Fabulosas narraciones por historias (2 page)

»El cabaret era también uno de los espectáculos favoritos de los madrileños. La estrella de la época se llamaba Teresita del Monte, y su éxito más sonado, una revista musical que llevaba el título de
El Príncipe Carnaval.
Me acuerdo de aquella rumba; decía algo así como: "El Príncipe Carnaval, / ¡Carnaval! / No es ningún Carcamal, / ¡Carcamal! / Yo le quiero, tararí, / ¡tararí! / Su alegría sin igual, / ¡sin igual!".

»¡Dios mío! ¿No le parece fantástico que me acuerde de esta letra? No es Góngora, pero durante unos años nos hizo disfrutar tanto como él. ¡Ah, las noches exclusivas de Madrid! Todavía las recuerdo. Entonces la ciudad atravesaba una de esas buenas rachas que suele tener cada diez lustros, más o menos, y que hacen de ella por unos años la capital más cosmopolita de Europa. ¡Cuánta alegría había por las calles y cuánta despreocupación! Parecía que todos los que vivíamos allí éramos jóvenes, ricos y felices. Los solteros salían de farra casi todas las noches al Casino de Madrid. Había costumbres fijas y lugares de paso obligado. Si uno iba a comer al Aero-Club, debía tomar el aperitivo en La Gran Peña y picar antes unas cebolletas rellenas en el Centro Asturiano. El café se tomaba en el Círculo de Bellas Artes; y la primera copa, en el Centro de Hijos de Madrid, donde bebíamos Santacatalinas, un combinado de la casa que en realidad era el último grito en cock-tails. Se iba también al Liceo de América, un lugar tranquilo, perfecto para antes de cenar, donde hacían los mejores dry-martinis.

»Luego estaba el pueblo diurno y manchego, el Madrid de las tertulias, en las que igual se podía hablar de Husserl que jugar una partida de tute, si es que no se hacían las dos cosas a un tiempo. Había tertulias en todas partes. Cada café albergaba simultáneamente dos o tres, en las que se criticaba a todo el mundo y donde se hablaba de enfermedades, ese tema de conversación tan español, ¿verdad? Las había literarias, deportivas, taurinas; y las había más pedantes o más familiares; más accesibles, o inaccesibles como la de Pepe Ortega, que recibía en casa. ¡Ah, Pepe Ortega! Tenemos que hablar de él. Pese a lo que digan los libros, no crea usted que en aquellos años todo el mundo leía a Pepe, a Juan Ramón, o que todos adoraban a Lorca; o que Unamuno era conocido por todos los españoles. Entonces la gente era como ahora. ¿Conoce hoy todo el mundo a García Hortelano a Claudio Rodríguez, a Cela, a Juan Marsé o a ese chico joven, Eduardo Mendoza? No. Pues entonces, lo mismo. La gente leía a Álvaro Insúa, autores de novelas que el público, la masa, como decía Pepe, devoraba. Paquito Ayala las llama ahora —lo he leído en sus memorias— novelas pornográficas. Supongo que se refiere al hecho de que podían vender hasta 100.000 ejemplares en una semana. A mí me encantaban.

»No sé si es esto lo que quiere. Si no, dígamelo con total libertad. Con la misma confianza, le digo que, por mi parte, interrumpiré las cartas al menor síntoma de fatiga.

»Mis mejores deseos. [Firma ilegible.] En Belle Terre, 1 de julio de 1986.»

El rápido procedente de Barcelona, con destino a Madrid y parada en todas las estaciones de su recorrido, hizo entrada en vía uno. Patricio y Marcelino esperaban en el andén con los brazos caídos, y le vieron aparecer envuelto en una nube de humo. Marc reconoció a su primo de inmediato: traía medio cuerpo fuera de la ventanilla, y agitaba el brazo con ostensible alegría. Hasta ellos llegaron las voces de Santos, que gritaba sus nombres, y decía aquí, aquí. Patricio miró de reojo a Marc. Sonríe, que no es para tanto, musitó antes de levantar la mano para devolverle el saludo a Santos. Y Marc estiró los labios en un patético remedo de sonrisa. Cuando la locomotora estaba a punto de detenerse, se colocaron a la altura del recién llegado, que juraba y maldecía la incomodidad del viaje, y acompañaron al tren hasta que se detuvo. En ese momento, Santos comenzó a sacar por la ventanilla, uno a uno, seis o siete bultos ante la desesperación de su primo Marc.

—Querido, parece que vienes de África —le reprochó antes incluso de darle un abrazo. Santos no le oyó o no quiso contestar, se volvió a Pátric y le gritó:

—¡Qué ganas tenía de verte, compañero! Ven a mis brazos.

Pátric se rió, y se fue hacia él. Luego, entre los tres, cogieron maletas y cajas de cartón atadas con cuerdas, y se encaminaron hacia la Glorieta de San Antonio, donde alquilaron un autotaxi.

—¿Qué se dice por aquí de lo que ha pasado? —preguntó Santos una vez dentro del auto. Ni Marcelino ni Patricio entendieron.

—¿A qué te refieres?

—¿A qué me voy a referir! ¡Al golpe de Estado de Primo de Rivera! —exclamó Santos asombrado.

—¡Ah! No sé. Nada. No se dice nada. A mí, querido, como sabes, la política me trae sin cuidado —repuso Marcelino.

—Pero ¿han cerrado los bares? —quiso saber Santos.

—¿Que si han cerrado los bares? ¡En Madrid no se cierran los bares ni aunque haya una guerra! —le contestó Patricio.

—¡Ah, bueno!, porque ¡menudas ganas de juerga que traigo, compañeros! —les hizo saber Santos.

—Nosotros, sin embargo, estamos ya un poco ahítos de tanta frivolidad —le respondió su primo con mala intención.

—¿Ahítos?

—Cansados, hartos, saturados.

—¡Ah! ¡Haítos! Pues a jorobarse tocan, no hay haítos que valgan, porque esta noche os pienso invitar a una cena y a unas putas como Dios.

—La cena te la aceptaría, querido, pero mamá quiere que esta noche vengáis Pátric y tú a cenar a casa. En cuanto a las prostitutas que mencionas, declino, si no te importa —dijo Marc con un mohín de disgusto.

—¡Ay, qué coño, Marcelino! ¿Se puede saber qué bicho te ha picado? —le preguntó Santos, molesto por las impertinencias de su primo. Patricio salió al quite:

—Marc está nervioso porque mañana se va a Londres.

—¡Anda, la pera! ¡Haberlo dicho antes! ¿Pero no te marchabas el mes que viene?

El primo Marc pareció suavizar el gesto. Primero esbozó una tenue sonrisa. Luego se tomó su tiempo. Conservaba esa manía, que tanto disgustaba a Santos, de dejar que transcurriera una eternidad entre la pregunta que le hacían y su respuesta, como si necesitara todo ese tiempo para meditar la contestación. Después de varios siglos, cuando creyó que ya había despertado expectación hasta en el taxi conductor, dijo con falsa modestia:

—Mi padre se ha empeñado en conseguirme matrícula para Oxford, cuyas clases comienzan inmediatamente.

—¡Oxford! ¡Ésa es la universidad buena!, ¿no? ¡La que tú querías!

Marc asintió.

—Pues esta noche, después de la cena, parranda. ¡No me jorobes, Marcelino, que mañana te vas!

—Estás eufórico —le hizo notar Pátric.

—Es que tenía muchas ganas de veros. ¿Os podéis creer que me he acordado como nunca de Madrid y de la Residencia?

—Espera a que lleguemos. Ya verás entonces de quién te vas a acordar —le anunció Patricio.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Santos alarmado.

—No te voy a adelantar nada. Tienes que leer tú mismo el cartel que ha escrito el señor Iglesias.

—¡Ay qué coño con el señor Iglesias! ¡Se pasa la vida escribiendo carteles! Por cierto, hablando de escribir, compañero, ¿cómo va esa obra artística?

—Prácticamente terminada —repuso Pátric sin ocultar su satisfacción y exhibiendo una formidable sonrisa.

—¡Cojonudo! Pues a terminarla y a publicarla como Dios —le animó Santos; y, dirigiéndose a Marc, añadió:

—Te digo yo que éste llega lejos, mucho más lejos que su tío José María. Y mira que su tío era grande… Si no, al tiempo. ¿Y tú, Marcelino? ¿Cómo van esas obras de teatro?

Marc volvió a relajar sus facciones y permitió también que transcurrieran lustros antes de contestar con la voz un poco engolada:

—Estoy a punto de terminar una, y también un libro de poemas; pero con todos los preparativos del viaje ando un poco desconcentrado. Espero encontrar en Oxford la inspiración que me falta aquí, en Madrid. Creo que vivir en otra ciudad y en otro idioma me va a proporcionar una visión más objetiva; un modo muy diferente de sentir la…

Santos ya no le escuchaba. Atravesaban en ese momento la plaza del Progreso, que a esas horas de la mañana bullía con el trajín de los coches de reparto, el paso de algún tranvía y el caminar frenético de los que se habían dormido. Las calles eran un batiburrillo de voces que pregonaban olorosas mercancías y de relinchos como risas. Los jamelgos se inquietaban al paso del taxi, que hacía sonar el ronco quejido de su bocina; entonces los animales bufaban y golpeaban los adoquines con sus cascos produciendo un sonido hueco. Las primeras criadas habían bajado a hacer la compra, y se encontraban, y formaban corrillos delante de las pescaderías con esos mostradores inclinados hacia la calle, que daba gloria verlos con sus merluzas, sus pescadillas, su salmón fresco y su atún, sus sardinas, sus gallos, lenguados, truchas y calamares, todo cubierto de hielo picado, fresquísimo todo; o esperaban la vez en el interior de una de esas carnicerías de cuyo techo colgaban chorizos de Cantimpalo y salchichones y jamones de pata negra, que no dejaban ver la cara del tendero, pero sí su delantal a listas verdes y negras. Algunos niños, de camino a la escuela, se paraban a contemplar aterrados una tienda de escaparate surrealista en el que coincidían las fajas para tallas anormales, las piernas ortopédicas y los bragueros con un gran surtido de artículos de oficina.

Santos miraba todo ello con la frente apoyada en la ventanilla trasera, y se sobresaltó cuando Pátric le gritó al taxi-conductor:

—¡Pero hombre! ¿Se puede saber qué hace usted en la plaza del Progreso? ¡Si le he dicho a la Residencia de Estudiantes, en la calle Pinar!

—Pejdonemé el señoguitó, pego ej que soy fransé y no conoscó pejfectamente la siudá.

—Si no se conoce la ciudad, no trabaje de taxi-conductor, coño. Ande, baje por Atocha hasta Recoletos, y desde allí, recto, hacia el hipódromo; ¿sabe dónde están los Altos del Hipódromo?

—Poj detrá de la callé Seganó.

—Eso es. Cuando llegue allí, yo le indico.

Subieron la cuesta de la calle Pinar muy despacio, haciendo sonar la bocina para que los residentes se apartaran. En la explanada, frente a la puerta principal, había varios autos con el portaequipajes levantado. Podían verse, como todos los años, familias enteras que habían venido a despedir a algún ovejo, y residentes que se encontraban después del verano y que se daban un abrazo si eran muy amigos o que se tocaban ligeramente el ala del sombrero si eran enemigos. Nada más apearse, en un primer vistazo a su alrededor, Santos reconoció al Cantos y a los hermanos López Paradero.

—¡Eh, Santos! —le gritó una voz a su espalda. Santos se volvió, y vio al Poli. Se dieron un abrazo.

—¿Cómo ha ido el verano? —le preguntó Santos.

—Estudiando. ¿Y tú?

—En el pueblo. Ayudando a la familia con los cerdos. ¿Y los demás? ¿Han venido ya de vacaciones?

—Casi todos. Sebastián Casero acaba de llegar, y el Amancio viene ahora; voy corriendo a esperarle, que se me hace tarde. Me alegro de verte otra vez. Esta noche nos ponemos juntos en una mesa. Ya te has enterado, ¿no?

—¿De qué?

El Poli miró a Pátric como preguntando ¿no se lo has dicho? Patricio negó con la cabeza.

—En la puerta, en la puerta, mira en la puerta —le indicó el Poli riendo, mientras se alejaba. Santos se volvió intrigado a Pátric, pero su amigo no estaba dispuesto a adelantarle nada.

—En la puerta, en la puerta —le señaló; de modo que, mientras el taxi-conductor bajaba todos los bultos, Santos se acercó a la entrada principal, dejó las maletas en el suelo y leyó la obra maestra del señor Iglesias, un cartel que había sido colocado bien a la vista y que decía así:

«El viernes, quince de septiembre, a las nueve de la noche, tendrá lugar una cena de homenaje y bienvenida al exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez, quien se alojará entre nosotros durante el próximo curso. Asistirán a la suso mencionada cena: el ilustrísimo señor catedrático don Miguel de Unamuno, la más fuerte personalidad de la generación del 98; don José Ortega y Gasset, el incansable luchador por la europeización cultural de España; don Santiago Ramón y Cajal, el ilustre neurólogo de fama mundial; don Gregorio Marañón, que junto a una ingente labor científica cultiva los estudios históricos; don Eugenio d'Ors, célebre por su pseudónimo "Xenius"; el ingenioso escritor don Ramón Gómez de la Serna; y don Ramón Pérez de Ayala, nacido y educado en Oviedo. Tras los postres, Federico, el mejor intérprete del alma de Andalucía, nos obsequiará con una lectura pública de sus últimos poemas y con un recital de su música. Calificación de la asistencia: "recomendable para la convivencia pacífica entre los españoles" (sube un punto la nota final, hecha la media de todas las asignaturas). Firmado: la Dirección / el Sr. Iglesias, ordenanza y bedel por concurso público de méritos, P. A., a 1 de septiembre de 1923.

«DIVERSIDAD, MINORÍAS, CULTURA Y ATLETISMO.»

—¡Ay, qué coño! —exclamó Santos—. ¿Otro año más el plomazo ese durmiendo aquí?

—Los Republicanos están que se ofrecen a Satanás, fuera de sí. Quieren hacer huelgas, manifestaciones, declaraciones públicas. Andan por ahí pidiendo firmas contra la visita —le explicó Patricio, que, junto a Marc, se había acercado a la puerta principal.

—¿Qué vais a hacer vosotros? —quiso saber Marc.

—Yo, nada, desde luego —dijo Pátric.

—Me refiero a la cena de esta noche. ¿Le digo a mamá que venís a cenar u os vais a quedar a esto?

—Yo prescindo del punto extra hecha la media de todas las asignaturas —anunció Patricio con decisión.

—La verdad es que a mí el punto ese me iba a venir de periquete; pero si tengo que elegir entre los poetas y mi tía, prefiero a mi tía cien mil veces —aseguró Santos volviendo a coger sus maletas. Pátric y Marcelino cargaron las cajas de cartón y cuerda, atravesaron el vestíbulo y subieron tras él por la angosta escalera. Aunque el cuarto de Santos estaba en el primer piso, tardaron bastante en llegar a causa del denso tráfico de residentes que subían y bajaban a esas horas de la mañana. Muchos de ellos saludaban a Santos y se paraban a echar un parrafito con él sobre el verano. Qué tal, qué tal. Muy bien, ¿y tú? Muy bien, ¿ya te has enterado? Ya me he enterado. ¡Joder, ese tío es la monda! ¿La monda?, ¡ese tío es un pesado! Bueno, a ver si nos vemos; a ver.

Cuando finalmente alcanzaron la habitación, Santos abrió la puerta y se quedó contemplando el interior desde el umbral. Estaba exactamente como la había dejado cuando se marchó a su pueblo hacía casi tres meses. ¡Tres meses! Qué barbaridad, cómo se pasaba el tiempo. Parecía que era ayer cuando salió ilusionado, con todo el verano por delante, dispuesto a…

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