un juego excitante sentarse al volante de un coche sin frenos y burlarse de los humildes peatones que se encaramaban a donde podían para ponerse a salvo. Supongo que el coche estaba cansado después de haber hecho un viaje de diez millas al otro lado de la ciudad, ya que la segunda noche se negó rotundamente a moverse. Esto podía ser catastrófico. La noche anterior habíamos hecho considerables progresos con aquellas monadas y, cuando les dimos las buenas noches, habían insinuado que a la noche siguiente quizá no se mostrarían tan reacias a la idea de que Gummo y yo les diéramos el
coup de gráce.

Como no teníamos garaje, siempre aparcábamos el coche ante nuestra casa. Gummo y yo compartíamos un traje de franela blanca y, como éramos de la misma estatura, nos turnábamos en llevarlo. Ocurrió que aquélla era mi noche. No tenía ganas de ensuciarme, de modo que le dije:

—Gummo, métete debajo del coche y mira por qué no quiere arrancar. Mientras tú intentas arreglarlo, yo le daré unas cuantas patadas. Podría ser que de esta manera se pusiera en marcha.

Al cabo de media hora, Gummo salió arrastrándose de debajo del coche y reconoció su derrota. Las cosas se ponían muy negras para nosotros. El aspecto de Gummo todavía era más negro. ¿Qué podíamos hacer? A fuer de sinceros, nuestras relaciones con aquellos dos encantos de la parte Norte no eran demasiado seguras. Como la mayoría de las chicas bonitas, no eran nada de fiar y sabíamos que, si llegábamos tarde a la cita, se marcharían con otros dos Lotarios.

Mientras estábamos allí de pie, nerviosos, sucios y deprimidos, Zeppo salió de casa.

—¿Qué os pasa, chicos? —preguntó como si tal cosa—. ¿Tenéis algún problema con este viejo cacharro?

—No podemos ponerlo en marcha —nos quejamos al unísono.

—Bueno —replicó Zeppo, fingiendo interesarse—. Vamos a ver si puedo arreglarlo. Supongo que tendremos que echar una mirada al motor. ¿Lo hacemos?

Deberíamos haber sospechado por su manifiesta cortesía que allí se tramaba algo. «Echemos una mirada al motor», había dicho. Nosotros ni siquiera estábamos seguros de dónde estaba ni de qué hubiera uno. ¿Echar una mirada al motor? Nunca se nos hubiera ocurrido. Estábamos profundamente impresionados. Aquéllas eran las palabras de un experto. Empleando nuestras fuerzas a la vez, los tres conseguimos finalmente levantar el capó. Zeppo examinó lenta y detenidamente aquella enorme, oscura y oxidada fábrica de energía. Luego dio unas cuantas vueltas alrededor del coche como si se tratara de una bestia salvaje, lo golpeó pensativamente con una llave inglesa y entonces dio su ponderado diagnóstico a los dos fervientes enamorados.

—Bueno, muchachos, os diré —comenzó diciendo—. Temo que vais a tener que dejarlo. La transmisión de vuestro coche no bombea como es debido sobre su magneto y, tanto si os gusta como si no, vais a tener que sacar el carburador y sincronizarlo con la conexión universal.

Gummo y yo nos miramos mutuamente con ojos asombrados y luego dirigimos nuestra mirada hacia Zeppo con profunda admiración. Allí había un hombre que manifiestamente entendía de motores. Por supuesto, no teníamos ni la menor idea de lo que estaba diciendo y además nos tenía sin cuidado. Con todo, su análisis eminentemente técnico de nuestro paralizado carromato elevó nuestras esperanzas hasta alturas siderales. Lo único que deseábamos era llegar a la parte Norte y desflorar a aquellas dos damas antes de que fuera demasiado tarde.

—Bueno —dije—, ¿cuánto rato vas a necesitar para arreglarlo? ¿Puedes hacerlo en seguida? De lo contrario, dejaremos el coche aquí y tomaremos el tren. Zeppo meneó la cabeza.

—No. Llevará por lo menos dos días acabar este trabajo. Mi consejo es que dejéis el coche aquí conmigo y que toméis el tren.

Al oír la palabra «tren», corrimos hacia la estación del tren elevado y hacia aquellos dos amoríos. Tan pronto como desaparecimos de su vista, tal como lo descubrimos más tarde, Zeppo se sacó del bolsillo posterior de los pantalones una pequeña pieza del encendido, la insertó en su lugar adecuado y se marchó con el coche al encuentro de su amiga.

Como éramos tontos, lo atrapamos a la tercera semana. Descubrimos que el coche funcionaba bastante bien a excepción de las noches en que Zeppo tenía una cita. Dado que esto se producía aproximadamente cinco noches a la semana, podíamos utilizar muy poco nuestro alado carromato. No obstante, por cierta razón curiosa, pagábamos una fortuna en gasolina. Nos rendimos finalmente y vendimos el coche a nuestro hermano menor por cien dólares. En el negocio perdimos cada uno cincuenta dólares. Sin embargo, lo que era más trágico todavía, perdimos también a las dos chicas por culpa de dos agraciados individuos que poseían cada uno una moto «Harley-Davidson».

Habiendo perdido a las dos chicas de forma irrevocable, Gummo y yo decidimos disolver nuestra desastrosa asociación automovilística y seguir nuestros caminos románticos por separado. En lo sucesivo, siempre que alguno de nosotros tenía una chica que insistía en querer ir en coche, Zeppo nos permitía alquilar nuestro viejo «Chalmers» por dos dólares la noche. Esto era más de lo que podíamos permitirnos en realidad. Pero he de confesar, inclinándome profundamente ante Zeppo, que nuestro inválido crónico, el decrépito «Chalmers», se había recuperado milagrosamente. Los chirridos y los gruñidos desaparecieron, los frenos respondían al menor toque, los faros despedían una luz tan brillante como la luz eléctrica y resultaba una delicia conducir el «Chalmers», todo gracias al preclaro genio mecánico de Zeppo, ¡aquel mísero y vil ladrón de coches!

* * *

Los automóviles han desempeñado una función importante en mi vida. Al año siguiente había envejecido un año y, lo que es bastante raro, todas las chicas que conocía también habían envejecido un año. Me di cuenta de que, desde el punto de vista romántico, aquel verano iba a ser de gran escasez a menos que pudiera conseguir un coche. Tras recorrer durante semanas las tiendas que vendían coches usados, haciendo ver que no era un posible comprador, cambié finalmente ciento cincuenta dólares por un «Scripps-Booth». Muy pocos de estos coches, o quizá ninguno, corren todavía. Igual que un viejo libertino, el «Scripps-Booth» había tenido su momento de auge, pero finalmente había pasado de moda siguiendo los pasos de los «Maxwell», los «Essex», los «Auburn», los «Kissel» y de todos los demás fantasmas que ahora duermen pacíficamente en aquellos cementerios de chatarra que echan a perder el campo.

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