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Authors: Nicholas Sparks

Fantasmas del pasado (9 page)

—¿Doris ha dicho que ese señor ha salido por la tele? — preguntó uno.

—Ya me parecía que lo había visto en uno de esos programas de entrevistas…

—Entonces no es médico —agregó otro—. Le he oído comentar algo sobre unos artículos de una revista.

—Me pregunto cuál es la relación entre Doris y él. ¿Alguien sabe cómo se conocieron?

—Parece un buen tipo.

—Pues yo creo que es un soñador empedernido —intervino Rachel.

Mientras tanto, Jeremy y Doris se habían detenido en el porche, sin sospechar el barullo que habían armado.

—Supongo que te alojas en el Greenleaf, ¿no? — inquirió Doris. Cuando Jeremy asintió, ella continuó—. ¿Sabes cómo llegar hasta allí? Está un poco alejado del pueblo.

—Tengo un mapa —dijo Jeremy, intentando poner un tono convincente, como si se hubiera preparado el viaje con antelación—. Estoy seguro de que lo encontraré, pero ¿puedes indicarme cómo llegar hasta la biblioteca?

—Oh, está justo a la vuelta de la esquina. — Señaló hacia la carretera—. ¿Ves ese edificio de ladrillo, el de los toldos azules?

Jeremy asintió.

—Gira a la izquierda y sigue hasta la próxima señal de stop. Gira a la derecha en la primera calle que encuentres después de la señal. La biblioteca está en la siguiente esquina. Es un enorme edificio de color blanco. Previamente se lo conocía como Middleton House; perteneció a Horace Middleton antes de que el Estado lo comprara.

—¿No construyeron una nueva biblioteca?

—Es un pueblo pequeño, señor Marsh, y además, ese edificio es lo suficientemente amplio, ya lo verás.

Jeremy extendió la mano.

—Gracias. Has sido una gran ayuda. Y la comida estaba deliciosa.

—Hago lo que puedo.

—¿Te importa si vuelvo a pasar otro día por aquí con más preguntas? Me da la impresión de que estás al corriente de todo lo que pasa en la localidad.

—Puedes venir cuando quieras. Te ayudaré en todo lo posible. Pero tengo que pedirte un favor: no escribas nada que nos deje como una panda de lunáticos. A muchos (entre los que me incluyo) nos encanta vivir aquí.

—Simplemente me limito a escribir la verdad.

—Lo sé —dijo ella—. Por eso contacté contigo. Tienes pinta de ser un tipo en el que se puede confiar, y estoy segura de que zanjarás esta leyenda de una vez por todas y de la forma más apropiada.

Jeremy esbozó una mueca de sorpresa.

—¿No crees que haya fantasmas en Cedar Creek?

—Claro que no. Sé que no hay ningún espíritu merodeando por ese lugar. Llevo años diciéndolo, pero nadie quiere escucharme.

Jeremy la miró con curiosidad.

—Entonces, ¿por qué me has pedido que venga?

—Porque la gente no sabe lo que sucede, y continuará creyendo en fantasmas hasta que encuentre una explicación fehaciente. Desde que apareció ese artículo de los estudiantes de la Universidad de Duke en la prensa, el alcalde ha estado promocionando la idea de los fantasmas como un loco, y ahora empiezan a llegar curiosos de todas partes con la esperanza de ver las luces. Según mi opinión, todo esto está provocando serios problemas; ese cementerio amenaza con hundirse, y los estropicios son cada vez mayores.

Doris hizo una pausa antes de proseguir.

—Y claro, el sheriff no hace nada para evitar que las pandillas de adolescentes o los turistas se paseen por la zona sin ninguna precaución. Él y el alcalde son los típicos buscadores de recompensas; además, casi todo el mundo aquí —excepto yo— considera que promocionar la historia de los fantasmas es una buena idea. Desde que cerraron el molino textil y la mina, el pueblo no levanta cabeza, y me parece que muchos se aferran a esa idea como una especie de salvación.

Jeremy miró hacia el coche, y después volvió a mirar a Doris, pensando en lo que le acababa de contar. Todo tenía sentido, pero…

—¿Te das cuenta de que lo que me has dicho no coincide con lo que me escribiste en la carta?

—Eso no es cierto. Lo único que dije fue que había unas luces misteriosas en el cementerio que muchos vinculan con una vieja leyenda, que la mayoría de la gente cree que se trata de fantasmas, y que un grupo de chicos de la Universidad de Duke no pudo hallar ninguna explicación lógica al fenómeno. Sé que no soy perfecta, señor Marsh, pero mentir no es uno de mis defectos.

—¿Y por qué quieres que desacredite la historia?

—Porque no es correcto —respondió llanamente, como si la respuesta fuera de sentido común—. La gente deambula por el cementerio, los turistas vienen y acampan en esos terrenos; hay que ser respetuosos con los muertos, aunque el cementerio esté abandonado. Los difuntos ahí enterrados merecen descansar en paz. Y ese despropósito de la «Visita guiada por las casas históricas» es simple y llanamente incorrecto. Pero todos hacen oídos sordos a mis críticas.

Jeremy reflexionó sobre lo que Doris le acababa de contar mientras hundía las manos en los bolsillos de la chaqueta.

—¿Puedo hablar con franqueza? — preguntó él.

Ella asintió, y Jeremy empezó a balancearse alternando el equilibrio de un pie al otro.

—Si crees que tu madre era vidente, y que tú puedes adivinar dónde hay agua y el sexo de los bebés, me parece extraño que…

Cuando se quedó unos momentos indeciso sobre cómo continuar, ella lo miró con interés.

—¿Que no sea la primera que crea en fantasmas?

Jeremy asintió.

—Sí que creo en fantasmas. Lo único es que no creo que esten congregados ahí, en el cementerio.

—¿Por qué no?

—Porque he estado allí y no he notado ninguna presencia sobrenatural.

—¿Así que también puedes hacer eso?

Ella se limitó a encogerse de hombros. Finalmente se decidió a romper el silencio.

—¿Puedo hablar ahora yo con franqueza?

—Adelante.

—Un día aprenderás algo que no puede ser explicado por medio de la ciencia. Y cuando eso suceda, tu vida cambiará de una forma que no puedes ni llegar a imaginar.

Jeremy sonrió.

—¿Es eso una promesa?

—Sí —contestó ella. A continuación lo miró fijamente—. Y he de admitir que lo he pasado muy bien charlando contigo mientras comíamos. No suelo gozar de la compañía de jóvenes tan encantadores. La experiencia me ha rejuvenecido, te lo aseguro.

—Yo también lo he pasado estupendamente.

Jeremy se dio la vuelta para marcharse. Las nubes habían hecho acto de presencia mientras ellos estaban comiendo. El cielo, aunque no tenía un aspecto amenazador, parecía indicar que el invierno estaba decidido a instalarse también en el sur, y Jeremy se levantó el cuello de la americana mientras se dirigía al coche.

—¿Señor Marsh? — gritó Doris a su espalda.

—¿Sí? — respondió Jeremy al tiempo que se daba la vuelta.

—Saluda a Lex de mi parte.

—¿Lex?

—Se encarga de la biblioteca. Seguramente no tendrá ningún reparo en ayudarte en tus pesquisas.

Jeremy sonrió.

—Lo haré.

Capítulo 4

La biblioteca resultó ser una imponente estructura gótica, completamente diferente al resto de los edificios de la localidad. Jeremy tuvo la impresión de que alguien había arrancado una de esas casonas de una colina de Rumania, cerca de la morada del conde Drácula, y la había dejado caer como por arte de magia en Boone Creek.

El edificio ocupaba casi la totalidad de la manzana, y sus dos plantas estaban ornamentadas con unas ventanas angostas y alargadas, un tejado terminado en punta, y una puerta principal de madera en forma de arco, en la que sobresalían unos picaportes desmesuradamente grandes. A Edgar Allan Poe le habría encantado ese lugar, pero a pesar de la apariencia de casa embrujada, parecía que los del Consistorio habían intentado darle un aire menos tétrico, más acogedor. La fachada de ladrillo —que probablemente había sido de color marrón rojizo en otro tiempo— estaba ahora pintada de blanco; las ventanas estaban enmarcadas por unas contraventanas negras, y unos parterres de pensamientos delimitaban el sendero que conducía a la entrada principal y rodeaban el mástil de la bandera. El llamativo rótulo cincelado con letra dorada y en cursiva daba la bienvenida a todo aquel que se acercaba a la biblioteca de Boone Creek. El resultado final se podía definir como chocante. A Jeremy le pareció que era como ir a una de esas elegantes mansiones señoriales de la ciudad y que, al llamar a la puerta, inesperadamente apareciera un mayordomo disfrazado de payaso, con globos y una pistola de agua en la mano.

El vestíbulo, pintado de un alegre amarillo pálido —por lo menos el edificio era consistente dentro de su inconsistencia—, estaba amueblado con un mostrador en forma de «L», cuya parte más larga se extendía hasta la parte posterior del edificio, donde Jeremy distinguió una amplia estancia con unas mamparas de vidrio dedicada a los niños. A la izquierda quedaban los lavabos, y a la derecha, detrás de otra pared de vidrio, vio lo que parecía ser el área principal. Jeremy saludó con la cabeza a la anciana que estaba sentada detrás del mostrador. La mujer sonrió y le devolvió el saludo, luego se concentró nuevamente en el libro que estaba leyendo. Jeremy empujó las pesadas puertas de vidrio que daban al área principal, y se sintió orgulloso al pensar que empezaba a comprender el modo de actuar de los lugareños.

El área principal lo decepcionó de inmediato. Debajo de la intensa luz de los fluorescentes sólo divisó seis estanterías de libros, organizadas relativamente juntas entre sí, en una estancia no mucho más grande que su piso de Nueva York. En las dos esquinas más próximas a la puerta habían instalado unos ordenadores anticuados, y al fondo a la derecha estaba el área de lectura, con una pequeña colección de periódicos. Había cuatro mesas pequeñas en la sala, y únicamente vio a tres personas consultando libros en las estanterías, entre ellas un anciano con un aparato de sordera en la oreja que estaba ordenando los libros en los estantes. A juzgar por lo que veía, Jeremy tuvo la desagradable impresión de haber comprado más libros en toda su vida de los que esa biblioteca albergaba.

Se dirigió hacia la mesa del encargado, y no le sorprendió no encontrar a nadie. Se detuvo delante de la mesa, a la espera de que apareciera Lex. Entonces pensó que Lex debía de ser el hombre de pelo cano que estaba colocando los libros en los estantes. Se fijó en él, pero el anciano siguió con su tarea sin inmutarse. Jeremy echó un vistazo al reloj. Dos minutos más tarde, volvió a consultar la hora.

Otros dos minutos más tarde, después de que Jeremy carraspeara sonoramente, el hombre se fijó en él. Jeremy lo saludó ron la cabeza y lo miró fijamente para darle a entender que necesitaba ayuda, pero en lugar de ir hacia la mesa, el anciano asintió con la cabeza y continuó ordenando los libros. Estaba claro que ese individuo superaba las expectativas sobre la legendaria eficiencia sureña, pensó Jeremy. Sí, el lugar era francamente interesante.

En el diminuto y abigarrado despacho del piso superior de la biblioteca, Lexie tenía la mirada fija en la ventana. Sabía que él vendría. Doris había llamado tan pronto como Jeremy se había marchado del Herbs y le había referido un par de comentarios sobre el individuo vestido de negro procedente de Nueva York, que estaba allí para escribir un artículo sobre los fantasmas del cementerio.

Lexie sacudió lentamente la cabeza. Estaba segura de que Doris lo había convencido. Cuando a esa mujer se le metía una idea en la cabeza, podía llegar a ser muy persuasiva, sin tener en cuenta la posible reacción violenta que un artículo como ése podía suscitar. Había leído las historias del señor Marsh de antemano, y sabía exactamente cómo operaba. No tendría suficiente con demostrar que el fenómeno no estaba relacionado con fantasmas —algo de lo que no le cabía la menor duda—, no, el señor Marsh no se detendría ahí. Entrevistaría a los habitantes del lugar en esa forma tan peculiarmente encantadora, conseguiría sonsacarles toda la información que buscaba, y después elegiría los datos que más le interesaran antes de difundir la verdad del modo que le pareciera más oportuno. Cuando hubiera acabado de plasmar sus conclusiones feroces en un artículo, la gente de todo el país pensaría que Boone Creek estaba plagado de unos patéticos personajes simplones, ridículos y supersticiosos.

No, no le hacía ninguna gracia que ese periodista merodeara por el pueblo.

Cerró los ojos mientras con los dedos se dedicaba a retorcer un mechón de su negra melena abstraídamente. Tampoco le gustaba que nadie deambulara por el cementerio. Doris tenía razón: era una falta de respeto, y desde la visita de esos jóvenes de la Universidad de Duke y de la publicación del artículo en la prensa, la situación se les había escapado de las manos. ¿Por qué no lo habían mantenido en secreto? Hacía muchas décadas que aparecían esas luces, y a pesar de que todo el mundo lo sabía, a nadie le importaba. Quizá de vez en cuando alguien se dejaba caer por el cementerio para verlas, básicamente adolescentes o alguien que había bebido más de la cuenta en el Lookilu; pero ¿camisetas, tazas de café, postales cursis con emblemas sobre los fantasmas? ¡Y encima la «Visita guiada por las casas históricas»!

No llegaba a comprender los motivos que habían desatado esa locura colectiva. ¿Por qué era tan importante incrementar el turismo en la zona? Sí, claro, el dinero era un tremendo aliciente, pero los que vivían en el pueblo no lo hacían por afán de hacerse ricos. Bueno, al menos la mayoría no; aunque siempre había personas dispuestas a no dejar escapar esa clase de oportunidades, empezando por el alcalde. Mas siempre había creído que casi toda esa gente vivía en Boone Creek por la misma razón que ella: por la indescriptible alegría que sentía cada tarde cuando se ponía el sol y, súbitamente, el río Pamlico se transformaba en una impresionante cinta de color dorado, porque conocía a sus vecinos y sabía que podía confiar en ellos, porque los niños podían jugar en la calle hasta la noche tranquilamente, sin que sus padres sintieran angustia alguna por pensar que pudiera ocurrirles algo malo. En un mundo cada vez más loco y estresado, Boone Creek era un pueblecito que jamás había mostrado ningún interés en seguir los pasos del mundo moderno, y eso era lo que lo convertía en un lugar tan peculiar.

Por eso vivía allí. Le gustaba todo lo referente al pueblo: el olor a pino y a salitre por la mañana cuando llegaba la primavera, los bochornosos atardeceres de verano que le conferían a su piel ese brillo tan especial, el color intenso de las hojas en otoño… Pero por encima de todo, le gustaba la gente y no podía imaginar vivir en otro lugar. Confiaba en ellos, conversaba con ellos, sentía aprecio por ellos. Pero claro, no todos sus amigos compartían esas mismas impresiones; algunos habían aprovechado el momento de ir a estudiar a la universidad para no volver a pisar el pueblo. Ella también se había ido a vivir una temporada fuera, pero incluso en esa etapa había tenido la certeza de que regresaría; y menos mal que lo había hecho, ya que en los dos últimos años había estado muy preocupada por la salud de Doris. También sabía que acabaría siendo la bibliotecaria de Boone Creek, igual que su madre había ocupando ese puesto antes, con la esperanza de hacer de la biblioteca un lugar del que el pueblo entero pudiera sentirse orgulloso.

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