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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (3 page)

La señora Joe, que siempre se daba explicaciones a sí misma, murmuró con voz huraña:

—¡Fugado! ¡Fugado!

Y administraba esta definición como si fuese agua de alquitrán.

Mientras la señora Joe estaba sentada y con la cabeza inclinada sobre su costura, yo moví los labios disponiéndome a preguntar a Joe: «¿Qué es un penado?» Joe puso su boca en la forma apropiada para devolver su elaborada respuesta, pero yo no pude comprender de ella más que una sola palabra: «Pip».

—La noche pasada se escapó un penado —dijo Joe, en voz alta—, según se supo por los cañonazos que se oyeron a la puesta del sol. Dispararon para avisar su fuga. Y ahora parece que tiran para dar cuenta de que se ha fugado otro.

—Y ¿quién dispara? —pregunté.

—¡Cállate! —exclamó mi hermana, mirándome con el ceño fruncido—. ¡Qué preguntón eres! No preguntes nada, y así no te dirán mentiras.

No se hacía mucho favor a sí misma, según me dije, al indicar que ella podría contestarme con alguna mentira en caso de que le hiciera una pregunta. Pero ella, a no ser que hubiese alguna visita, jamás se mostraba cortés.

En aquel momento, Joe aumentó en gran manera mi curiosidad, esforzándose en abrir mucho la boca para ponerla en la forma debida a fin de pronunciar una palabra que a mí me pareció que debía ser «malhumor». Por consiguiente, señalé a la señora Joe y dispuse los labios de manera como si quisiera preguntar: «¿Ella?» Pero Joe no quiso oírlo, y de nuevo volvió a abrir mucho la boca para emitir silenciosamente una palabra que, pese a mis esfuerzos, no pude comprender.

—Señora Joe —dije yo, como último recurso—. Si no tienes inconveniente, me gustaría saber de dónde proceden esos disparos.

—¡Dios te bendiga! —exclamó mi hermana como si no quisiera significar eso, sino, precisamente, todo lo contrario—. De los Pontones.

—¡Oh! —exclamé mirando a Joe—. ¿De los Pontones?

Joe tosió en tono de reproche, como si quisiera decir: «Ya te lo había explicado.»

—¿Y qué son los Pontones? —pregunté.

—Este muchacho es así —exclamó mi hermana, apuntándome con la aguja y el hilo y meneando la cabeza hacia mí—. Contéstale a una pregunta, y él te hará doce más.

Los Pontones son los barcos que sirven de prisión y que se hallan al otro lado de los marjales.

—¿Y por qué encierran a la gente en esos barcos? —pregunté sin dar mayor importancia a mis palabras, aunque desesperado en el fondo.

Eso era ya demasiado para la señora Joe, que se levantó inmediatamente.

—Mira, muchacho —dijo—. No te he subido a mano para que molestes de esta manera a la gente. Si así fuese, merecería que me criticasen y no que me alabaran. Se encierra a la gente en los Pontones porque asesinan, porque roban, porque falsifican o porque cometen alguna mala acción. Y todos ellos empezaron haciendo preguntas. Ahora vete a la cama.

Nunca me dejaban llevar una vela para acostarme, y cuando subía las escaleras a oscuras, con la cabeza vacilante porque el dedal de la señora Joe repiqueteó en ella para acompañar sus últimas palabras, estaba convencido de que acabaría en los Pontones. Con seguridad seguía el camino apropiado para terminar en ellos. Empecé haciendo preguntas y ya me disponía a robar a la señora Joe.

Desde aquel tiempo, que ya ahora es muy lejano, he pensado muchas veces que pocas personas se han dado cuenta de la reserva de los muchachos que viven atemorizados. Poco importa que el terror no esté justificado, porque, a pesar de todo, es terror. Yo estaba lleno del miedo hacia aqueljoven desconocido que deseaba devorar mi corazón y mi hígado. Tenía pánico mortal de mi interlocutor, el que llevaba un hierro en la pierna; lo tenía de mí mismo por verme obligado a cumplir una promesa que me arrancaron por temor; y no tenía esperanza de librarme de mi todopoderosa hermana, que me castigaba continuamente, aumentando mi miedo el pensamiento de lo que podría haber hecho en caso necesario y a impulzos de mi secreto terror.

Si aquella noche pude dormir, sólo fue para imaginarme a mí mismo flotando río abajo en una marea viva de primavera y en dirección a los Pontones. Un fantástico pirata me llamó, por medio de una bocina, cuando pasaba junto a la horca, diciéndome que mejor sería que tomase tierra para ser ahorcado en seguida, en vez de continuar mi camino. Temía dormir, aunque me sentía inclinado a ello por saber que en cuanto apuntase la aurora me vería obligado a saquear la despensa. No era posible hacerlo durante la noche, porque en aquellos tiempos no se encendía la luz como ahora gracias a la sencilla fricción de un fósforo. Para tener luz habría tenido que recurrir al pedernal y al acero, haciendo así un ruido semejante al del mismo pirata al agitar sus cadenas.

Tan pronto como el negro aterciopelado que se vela a través de mi ventanita se tiñó de gris, me apresuré a levantarme y a bajar la escalera; todos los tablones de madera y todas las resquebrajaduras de cada madero parecían gritarme: «¡Deténte, ladrón!» y «¡Despiértese, señora Joe!» En la despensa, que estaba mucho mejor provista que de costumbre por ser la víspera de Navidad, me alarmé mucho al ver que había una liebre colgada de las patas posteriores y me pareció que guiñaba los ojos cuando estaba ligeramente vuelto de espaldas hacia ella. No tuve tiempo para ver lo que tomaba, ni de elegir, ni de nada, porque no podía entretenerme. Robé un poco de pan, algunas cortezas de queso, cierta cantidad de carne picada, que guardé en mi pañuelo junto con el pan y manteca de la noche anterior, y un poco de aguardiente de una botella de piedra, que eché en un frasco de vidrio (usado secretamente para hacer en mi cuarto agua de regaliz). Luego acabé de llenar de agua la botella de piedra. También tomé un hueso con un poco de carne y un hermoso pastel de cerdo. Me disponía a marcharme sin este último, pero sentí la tentación de encaramarme en un estante para ver qué cosa estaba guardada con tanto cuidado en un plato de barro que había en un rincón; observando que era el pastel, me lo llevé, persuadido de que no estaba dispuesto para el día siguiente y de que no lo echarían de menos en seguida.

En la cocina había una puerta que comunicaba con la fragua. Quité la tranca y abrí el cerrojo de ella, y así pude tomar una lima de entre las herramientas de Joe. Luego cerré otra vez la puerta como estaba, abrí la que me dio paso la noche anterior al llegar a casa y, después de cerrarla de nuevo, eché a correr hacia los marjales cubiertos de niebla.

CAPITULO III

Había mucha escarcha y la humedad era grande. Antes de salir pude ver la humedad condensada en la parte exterior de mi ventanita, como si allí hubiese estado llorando un trasgo durante toda la noche usando la ventana a guisa de pañuelo. Ahora veía la niebla posada sobre los matorrales y sobre la hierba, como telarañas mucho más gruesas que las corrientes, colgando de una rama a otra o desde las matas hasta el suelo. La humedad se había posado sobre las puertas y sobre las cercas, y era tan espesa la niebla en los marjales, que el poste indicador de nuestra aldea, poste que no servía para nada porque nadie iba por allí, fue invisible para mí hasta que estuve casi debajo. Luego, mientras lo miré gotear, a mi conciencia oprimida le pareció un fantasma que me iba a entregar a los Pontones.

Más espesa fue la niebla todavía cuando salí de los marjales, hasta el punto de que, en vez de acercarme corriendo a alguna. cosa, parecía que ésta echara a correr hacia mí. Ello era muy desagradable para una mente pecadora. Las puertas, las represas y las orillas se arrojaban violentamente contra mí a través de la niebla, como si quisieran exclamar con la mayor claridad: «¡Un muchacho que ha robado un pastel de cerdo! ¡Detenedle!» Las reses se me aparecían repentinamentte, mirándome con asombrados ojos, y por el vapor que exhalaban sus narices parecían exclamar: «¡Eh, ladronzuelo!» Un buey negro con una mancha blanca en el cuello, que a mi temerosa conciencia le pareció que tenía cierto aspecto clerical, me miró con tanta obstinación en sus ojos y movió su maciza cabeza de un modo tan acusador cuando yo lo rodeaba, que no pude menos que murmurar: «No he tenido más remedio, señor. No lo he robado para mí.» Entonces él dobló la cabeza, resopló despidiendo una columna de humo por la nariz y se desvaneció dando una coz con las patas traseras y agitando el rabo.

Ya estaba cerca del río, mas a pesar de que fui muy aprisa, no podía calentarme los pies. A ellos parecía haberse agarrado la humedad, como se había agarrado el hierro a la pierna del hombre a cuyo encuentro iba. Conocía perfectamente el camino que conducía a la Batería, porque estuve allí un domingo con Joe, y éste, sentado en un cañón antiguo, me dijo que cuando yo fuese su aprendiz y estuviera a sus órdenes, iríamos allí a cazar alondras. Sin embargo, y a causa de la confusión originada por la niebla, me hallé de pronto demasiado a la derecha y, por consiguiente, tuve que retroceder a lo largo de la orilla del río, pasando por encima de las piedras sueltas que había sobre el fango y por las estacas que contenían la marea. Avanzando por allí, tan de prisa como me fue posible, acababa de cruzar una zanja que, según sabía, estaba muy cerca de la Batería, y precisamente cuando subía por el montículo inmediato a la zanja vi a mi hombre sentado. Estaba vuelto de espaldas, con los brazos doblados, y cabeceaba a. causa del sueño.

Me figuré que se pondría contento si me aparecía ante él llevándole el desayuno de un modo inesperado, y así me acerqué sin hacer ruido y le toqué el hombro. Instantáneamente dio un salto, y entonces vi que no era aquel mismo hombre, sino otro.

Sin embargo, también iba vestido de gris y tenía un hierro en la pierna; cojeaba del mismo modo, tenía la voz ronca y estaba muerto de frío; en una palabra, se parecía mucho al otro, a excepción de que no tenía el mismo rostro y de que llevaba un sombrero de anchas alas, plano y muy metido en la cabeza. Observé en un momento todos estos detalles, porque no me dio tiempo para más. Profirió una blasfemia y me dio un golpe, pero estaba tan débil, que apenas me tocó y, en cambio, le hizo tambalear. Luego echó a correr por entre la niebla, tropezando dos veces, y por fin le perdí de vista.

«Éste será el joven», pensé—, mientras se detenía mi corazón al identificarlo. Y también habría sentido dolor en el hígado si hubiese sabido dónde lo tenía.

Poco después llegué a la Batería, y allí encontré a mi conocido, abrazándose a sí mismo y cojeando de un lado a otro, como si en toda la noche no hubiese dejado de hacer ambas cosas. Me esperaba. Indudablemente, tenía mucho frío. Yo casi temía que se cayera ante mí y se quedase helado. Sus ojos expresaban tal hambre, que, cuando le entregué la lima y él la dejó sobre la hierba, se me ocurrió que habría sido capaz de comérsela si no hubiese visto lo que le llevaba. Aquella vez no me hizo dar ninguna voltereta para apoderarse de lo que tenía, sino que me permitió continuar en pie mientras abría el fardo y vaciaba mis bolsillos.

—¿Qué hay en esa botella, muchacho? —me preguntó.

—Aguardiente —contesté.

Él, mientras tanto, tragaba de un modo curioso la carne picada; más como quien quisiera guardar algo con mucha prisa y no como quien come, pero dejó la carne para tomar un trago de licor. Mientras tanto se estremecía con tal violencia que a duras penas podía conservar el cuello de la botella entre los dientes, de modo que se vio obligado a sujetarla con ellos.

—Me parece que ha cogido usted fiebre.

—Creo lo mismo, muchacho —contestó.

—Este sitio es muy malo —advertí—. Se habrá usted echado en el marjal, que es muy malsano. También da reuma.

—Pues antes de morirme —dijo—, me desayunaré. Y seguiría comiendo aunque luego tuviesen que ahorcarme en esta horca. No me importan los temblores que tengo, te lo aseguro.

Y, al mismo tiempo, se tragaba la carne picada, roía el hueso y se comía el pan, el queso y el pastel de cerdo, todo a la vez. No por eso dejaba de mirar con la mayor desconfianza alrededor de nosotros, y a veces se interrumpía, dejando también de mascar, a fin de escuchar. Cualquier sonido, verdadero o imaginado, cualquier ruido en el río, o la respiración de un animal sobre el marjal, le sobresaltaba, y entonces me decía:

—¿No me engañas? ¿No has traído a nadie contigo?

—No, señor, no.

—¿Ni has dicho a nadie que te siguiera?

—No.

—Está bien —dijo—. Te creo. Serías una verdadera fiera si, a tu edad, ayudases a cazar a un desgraciado como yo.

En su garganta sonó algo como si dentro tuviera una maquinaria que se dispusiera a dar la hora. Y con la destrozada manga de su traje se limpió los ojos.

Compadecido por su situación y observándole mientras, gradualmente, volvía a aplicarse al pastel de cerdo, me atreví a decirle:

—No sabe usted cuánto me contenta que le guste lo que le he traído.

—¿Qué dices?

—Que estoy muy satisfecho de que le guste.

—Gracias, muchacho; me gusta.

Muchas veces había contemplado mientras comía a un gran perro que teníamos, y ahora observaba la mayor semejanza entre el modo de comer del animal y el de aquel hombre. Éste tomaba grandes y repentinos bocados, exactamente del mismo modo que el perro. Se tragaba cada bocado demasiado pronto y demasiado aprisa; y luego miraba de lado, como si temiese que de cualquier dirección pudiera llegar alguien para disputarle lo que estaba comiendo. Estaba demasiado asustado para saborear tranquilamente el pastel, y creí que si alguien se presentase a disputarle la comida, sería capaz de acometerlo a mordiscos. En todo eso se portaba igual que el perro.

—Me temo que no quedará nada para él —dije con timidez y después de un silencio durante el cual estuve indeciso acerca de la conveniencia de hacer aquella observación—. No me es posible sacar más del lugar de donde he tomado esto.

La certeza de este hecho fue la que me dio valor bastante para hacer la indicación.

—¿Dejarle nada? Y ¿quién es él? —preguntó mi amigo, interrumpiéndose en la masticación del pastel.

—El joven. Ese de quien me habló usted. El que estaba escondido.

—¡Ah, ya! —replicó con bronca risa—. ¿Él? Sí, sí. Él no necesita comida.

—Pues a mí me pareció que le habría gustado mucho comer —dije.

Mi compañero dejó de hacerlo y me miró con la mayor atención y sorpresa.

—¿Que te pareció...? ¿Cuándo?

—Hace un momento.

—¿Dónde?

—Ahí —dije señalando el lugar—. Precisamente ahí lo encontré medio dormido, y me figuré que era usted.

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