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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Drama,Relato,Historico

Gringo viejo (22 page)

Entonces los cadáveres del encuentro durante la noche de los cerdos chillantes fueron tendidos alrededor de la plaza enfrente de la iglesia. Harriet había visto la reproducción del cuadro de uno de los viejos maestros que su tío abuelo odiaba tanto como deseaba, deseaba si eran famosos y sin precio, odiaba cuando aún su fama no podía disfrazar la distorsión de la realidad, las perspectivas tan escandalosamente irreales y autodramáticas (¿odiaba su tío abuelo algo tanto como el desplazamiento de la vida por el teatro, todas las cosas que se negaban a fundirse y desaparecer en su esquema del mundo, silenciosas y reticentes a fin de que él, míster Halston, pudiese ocupar el digno centro de todo? "!Qué lejos!", gritó Harriet casi con cólera): le recordaban el Cristo de Mantegna, tan solitario en su plancha fúnebre, sus pies, su cuerpo entero disparándose fuera de la tela, pateando al espectador como si deseara despertarlo violentamente al hecho de que la muerte no era noble sino baja, no serena sino convulsiva, no prometedora sino irrevocable e irredenta: los ojos vidriosos a medio cerrar, la barba rala de dos semanas, los pies ulcerados, las bocas sin aliento y medio abiertas, los hoyos nasales atascados, los costados sangrientos, las greñas empapadas de polvo y sudor, la sensación aterradora de la presencia de los nuevos muertos, de su jurar y su cargar y su andar y su detenerse erectos apenas horas antes: Arroyo tenía razón al hablar de la muerte de su padre y de la vigilia de su hijo sobre los despojos del padre: qué tal si de repente el padre salta de regreso y prueba que todos están muertos ya (esto es lo que ella supo un momento antes recostada con Arroyo en el carro de ferrocarril) y que todos estábamos duplicando nuestro tiempo en otra circunstancia, otra posición, otro tiempo: ¿eran todos estos cuerpos cuidadosamente tendidos alrededor de la plaza como muñecos blanqueados (pálidos como la niebla Arroyo que descendió de las cumbres y sin embargo anhelaba regresar a los montes) sólo la prueba de que ellos mismos —el viejo escritor y el joven general, su padre errante y su madre arraigada, el niño Pedrito y la mujer de la cara de luna— eran todos ellos cuerpos ocupados por los muertos, cadáveres habitados en el presente por gente llamada "Harriet Winslow", "Tomás Arroyo", "Ambrose Bierce"?. . Se detuvo con un miedo helado: como si nombrar a alguien, especialmente por primera vez, fuese en verdad una violación de su vida: como si al decir este nombre inmediatamente condenase a muerte al viejo, lo vio allí tendido entre los muertos de la batalla, preguntándose si Arroyo lo había matado, o ella en su imaginación, o el propio viejo en su propio deseo, oscuro y laberíntico: un nombre que ella leyó en la cubierta de los libros que el viejo acarreaba consigo; un nombre que seguramente no era el suyo, porque él no quería ser nombrado y ella respetaba su deseo expreso a fin de respetar todos los deseos implícitos también: ella estaba aprendiendo a ocuparse de lo invisible a través de lo que podía ver, y de lo visible a través de lo que no podía ver: hace unas horas, estos cuerpos estaban animados y ahora ella vio cómo los habían destripado las bayonetas, los intestinos derramados, los cerebros atravesados por las balas, los pechos puntuados por la metralla, las piernas irrumpiendo en rojos hoyos volcánicos de polvo sulfúrico, las nalgas cagadas con la última mierda, los pantalones mojados por la última meada; quizás la última semilla, quizás, si murieron con las erecciones que algunos hombres tienen cuando se enfrentan a la muerte. "Ambrose Bierce" era un nombre muerto impreso en las cubiertas de los libros que un viejo llevaba en su viaje a la muerte. Harriet no lo llamaría "Cervantes", el nombre del autor del otro libro. De manera que llamarlo "Bierce" quizás era igualmente extravagante. Pero el segundo nombre le daba un escalofrío: era un nombre invisible, simplemente porque el gringo viejo no tenía nombre: su nombre era ya un nombre muerto. Tan muerto como los cadáveres cuidadosamente dispuestos alrededor de la plaza. ¿Tuvieron ellos alguna vez un nombre? ¿Quién había entre los cuerpos que ahora vio al cruzar la plaza que ella había conocido en fiesta y en luto, cuando las plañideras se instalaron en las esquinas y comenzaron su metamorfosis ritual de vida y muerte en gesto y palabra? ¿Quién había allí que ella conociera allí? ¿Estaba allí su propio padre? ¿Estaba allí el gringo viejo? ¿Estaba allí el padre de Arroyo en medio de los gritos y el polvo naciente y las cenizas moribundas de comidas olvidadas?

—Mi padre fue muerto a tiros en Yucatán. Al viejo cabrón se le metió en la cabeza tener a una indiecita hermosa en la hacienda de nadie menos que don Olegario Molina, que era el gobernador eterno de la provincia. Aquéllos eran los días del auge del henequén. Todos sabíamos que nada dejaba tanto dinero como la cosecha de henequén. Yucatán era gobernado por la casta divina, así le pusieron ellos mismos, los muy cabrones. Mi padre era un terrateniente del norte, aquí donde estamos ahora: desierto y nopal y unas cuantas viñas aquí y allá, también magueyes y buenas cosechas de algodón. Noches frías aquí en el desierto. Estamos arriba, el aire es delgado. Dicen que allá abajo es caliente y húmedo el año entero. Una dura costra de tierra sin ríos. Pozos muy hondos. Selvas color gris, dicen. Yo no he estado allí. Cuentan que a las vírgenes las echaban en los pozos. Mi padre era huésped de la hacienda y sentía que merecía a la muchacha bonita que vio trabajando allí. Pasa a cada rato. Dicen que la tuvo la mera víspera de la revolución. El ya estaba viejo, pero tan gallo como siempre. Como la tierra entera olía a azufre y sangre, ha de haber creído que ya estaba entrando al hoyo del infierno y debería apurarse para su última gran cogida. Dicen que la tuvo en su propia recámara y que ella pataleó y tumbó el mosquitero que cayó encima de los dos y que él gruñó de placer con esto, sintiendo la humedad de la sangre de la muchacha manchando el mosquitero con las moscas y los insectos capturados en la tela que les cayó encima como una nube ligera pero estranguladora y los baldaquines de cobre temblaron y la muchacha también: ahora otro hombre como yo, el novio de la muchacha, que estaba encargado de las llaves de la hacienda, ¿quién sabe?, de darle cuerda a los relojes también, la vio salir de la recámara de mi padre y le golpeó la cara con las llaves pero ella no lloró, nomás dijo: "allá adentro está él", mi padre estaba allí, gringuita, frotándose otra vez su verga ulcerada, limpiándola de la sangre, un viejo recio ahora con su pene eternamente embarrado de sangre, imaginando que se estaba cogiendo en una virgen a todas las mujeres de México cuando les tocaba la luna, cogiéndose a la luna como se cogía a una mujer, ah viejo cabrón, cómo lo detesto y cómo deseo haber estado allí cuando esa pareja de jóvenes, una pareja como yo y… y…carajo, no como tú, miss Harriet, maldita seas, ni como La Luna tampoco, chingada sea, la última muchacha que mi padre se cogió jamás no era como ninguna mujer que yo haya tenido nunca, chingada seas gringa, nadie como esa mujer, digo chingada seas gringa y chingada sea La Luna y chingadas sean todas las viejas que no se parecen a mi madre que es la melliza de la última mujer que mi chingado padre tuvo jamás: ellos lo mataron allí mismo en la cama, ¿sabes?, fue horrible: le metieron las llaves de la hacienda en la boca, todititas, lo obligaron a tragarse las llaves, gringa, hasta que se ahogó y se volvió azul como el metal y entonces lo arrastraron envuelto en el mosquitero y las sábanas durante las últimas horas de la noche, cuando el amanecer ni se sospecha, lo metieron en el canasto de la ropa sucia y esperaron hasta el amanecer, entonces lo llevaron al cenote, el hoyo profundo, y allí lo colgaron, lo colgaron de los güevos, con un garfio que usan para levantar las pacas lo colgaron y él le dijo a ella:

"—Yo me voy a la revolución, pero tú quédate aquí y no digas nada. Tú ven aquí y míralo pudrirse colgando de las bolas aquí mismo donde nadie sabrá que está. Tú no sabes nada, acuérdate. Nomás ven tú solita a mirarlo. No dejes que nadie sepa o venga contigo. Tú me dirás cuando se haya podrido todito y no quede nada de él más que sus viejos huesos limpios. Entonces puedes descubrirlo y darle sepultura cristiana.

"Yo vengo del norte. Este hombre desconocido, el asesino de mi padre, viene del sur. La revolución se mueve. En algún lado hemos de encontramos. Puede que en la capital. México. Yo lo abrazaré. El vendrá a conocer esta tierra donde mi padre un día fue poderoso y temido. Yo iré a conocer la tierra donde su esqueleto está colgado en un pozo."

—También amarás a la muchacha y se la quitarás al asesino de tu padre.

—Puede.

Entonces volvió a tomarla y mientras ella sintió ese cuerpo tosco y esbelto golpeando fuerte y dulcemente contra su clítoris, acariciándolo sabiamente con su cuerpo nervioso y lustroso mientras duraba dentro de ella un momento eterno, esperando que ella se viniera, dependiendo no sólo de su dura estaca sino de su caricia, su ritmo sexual era el latido de su corazón, sintiendo el ritmo de su pubis contra el clítoris de la mujer, Harriet supo que éste era un instante y que ella no volvería a poseerlo nunca, no porque no pudiese tener el sexo una y otra y otra vez, sino porque no podría tener nada más que le perteneciera a Arroyo: se vino con un gemido intolerable, un gran gemido animal que no hubiese tolerado en nadie más, un suspiro pecaminoso de placer que desafiaba a Dios, se burlaba del placer (ella misma no lo hubiese tolerado en ella hace un mes), un grito de amor que le anunció al mundo que esto era lo único que valía la pena hacer, tener, saber, nada más en este mundo, nada sino este instante entre el otro instante que nos dio vida y el instante final que nos la quitó para siempre: entre ambos momentos, déjame sólo este momento, rogó, y luego se cortó violentamente del cuerpo de Arroyo con un gesto más temeroso que la castración, un gesto de odio infinito hacia el hombre que le ofreció lo que ella sabía que nunca podría ser y sabiéndolo, descubrió que cuanto él le estaba dando y podía darle en cualquier momento era precisamente lo que no podía darle: la traducción de la plenitud de su cuerpo al viaje largo, fragmentario y pedestre hacia los años: este instante de excepción era de ella para siempre, pero la fuente del instante no. La muchacha esperando que el cuerpo colgado en el pozo sagrado en Yucatán se pudriera, un viejo descalzo que se negaba a usar ropa de ciudad, una fértil mujer llamada la Garduña como la bestia carnicera que devora las ajas ajenas, o una mujer con cara de luna que permitía a su propio hombre tomar a otras mujeres mientras ella esperaba pacientemente fuera de la puerta, un pueblo prácticamente idólatra moviéndose de hinojos hacia un Cristo sangriento envuelto en terciopelos y coronado de espinas, o un joven, otro asesino, el doble de Arroyo, marchando con la revolución desde el sur para encontrarse con Arroyo en el ombligo del país que era como un cuerpo moreno, la suma de sus cuerpos morenos, un país con la forma de una cornucopia vacía de piel dura y carne sedienta y muslos sudorosos y brazos macilentos: todos ellos podían conocer la fuente del instante que ella vivía con Arroyo, pero ella no: para ella todo esto no podía tener nunca un sentido, una prolongación, una presencia continuada en su propio futuro, cualquiera que éste fuese.

Fue en este instante, en los brazos de Arroyo, cuando Harriet odió a Arroyo, sobre todo, por esto: ella había conocido este mundo pero no podía ser parte de él y él lo sabía y sin embargo se lo ofreció, la dejó saborearlo a sabiendas de que nada podía mantenerlos unidos para siempre y quizás hasta se rió de ella: ¿No te hubiera valido más nunca llegar hasta aquí, gringuita? y ella dijo que no, ¿si te hubiera tratado con respeto?, y ella le dijo que no, ¿si te hubiera mandado de regreso a la frontera en seguida, escoltada por mis hombres?, y ella dijo que no, ¿si ahora te quedaras aquí conmigo para siempre y yo dejo a La Luna y tú te vienes conmigo a conocer a mi hermano desconocido de Yucatán que asesinó a mi padre? y ella dijo que no, no, no (¿si vivimos juntos y criamos hijos y nos casamos y nos hacemos viejos juntos, sí, gringuita?).

—No.

—¿Temes que un balazo me mate algún día?

—No. Temo lo que tú puedes matar.

—¿A tu gringo, crees?

—Y a ti mismo, Arroyo. Temo lo que te hagas a ti mismo.

—Créeme, gringa, la mayor parte del tiempo yo no soy yo. Yo vengo rápido, dando de tumbos desde lo que tú ya sabes. Ahora me he parado aquí en la casa que fue mi pasado. Ya no es eso. Ahora lo sé. Debemos seguir adelante. El movimiento no se ha acabado.

—¿Has desobedecido órdenes quedándote aquí?

—No. Estoy luchando. Esas son mis órdenes. Pero —rió Arroyo— Pancho Villa detesta a cualquiera que quiera regresarse a su casa. Eso él lo ve casi como traición. Seguro que me he expuesto al tomar la hacienda de los Miranda y quedarme aquí.

El iba hacia el sur, hacia la ciudad de México, a encontrarse con su hermano que asesinó a su padre.

Ella no.

—No puede ser —dijo Harriet con amargura—. Me estás ofreciendo lo que yo nunca puedo ser.

Y esto Harriet Winslow nunca se lo perdonó a Tomás Arroyo.

Le hubiera gustado, al final, alargar la mano para tocar la del viejo, pecosa y huesuda, con su grueso anillo matrimonial, y decirle que lo que hizo no fue para vengarlo a él, sino para pagarle a Arroyo por el daño que le hizo a ella: él sabía que ella nunca sería lo que él le demostró que podía ser. Entonces ella, condenada a volver a su hogar con el cadáver del gringo viejo, tuvo que demostrarle a Arroyo que nadie tiene derecho a regresar a su casa.

Sin embargo Harriet Winslow sabia —le dijo al escritor errante, acariciando la mano cubierta de vello blanco-que no dañó a Arroyo, sino que le dio la victoria del héroe, la muerte joven. También él, el gringo viejo, se salió con la suya: vino a México a morirse. Ah, viejo, te saliste con la tuya y fuiste un cadáver bien parecido. Ah, general Arroyo, te saliste con la tuya y te moriste joven. Ah, viejo. Ah, joven.

XXIII

Ella se sienta sola y recuerda.

NOTA DEL AUTOR

En 1913, el escritor norteamericano Ambrose Bierce, misántropo, periodista de la cadena Hearst y autor de hermosos cuentos sobre la Guerra de Secesión, se despidió de sus amigos con algunas cartas en las que, desmintiendo su reconocido vigor, se declaraba viejo y cansado.

Sin embargo, en todas ellas se reservaba el derecho de escoger su manera de morir. La enfermedad y el accidente —por ejemplo, caerse por una escalera— le parecían indignas de él. En cambio, ser ajusticiado ante un paredón mexicano… "Ah —escribió en su última carta—, ser un gringo en México; eso es eutanasia."

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