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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Fundación y Tierra (11 page)

BOOK: Fundación y Tierra
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En una asociación libre, sabido es que siempre hay un elemento de desorden, pero ése es el precio que se debe pagar por la capacidad de fomentar la novedad y el cambio. En general, es un precio razonable.

—Te equivocas de medio a medio si piensas que Gaia vegeta y se fosiliza —dijo Bliss, elevando el tono de la voz—. Nuestras acciones, nuestras costumbres, nuestras opiniones, son revisadas constantemente.

No persisten por inercia, de un modo irracional. Gaia aprende de la experiencia y la reflexión, y, por consiguiente, cambia cuando lo considera necesario.

—Aunque sea verdad lo que dices, la reflexión y el aprendizaje tienen que ser lentos, pues sólo Gaia existe en Gaia. En los mundos libres, incluso cuando casi todos están de acuerdo, hay unos pocos que discrepan y, en algunos casos, esos pocos pueden tener razón, y si son lo bastante inteligentes, entusiastas y justos, acabarán triunfando y pasarán a ser considerados héroes en las edades futuras, como ocurrió con Hari Seldon, que perfeccionó la psicohistoria, defendió sus propias ideas contra todo el Imperio Galáctico, y triunfó.

—Triunfó hasta ahora, Trevize. Pero el Segundo Imperio que proyectó tendrá que ceder el sitio a Galaxia.

—¿Ocurrirá así? —preguntó Trevize, frunciendo el ceño.

—La decisión fue tuya, y por mucho que discutas en pro de los Aislados y de su libertad para ser insensatos o criminales, hay algo en el fondo oculto de tu mente que te obligó a estar de acuerdo «conmigo-nosotros-Gaia» cuando hiciste tu elección.

—Precisamente estoy buscando lo que hay en el fondo oculto de mi mente —dijo Trevize, frunciendo más el entrecejo—, y empezaré a buscarlo allí. —Señaló el lugar de la pantalla donde aparecía una gran ciudad en el horizonte, un racimo de estructuras bajas que trepaban a ocasionales alturas, rodeadas de campos pardos bajo una ligera capa de escarcha.

Pelorat sacudió la cabeza.

—¡Lástima! Quería observar el acercamiento, pero me distraje escuchando vuestra discusión.

—No te preocupes, Janov —dijo Trevize—. Podrás hacerlo cuando salgamos de aquí. Te prometo que entonces mantendré la boca cerrada, si puedes persuadir a Bliss de que controle la suya.

La
Far Star
descendió siguiendo un rayo de microondas hasta una pista de aterrizaje del puerto espacial.

Kendray tenía una expresión grave cuando volvió a la estación de entrada y observó el paso de la
Far Star
. Y todavía seguía claramente deprimido al terminar su turno.

Estaba sentado a la mesa para la última comida del día, cuando uno de sus compañeros, un hombre larguirucho, de ojos separados, finos cabellos y unas cejas tan rubias que casi resultaban invisibles, se acomodó a su lado.

—¿Algo va mal, Ken? —preguntó el otro.

Kendray torció los labios.

—Se trata de esa nave gravítica que acaba de entrar, Gatis.

—¿La de extraño aspecto y radiactividad cero?

—Por eso no era radiactiva. No utiliza carburante. Es gravítica.

—Es la que nos dijeron que vigilásemos, ¿verdad? —preguntó Gatis, asintiendo con la cabeza.

—Sí.

—Y te tocó a ti. Siempre tienes suerte.

—No lo creas. Una mujer, sin documentos de identidad, va en ella; Y no la he denunciado.

—¿Qué? No me lo digas. No quiero saber nada al respecto. Ni una palabra más. Puedes ser mi amigo, pero no voy a convertirme en cómplice de ese hecho.

—Esto no me preocupa. No demasiado. Yo tenía que enviar la nave.

Ellos quieren apoderarse de esa gravitica, o de otra cualquiera de su clase. Lo sabes muy bien.

—Seguro, pero hubieses tenido que denunciar a la mujer al menos.

—No me agradaba hacerlo. No está casada. Sólo fue recogida para…, para ser utilizada.

—¿Cuántos hombres van a bordo?

—Dos.

—¿Y la recogieron sólo para… para eso? Deben venir de Términus.

—Así es.

—Los de Términus son muy despreocupados.

—Cierto.

—Un asco. Y se salen con la suya.

—Uno de ellos está casado, y no quería que su esposa se enterase.

Si yo hubiese denunciado a la joven, aquélla se enteraría.

—¿No está en Términus?

—Desde luego, pero lo sabría de todos modos.

—A ese tipo le estaría bien empleado que su mujer se enterase.

—De acuerdo, pero yo no puedo hacerme responsable de ello.

—Te machacarán por no haberle denunciado. Querer salvar a un hombre de un apuro no es excusa.

—¿Lo habrías denunciado tú?

—Supongo que no hubiese tenido más remedio que hacerlo.

—No, no lo habrías hecho. El Gobierno quiere esa nave. Si yo hubiera insistido en denunciar a la mujer, los hombres de la nave hubiesen cambiado de idea con respecto a aterrizar aquí y se hubieran marchado a otro planeta. Eso no le habría gustado al Gobierno.

—Pero, ¿te creerán?

—Creo que sí. Es una mujer muy linda. Imagínate a una joven como esa dispuesta a embarcarse con dos hombres, dos hombres casados y dispuestos a todo… Es tentador, ¿no crees?

—Supongo que no querrás que tu mujer se entere de lo que acabas de decir…, o de que lo has pensado siquiera.

—¿Quién va a decírselo? ¿Tú? —dijo Kendray, con aire desafiante.

—Vamos, me conoces mejor que todo eso —repuso Gatis, mientras su mirada de indignación se extinguía con rapidez—. No les hará ningún bien a esos hombres que les hayas dejado pasar.

—Lo sé.

—La gente de allá abajo lo descubrirán muy pronto, y aunque tú salgas bien de ésta, ellos no podrán librarse.

—También lo sé —dijo Kendray—, y lo siento por esos hombres. Los apuros en que la mujer pueda ponerles no serán nada en comparación con los que la nave les ocasionará. El capitán hizo unas cuantas observaciones… —Kendray se interrumpió.

—¿Cuáles? —preguntó Gatis, vivamente interesado.

—Olvídalo —dijo Kendray—. Si la cosa se descubre, será mi fin.

—No voy a repetírselo a nadie.

—Yo tampoco. Esos dos hombres de Términus me dan lástima.

Para cualquiera que haya estado en el espacio y experimentado su uniformidad, la verdadera emoción del vuelo espacial se produce cuando llega el momento de tomar tierra en un nuevo planeta. El suelo se desliza con rapidez debajo de ti, mientras tú captas imágenes de tierra y de agua, de zonas geométricas y líneas que deben ser campos y carreteras. Adviertes el verdor vegetal, el gris del hormigón, el pardo del suelo árido, el blanco de la nieve. Pero lo más emocionante son los conglomerados habitados; ciudades que, en cada mundo, tienen su geometría característica y sus peculiaridades arquitectónicas.

En una nave ordinaria, los tripulantes habrían sentido la excitación de tocar el suelo y deslizarse por la pista. La
Far Star
era distinta, la cosa cambiaba mucho. Flotó a través del aire, frenó equilibrando hábilmente la resistencia del aire y la gravedad, para acabar inmovilizándose sobre la pista del puerto espacial. El viento soplaba a ráfagas y eso significaba otra complicación. La
Far Star
, al ajustarse para responder a la atracción de la gravedad, no sólo era anormalmente ligera de peso, sino también de masa. Si ésta se acercaba demasiado a cero, el viento arrastraría a la nave de allí. De ahí que fuese preciso elevar la reacción a la gravedad y emplear los reactores con sumo cuidado, no sólo contra la atracción del planeta, sino también contra la fuerza del viento, de manera que se adaptasen exactamente a los cambios de intensidad de aquél. Sin un ordenador adecuado, la operación no habría podido llevarse a cabo.

La nave siguió bajando, con pequeños e inevitables cambios en su dirección, hasta que al fin descendió para posarse en la zona marcada a ese fin en el puerto.

El cielo estaba de un pálido azul, mezclado con blanco, cuando la
Far Star
aterrizó. El viento seguía soplando a nivel del suelo y, aunque ya no resultaba peligroso para la navegación, producía un frío que hizo estremecerse a Trevize. En ese momento se dio cuenta de que la ropa que llevaban era totalmente inadecuada para el clima de Comporellon.

En cambio, Pelorat miró satisfecho a su alrededor y respiró a pleno pulmón por la nariz, disfrutando, al menos de momento, con aquella sensación de frío. Incluso se desabrochó el abrigo para sentir el viento contra su pecho. Sabía que dentro de poco tendría que abrochárselo de nuevo y ponerse su bufanda, pero ahora quería sentir la existencia de una atmósfera, cosa que nunca ocurría a bordo.

Bliss se arrebujó en su abrigo y, con las manos enguantadas, se bajó el gorro hasta cubrirse las orejas. Tenía afligido el semblante y parecía a punto de llorar.

—Este mundo es malo —murmuró—. Nos odia y nos maltrata.

—En absoluto, querida Bliss —dijo Pelorat muy serio—. Estoy seguro de que este mundo gusta a sus moradores y de que…, bueno…, ellos le gustan a él, si quieres decirlo así. Pronto estaremos a cubierto, y allí hará más calor.

Casi como reparando un olvido, envolvió a Bliss en su propio abrigo, mientras ella se acurrucaba contra la pechera de su camisa.

Trevize se esforzó en no hacer caso de la temperatura. Recibió una tarjeta magnetizada de una de las autoridades del puerto, comprobándola con su ordenador de bolsillo para asegurarse de que contenía los detalles necesarios: su zona y número de aparcamiento, el nombre y número de motor de su nave, y otros datos más. Hizo una nueva comprobación para asegurarse de que la nave estaba firmemente sujeta y después suscribió una póliza de seguros por el máximo valor permitido, contra el riesgo de daños en la
Far Star
, aunque era una precaución inútil en realidad, ya que su nave sería invulnerable al probable nivel de la tecnología comporelliana, y si no lo era, resultaría totalmente irremplazable a cualquier precio.

Trevize encontró la parada de taxis en el lugar donde debía estar. (Muchos servicios de los puertos espaciales eran iguales en todas partes, tanto en situación como aspecto y modo de empleo. Tenían que serlo, dada la naturaleza multimundial de la clientela.)

Llamó a un taxi, indicando el punto de destino como «Ciudad» simplemente.

El vehículo se deslizó hacia ellos sobre unos esquíes diamagnéticos, desviándose ligeramente bajo el impulso del viento y temblando por la vibración de un motor no del todo silencioso. Era de color gris oscuro y lucía la insignia blanca de taxi en las portezuelas de atrás. El conductor llevaba un abrigo oscuro y un gorro de piel blanco.

—La decoración del planeta parece ser en blanco y negro —dijo en voz baja Pelorat advirtiendo esos detalles.

—Tal vez todo sea más alegre en la ciudad propiamente dicha —dijo Trevize.

—¿Van a la ciudad, amigos? —El conductor había hablado por un pequeño micrófono, tal vez para no tener que abrir la ventanilla.

El dialecto galáctico tenía un cierto sonsonete que le hacía bastante atractivo, además de que no resultaba difícil de comprender, lo cual siempre significa un alivio en un mundo desconocido.

—Sí —dijo Trevize.

Y la portezuela de atrás se abrió. Bliss subió, seguida de Pelorat y de Trevize, La portezuela se cerró, y enseguida notaron el aire caliente, Bliss se frotó las manos y lanzó un largo suspiro de alivio.

El taxi arrancó lentamente.

—La nave en que han venido ustedes es gravítica, ¿verdad? —preguntó el conductor.

—Considerando la manera en que bajó, ¿podría usted dudarlo? —repuso Trevize con seguridad.

—Entonces, ¿es de Términus? —se interesó el taxista.

—¿Conoce usted algún otro mundo capaz de construirla? —dijo Trevize.

El conductor pareció considerar la semirrespuesta mientras el taxi adquiría velocidad.

—¿Siempre contesta usted las preguntas con otra pregunta? —dijo.

—¿Por qué no? —no pudo resistirse Trevize a replicar.

—En ese caso, ¿cómo me respondería a la pregunta de si es usted Golan Trevize?

—Le respondería: ¿Por qué me lo pregunta?

El taxi se detuvo en las afueras del puerto espacial.

—¡Por curiosidad! Repito: ¿Es usted Golan Trevize? —dijo el conductor.

La voz de Trevize adquirió un tono rígido y hostil.

—¿Qué le importa a usted?

—Amigo mío —dijo el conductor—, no nos moveremos de aquí hasta que usted haya contestado a mi pregunta. Y si no lo hace con claridad en uno u otro sentido en un par de segundos, cerraré la calefacción del compartimento de pasajeros y seguiremos esperando. ¿Es usted Golan Trevize, consejero de Términus? Si su respuesta es negativa, tendrá que mostrarme sus documentos de identidad.

—Sí, soy Golan Trevize y, como consejero de la Fundación, espero ser tratado con toda la cortesía debida a mi rango. Si usted no lo hace así, le pondré en un aprieto, amigo. Y ahora, ¿qué?

—Ahora podemos continuar con más tranquilidad —repuso haciendo arrancar el coche de nuevo—. Yo elijo cuidadosamente mis pasajeros, y esperaba recoger a dos hombres. La mujer ha sido una sorpresa para mí, y ya que se trata de usted, puedo dejar que explique lo de la mujer cuando llegue a su destino.

—Usted desconoce mi destino.

—En realidad, lo sé. Va usted al Departamento de Transportes.

—No es allí donde yo quiero ir.

—Eso carece de importancia, consejero. Si yo fuese conductor de taxi, lo llevaría donde usted quisiera ir. Como no lo soy, le conduciré al lugar donde yo quiero que vaya.

—Perdón —dijo Pelorat, inclinándose hacia delante—, pero usted parece un taxista. Está conduciendo un coche de alquiler.

—Cualquiera puede conducir un taxi. No sólo quienes tienen licencia para ello. Y no todos los coches que parecen taxis lo son.

—Dejémonos de juegos —dijo Trevize—. ¿Quién es usted y qué pretende? Recuerde que tendrá que responder de esto ante la Fundación.

—Yo no —repuso el conductor—. Mis superiores, tal vez. Yo soy un agente de la Fuerza de Seguridad de Comporellon. Se me ha ordenado que le trate con todo el respeto debido a su rango, pero usted debe ir adonde yo lo lleve. Y tenga mucho cuidado con lo que hace, pues este vehículo está armado, y mis órdenes son de defenderme si soy atacado.

El vehículo, habiendo alcanzado su velocidad normal, se deslizaba suavemente, en completo silencio.

Trevize permanecía sentado en él como si estuviese petrificado. Se daba cuenta, sin necesidad de verlo, de que Pelorat lo miraba de vez en cuando como diciéndole: «¿Qué vamos a hacer ahora? Dímelo, por favor.

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