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Authors: Jorge Magano

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Fabuland (29 page)

—¡Ahora! —gritó alguien.

Algo salió volando entre los barrotes y aterrizó muy cerca del tuétano, que sólo pudo distinguir un relámpago de afilados dientes blancos que se abrían y se cerraban como una máquina trituradora antes de tenerlo encima, mordiéndole la pierna por encima de la bota.

Steamboat, Melquíades y el chamán echaron a correr desde su escondite tras unas rocas y salieron del calabozo cerrando la puerta tras de sí mientras escuchaban los horribles alaridos del tuétano.

—Buena jugada —dijo Steamboat secándose el sudor—. ¿Y ahora qué hacemos?

—Busca un arma y mantén a los tuétanos a raya —pidió Melquíades—. Yo voy a interrumpir el ritual.

Steamboat se fijó en el viejo, que se había arrodillado junto a un curioso liquen que crecía en una piedra y lo estudiaba con atención.

—¿Y con éste qué hacemos?

—Creo que estará bien aquí —dijo el antiguo aprendiz de mago—. Buena suerte, Julius.

—Lo mismo digo.

Capítulo 24

Kevin entró en el vestíbulo. No había portero a la vista, así que fue derecho al ascensor (una siniestra jaula con rejas de hierro oxidado que crujía por todas partes) y apretó el botón del quinto piso. Mientras subía, se esforzó por no pensar en nada. Debía dejar atrás el miedo y la inseguridad. La tarea era sencilla si se veía de cierto modo: sólo había que salir del ascensor y pulsar el timbre. Lo demás, bien o mal, iría solo.

La madera de la puerta estaba agrietada y pintada de verde. Kevin se aseguró de que fuese el apartamento 25 y pulsó el timbre. No respondieron. Insistió, pero nadie abrió la puerta, aunque esta vez le pareció percibir unos cautelosos pasos al otro lado y un súbito oscurecimiento de la mirilla, como si alguien le observara desde el interior.

—¿Paola? —susurró—. ¿Paola Mabroidis?

—¿Qué estás haciendo, chico?

Kevin se dio la vuelta, con el rostro más colorado que su pelo. El hombre que le observaba desde la puerta del otro lado del pasillo era joven y delgado, con una camiseta blanca de tirantes y unos vaqueros a medio abrochar. Tenía la cabeza casi calva, con unos pocos pelos desordenados, y una mirada inquietante en su rostro sin afeitar.

—Estás chalado —susurró el hombre—. Si te pesca te matará. Ven aquí.

—¿Perdone? Yo…

—¡Qué vengas te ligo! Ahí eres hombre muerto.

En otras circunstancias, Kevin habría bajado corriendo los cinco tramos de escaleras hasta el portal. Sin embargo se acercó a la puerta de aquel vecino con cara de loco, que le hizo pasar con un gesto antes de asegurarse de que no hubiera nadie vigilándoles.

—Gracias a Dios, chico —dijo tras cerrar la puerta—. ¿Has perdido la cabeza? Eres demasiado joven para morir.

Kevin nunca supo si le impresionó más el aspecto de pordiosero esquizofrénico del hombre, el apartamento lleno de basura y restos de comida (cajas de pizza incluidas) o el aroma a huevo podrido que flotaba en el ambiente. El hombre empujó a Kevin contra un sillón rojo lleno de manchas y se arrodilló junto a él.

—Olvídala, chico. Ella nunca será para ti.

A aquella distancia, Kevin podía ver la red de venillas rojas que surcaban sus ojos.

—No sé qué quiere decir…

—¡Oh, vaya, no lo sabes! ¡Claro que no lo sabes! Estás cegado. Pero créeme. Él nunca dejará que la tengas. Es suya. No suya como tú eres de tu padre. Es suya como este sillón, esa tele o esa alfombra son míos. ¿Entiendes ahora? Es de su propiedad. Y no permitirá que un mocoso pelirrojo como tú o como cualquier otro se acerque a ella. ¿Comprendes?

—¿A quién se refiere?

—¿A quién va a ser? A ese griego alcohólico, drogadicto y mujeriego. Tienes suerte de que ahora esté durmiendo con una borrachera de campeonato. Si te hubiera visto junto a su puerta llamando a su hija, te habría rajado vivo y luego ella habría recibido una paliza de muerte. Hazme caso. Si la chica te importa, lo mejor que puedes hacer es alejarte.

—Pero no puedo. He venido desde Michigan para ayudarla.

—¿Desde Michigan? Estás más loco de lo que creía.

—Pero Paola… ¿no tiene familia?

—Sólo a ese malnacido que la maltrata y la usa como si fuera su esclava. Su madre murió hace dos años y su hermano se largó poco después. Pobre Niki. Parecía un buen muchacho, pero huyó como un cobarde dejando a su hermana en manos de ese salvaje.

—Y ella… ¿no sale nunca de casa?

—Jamás. Sólo la veo de vez en cuando, desde la calle. Y se me encoge el alma, así que prefiero no mirar.

—¿Ni siquiera va a la escuela? —Kevin pensó que tal vez asistiera a algún tipo de clase doméstica, como las que impartía la madre de Martha.

—¿A la escuela? Cuando la señora Mabroidis murió, su padre la sacó de allí y la convirtió en su esclava. Se pasa el día limpiando, planchando y cocinando para él. Y a veces he oído ruidos que me hacen pensar que… Se me revuelven las tripas sólo de pensarlo.

—Pero… ¡hay que hacer algo! —exclamó Kevin al comprender el horror que se vivía tras la puerta del apartamento 25.

—¿Hacer qué? Entrar y lincharlo, eso haría yo si tuviera valor. Pero no lo tengo.

—¿Y la policía?

—La policía ya lo conoce. Era taxista y le quitaron la licencia por ir mamado. No fue a la cárcel porque alegó que tenía una hija a la que cuidar, así que lo arreglaron todo con una multa y a la calle. Ahora se dedica Dios sabe a qué. Sólo sé que sale de casa por la noche y no regresa hasta el amanecer.

«Y durante esas horas ella deja de ser la desgraciada Paola Mabroidis para convertirse en la desgraciada princesa Sidior Bam», pensó Kevin. El mismo sufrimiento en dos vidas distintas. Pero ¿por qué?

—Hazme caso, chico. Aléjate o te matará.

—Si me mata tendrá que ir a la cárcel —respondió Kevin con firmeza—. ¿Qué me dice de Niki?

—¿De su hermano? Olvídalo. Está enganchado a las drogas, igual que su padre. Ahora toca el bajo en un cuarteto de blues. Le he visto un par de veces y la verdad es que es bueno el condenado.

—¿Dónde toca?

—En el Mystery Train. Es un buen sitio. Antes solía ir. ¿Para qué quieres saberlo, chico? Mira, no te conviene meterte en líos…

Kevin miró el gran reloj redondo que había sobre una repisa llena de frascos vacíos. Eran las 12:34. Si no se daba prisa llegaría tarde a su cita con su madre.

—Creo que ya estoy en uno, y bien gordo —dijo levantándose precipitadamente del sillón.

—Presiento algo, gran Kreesor —dijo el mago hirsuto llamado Anfus mirando con nerviosismo la puerta del laboratorio.

Halos de energía mágica azules y granates resplandecían sobre la urna de Gelfin. El ritual estaba a punto de completarse. Kreesor había dejado de desear la resurrección de Gelfin. Ahora podía sentirla. Estaba sólo a un paso. Por eso la interrupción de Anfus le sentó como un mazazo en el hígado.

—Claro que presientes algo. Es Gelfin, que vuelve a la vida.

—No me refiero a eso. Ocurre algo ahí afuera.

—¿Y qué haces pensando en lo que ocurre ahí afuera? ¿Qué nos importa lo que ocurre ahí afuera? Concéntrate en lo que estamos haciendo aquí.

—Pero gran Kreesor…

Llamaron a la puerta.

—Por las alas del Maligno… ¡Dejé bien claro que no nos interrumpiesen!

—¿Abro, señor? —preguntó Anfus. Kreesor nunca había llegado a comprender cómo aquel patán había conseguido convertirse en mago de nivel.

—Deja la puerta quieta. Repito que lo que pase ahí afuera no es asunto nuestro —los halos de energía empezaban a atenuarse y algunos habían desaparecido. Sólo se mantenía el aura azul que rodeaba la urna—. Sigamos con esto o lo perderemos.

—Pero señor…

Los golpes se repitieron y Kreesor perdió la paciencia.

—¿Qué diablos…? —de un salto se plantó ante la puerta y la abrió de golpe—. He dicho que no me molesten. No quiero ni una interrupción más, Xivirín, o…

—Nombre equivocado, maestro Kreesor —dijo el aprendiz que tenía delante. Era más alto que Xivirín y su rostro mucho más delgado—. ¿Ha pasado tanto tiempo que ya no me recuerdas?

Kreesor se estremeció al reconocer a su antiguo aprendiz. Sencillamente no podía creer que estuviera allí.

—¡Melquíades!

—Maestro…

—¿Qué diantres estás haciendo aquí?

—He venido a impedir que completes tu ritual y lleves este mundo a la ruina.

A pesar de la indignación que sentía, a Kreesor se le escapó una carcajada.

—¿Tú? Mucho tienes que haber aprendido durante este tiempo para suponer que puedes detenerme. El ritual está casi completado.

—He aprendido esto.

Melquíades extendió las manos hacia la urna y pronunció un breve conjuro que eliminó el aura azul.

Kreesor echaba chispas.

—Es la segunda vez que te entrometes en mis asuntos. Y te aseguro que no habrá una tercera.

Veloz como el rayo, Kreesor lanzó a Melquíades un hechizo paralizante, pero éste se había anticipado a su antiguo maestro y deshizo su poder antes de que pudiera alcanzarlo. Los otros magos hirsutos contemplaban el duelo inmóviles. Una regla de oro en la Academia de Artes Mágicas y Oficios Oscuros rezaba que, por mucha ansiedad que sintiera, por muchas ganas de camorra que le corroyera por dentro, ningún mago debía intervenir en un enfrentamiento entre maestro y discípulo.

—No está mal —dijo Kreesor sintiendo el hechizo estancado en la punta de los dedos—, pero no se me olvida que sigues siendo un aprendiz. Sólo tengo que esperar a que te canses. Entonces te aplastaré.

Melquíades sabía que Kreesor estaba en lo cierto. El influjo mágico de Un-Anul le ayudaría a mantener su poder un tiempo más, pero no demasiado. Luego éste desaparecería y todo habría terminado.

—Eh, ¿habéis oído eso? —preguntó Anfus a sus compañeros, que empezaban a aburrirse del estático duelo.

—¿Qué pasa?

—Oigo ruidos de espadas. Hay trifulca ahí afuera.

En efecto. Al otro lado de la puerta entreabierta alguien se estaba batiendo en duelo. Un duelo mucho más animado que el que se celebraba en el laboratorio a juzgar por los ruidos y los insultos. Otro de los magos hirsutos miró al jefe de la Hermandad.

—¿Das tu permiso, Kreesor?

—Id —respondió el mago con los dientes apretados—. Pero no tardéis. En un momento continuaremos con el ritual.

Dentro de la mansión, Julius Steamboat hacía lo que podía. Había improvisado una espada con el atizador de la chimenea y con ella hacía frente a un tuétano que blandía un sable. La lucha había comenzado junto a la fachada de la mansión, cuando tres tuétanos que hacían la ronda habían descubierto a Steamboat y éste se había visto obligado a colarse dentro a través de una ventana cerrada. El dolor de los cristales clavándose en su piel no fue suficiente para detenerlo y entró en el salón principal, donde improvisó una barricada tumbando una gran mesa de roca volcánica.

—¡Venid si os atrevéis! —había alentado a los tuétanos, que no se hicieron de rogar. Al momento las flechas empezaron a silbar hacia él, partiéndose al alcanzar la mesa. Steamboat tenía que mantenerse agachado en todo momento, lo que dio a los tuétanos la posibilidad de avanzar. En pocos segundos los tenía encima.

Entonces se fijó en la gran lámpara de cristal que colgaba del techo, a menos de un metro por delante de él, y pensó que serviría de maravilla para protagonizar una escena espectacular. Aprovechando el momento en que los tuétanos recargaban sus ballestas abandonó el parapeto, saltó sobre la mesa y se agarró a la lámpara, balanceándose con ella hasta que alcanzó la potencia suficiente para saltar sobre el tuétano más cercano. Fue un salto perfecto. El tuétano se desplomó bajo el peso de Steamboat y éste le quitó la ballesta con celeridad.

—Tirad las armas —pidió a los otros dos tuétanos apuntándoles con la ballesta.

Uno de ellos obedeció en el acto, pero el otro vaciló y eso le costó caro. La flecha de Steamboat le alcanzó en el cuello, provocándole la muerte.

—Qué manía de no obedecer —masculló—. Tú, llévame ante Kreesor.

El tuétano superviviente lo miraba con odio, pero no movió ni un músculo.

—¿Quieres que te mate como a tu amigo? —preguntó Steamboat—. ¿Es eso lo que quieres?

—No. Pero esperaba algo más noble del gran Julius Steamboat.

Steamboat se sorprendió.

—¿Conoces mi nombre?

—¿Quién no conoce a Julius Steamboat, el héroe de Port Varese? Tú acabaste con el capitán Sapo y su tripulación.

Para Steamboat y para casi todo el mundo, los tuétanos eran seres prácticamente idénticos que sólo se diferenciaban entre sí por su grado de putrefacción, pero al echar una mirada más detenida a ese tuétano en concreto lo reconoció. Sí, diablos. Había perdido el casco en forma de caracol, pero era él.

—¡General Bígaro! ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Del mismo modo que vosotros. A bordo del Estrella Pálida.

—Un polizón, ¿eh?

—Un héroe. Lo mismo que tú.

—Bueno, sí… —reconoció Steamboat con una vanidosa sonrisa—. La verdad es que tuve un papel importante en la defensa de Port Varese. Imagino que para ti sería un honor batirte conmigo a solas.

—Un auténtico placer. Ahora suelta la ballesta.

De ese modo, Steamboat y el general Bígaro se habían enzarzado en un feroz duelo a espada que les había llevado por todas las habitaciones de la mansión. En la despensa, el filo de la espada del tuétano había herido a Steamboat en el brazo, pero éste se había resarcido grabándole sus iniciales en la frente con la punta del atizador.

—J.S. —recitó orgulloso—. Así todo el mundo sabrá quién te mató.

—No seas tan presumido. Aún no hemos terminado.

—En eso tienes razón. Todavía tengo que marcarte mi fecha de nacimiento en el esternón.

El duelo se prolongó por los pasillos, las alcobas, los cuartos de baño, el desván y las escaleras, hasta situar a los dos contendientes junto a la puerta del armario que conducía al laboratorio de Kreesor. Ambos estaban fatigados y sudorosos, pero ninguno tenía intención de rendirse.

—Eres bueno con la espada —reconoció Steamboat.

—Tampoco tú te defiendes mal con ese hierro —jadeó el general—. Para mí va a ser triste tener que despedirme de tan digno adversario.

—¿En tu camino al inframundo, dices?

—No —en el rostro del tuétano se formó algo parecido a una sonrisa descarnada—. En el tuyo.

Steamboat lo habría tomado como una bravuconería de no haber sido por un cambio en su rival. Ya no lo miraba a los ojos, sino detrás de él. Steamboat no pudo evitar girar la cabeza. Cuatro magos hirsutos le obstaculizaban la huida.

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