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Authors: Jorge Magano

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Fabuland (11 page)

—¡No voy a hacerlo! Es una tontería.

—Pero puede ayudarte a saber si estás enfermo.

—¡Claro que no estoy enfermo! —Kevin volvió a mirar la hoja de papel y leyó en voz alta—: A ver, pregunta cuatro. Sales por primera vez con una chica que te gusta. Estáis sentados en una heladería y os quedáis sin palabras: a) La miras fijamente a los ojos y te acercas para besarla; b) Lamentas que no sea ella quien tome la iniciativa, como haría tu heroína virtual favorita; c) Confías en que, en pocos segundos, se abrirá un desplegable con varias frases que elegir.

—¿Cuál respondes?

—La c, por supuesto. No hace falta que sigamos, Martha. Está claro que soy un adicto a los videojuegos.

—¿Lo ves? Ya te lo dije —respondió Martha entre risas.

La mañana les había dado un recibimiento caluroso, así que habían decidido sentarse a la sombra y Martha le había propuesto hacer el test, sacado de una página de Internet.

—Nada más verlo, supe que era para ti.

—Muchas gracias por pensar que soy un vicioso.

—Estaba bromeando. Aunque sí que hay gente que lo es.

Kevin la miró. En realidad llevaba toda la mañana sin dejar de mirarla. Se había puesto una fina camiseta sin mangas y unos vaqueros cortados que la hacían más irresistible de lo habitual.

—Confundes la adicción con la afición —replicó Kevin.

—No las confundo. Son cosas muy distintas, pero las dos existen. Hay casos de gente que ha destruido su vida por culpa de los videojuegos. Ese japonés amigo tuyo, por ejemplo.

—¿Hideki? Hideki no ha destruido su vida. Lo que pasa es que su vida… es así.

—Primer síntoma de la adicción: no darte cuenta de que eres un adicto. Pero hay muchos más casos. Personas que han sacrificado todo lo que tenían por vivir en un mundo virtual; que han dado la espalda a su familia y sus amigos; que han dejado su trabajo; que incluso han muerto…

—¿Qué han muerto? ¿Pero qué dices?

—Hace dos años. Un adolescente de Newport murió de un ataque epiléptico mientras jugaba. A pesar de las advertencias de los médicos, pasaba más de diez horas diarias delante de la pantalla. Estarás conmigo en que esos juegos son muy adictivos. Un individuo… bueno, problemático, puede quedar enganchado muy fácilmente.

—Claro. Y convertirse en un ludópata. O en un psicópata que se levanta en mitad de la noche para rebanarles a sus padres el cuello con una catana. Esos son los típicos argumentos que usáis los que odiáis los videojuegos para desprestigiar a los aficionados.

—Yo no odio los videojuegos. Es sólo que no me atrapan. Pero hay gente a la que sí, Kevin. Gente que lo deja todo por ellos.

Se hizo un espeso silencio. El tono empleado por Martha no parecía el de alguien que hablara de oídas y Kevin se sintió intrigado. Dejó que continuara.

—Mi madre colabora en una asociación de protección de menores. Muchos de los casos que tratan tienen que ver con niños y adolescentes que pasan horas y horas delante de la tele, de la consola o de Internet. Lo más preocupante es que en muchos de esos casos son los padres quienes lo permiten porque piensan que así tienen que ocuparse menos de sus hijos, cuando es todo lo contrario.

Sus rostros se habían vuelto serios de repente y corrían el riesgo de que quien pasara por delante del banco los confundiera con una pareja de novios.

—¿Eso hace tu madre? —preguntó Kevin—. ¿Aparte de la escuela doméstica, se dedica a ayudar a jóvenes adictos a la pantalla?

—No sólo a la pantalla. También ayuda en casos de drogas, fracaso escolar o malos tratos.

—Qué lujo de madre. La mía ya tiene bastante preocupación con evitar que se le corra el maquillaje cuando va en la moto con su novio.

—Ya será menos.

Kevin la miró otra vez. Una ligera brisa jugaba con los finos cabellos de Martha provocando ondas doradas.

—No conoces a mi madre. Por lo que cuentas me quedo con la tuya. Aunque la vas a matar de un disgusto cuando se entere de que su hija es una adicta.

—¿Qué dices? ¡Yo no soy una adicta!

—Estás enganchada a Fabuland, no mientas.

—¿Qué pasa, Kevin? ¿Eres tú el que no sabe distinguir una adicción de una afición? No es lo mismo el chaval que se pasa doce horas al día masacrando extraterrestres con los ojos fuera de las órbitas que dedicar un ratito al día a resolver situaciones de lógica o estrategia en un mundo fantástico. Eso no puede hacer daño a nadie.

—¿Vas a decirme quién es tu personaje?

Martha se puso de pie y se sacudió la parte de atrás de los pantalones. Luego miró a Kevin con una traviesa sonrisa y respondió:

—Voy a dejar que me invites a un helado.

Aquella tarde, la clase con la señorita Ávila estuvo teñida de amargura. El idiota de su novio, que estaba de viaje en México, había tenido un accidente de tráfico después de una comida de empresa en la que había bebido bastante alcohol. Como resultado estaba ingresado en un hospital de la capital mexicana con una clavícula rota y la pierna derecha fracturada por dos sitios. Kevin sabía que la señorita Ávila se merecía algo mejor, pero nunca se había atrevido a decírselo. Después de todo, aunque ella le cayera fenomenal, no era cuestión de meterse en su vida.

—Al menos no ha sido grave —expresó después de terminar un ejercicio de vocabulario en el que tenía que rellenar los huecos de un texto en español.

—Gracias a Dios no, pero lo que me molesta es que no ha tenido el detalle de llamarme. Me he enterado por su madre.

—Puede que él estuviera indispuesto.

—En el hospital me han dicho que lleva todo el día haciendo llamadas. Su indisposición debe de ser selectiva.

Kevin no dijo nada más. Le apenaba que la encantadora señorita Ávila tuviera que tratar con un patán semejante. Pero lo que peor le hacía sentir era la alegría que le invadía por dentro cuando pensaba en la trenza rubia y los dientes separados de Martha Sheridan. Una alegría que, sentado junto a la señorita Ávila, le hacía sentirse un poco culpable.

Capítulo 9

El interior de Isla Neblina es tan caluroso como el Infierno. El túnel de roca volcánica que sirve de depósito de lava y que conduce desde las profundidades hasta la cima del volcán hace que el ambiente resulte asfixiante; y es también la razón por la cual el exterior está cubierto por una masa de nieblas perpetuas.

Desde fuera, la isla tiene la forma de una tarta de tres pisos. El primero de ellos lo conforman unos escarpados acantilados de piedra negra imposibles de escalar. El único acceso posible al lugar (y siempre con el correspondiente permiso) está en su lado norte, donde la pared se abre en una especie de bahía desde la cual una rampa espiral sube a los dos niveles superiores. Esta bahía está constantemente vigilada por dos centinelas tuétanos armados con ballestas, y un par de cañones apuntan hacia el mar como medida extraordinaria contra los curiosos.

El segundo piso lo ocupan los cuarteles y las residencias del ejército que se encarga de la seguridad de la isla. Cuatro torreones semicirculares facilitan la vigilancia de cada uno de los puntos cardinales y tanto por tierra como por mar patrullan guardias armados, en el segundo caso a bordo de botes provistos de cañones. Un túnel abierto cerca de los cuarteles lleva a los calabozos.

El punto más alto de Isla Neblina, donde iría la guinda de la tarta, está integrado por el cráter del volcán y la residencia de Kreesor: una oscura pesadilla arquitectónica plagada de torres, gárgolas y formas retorcidas que su propietario había mandado construir a imagen y semejanza de la abandonada fortaleza de Efatel. Desde allí, a través de los más asombrosos y escalofriantes ingenios mágicos, dirigía la Hermandad de los Magos Hirsutos, compuesta por cinco cabecillas que actúan bajo la supervisión de Kreesor. Por el momento su influencia se dejaba notar en Mundomediano y Mundomarino, aunque el plan era extenderla por los otros dos mundos de Fabuland: Mundotenebroso y Mundogaláctico.

En los aposentos privados de Kreesor hay un armario que conduce a la zona más secreta de Isla Neblina; un lugar prohibido para los guardias al que sólo pueden acceder los magos y sus ayudantes. Son los subterráneos, el corazón mágico de la isla donde se encuentra el laboratorio secreto de Kreesor, levantado sobre la tumba del brujo Gelfin.

Kreesor llevaba tiempo investigando el modo de recuperar el Libro Negro y para ello había elaborado un terrorífico plan del cual sólo estaban enterados sus más íntimos colaboradores. O eso creían, hasta que descubrieron que uno de los magos de segundo grado había filtrado información fuera de la isla.

Ese día Kreesor había tenido una premonición. Sospechaba que estaba a punto de ocurrir algo que le alegraría la existencia.

Llamaron a la puerta del laboratorio. Desde que Melquíades había hecho huir a la Gran Dragona Áurea provocando la destrucción del Libro Negro y la pérdida del duodécimo huevo áureo, Kreesor había prohibido que nadie entrara en su espacio sin llamar antes.

—¡Adelante!

Era Xivirín, su ayudante. Kreesor dejó de mirar el gran espejo líquido en el que se reflejaban los territorios conquistados por la Hermandad y se volvió hacia la puerta. Xivirín dio un respingo, pues llevaba poco tiempo al servicio del mago y aún le impresionaba la apariencia salvaje de éste, con la cara y las manos cubiertas de rizado pelo negro que sobresalía por debajo de la túnica azul, el color del Maestro. El resto de magos hirsutos con cargos de importancia llevaban la túnica roja, mientras que la de Xivirín, que aún ostentaba el grado de aprendiz, era verde, y su rostro no estaba cubierto de pelo. Aún.

—Hola, Xivirín. ¿Qué novedades tenemos?

Xivirín se aclaró la garganta antes de informar:

—Schufflo no lo ha conseguido, gran Kreesor. Volvió a Jungla Canalla tal como ordenaste, y buscó y rebuscó el huevo áureo. Sin embargo no tuvo modo de encontrarlo, aunque los monos resinosos sí lo encontraron a él. Y esta vez eran demasiados.

—¿Qué quiere decir demasiados? —rugió Kreesor viendo cómo su aprendiz se encogía de miedo.

—Demasiados para él. Lo sacrificaron en el altar en honor del Gran Mono Resinoso. ¡Oh, mago Kreesor!, mucho me temo que Schufflo no cumplió su misión.

—Se lo tiene merecido, por inepto. No poder hacer frente a una pandilla de primates degenerados… ¡Es una vergüenza para la Hermandad!

—Sí, mago Kreesor —asintió Xivirín. Había oído lo que Kreesor hacía a los ayudantes que no le complacían, así que extremaba su peloteo hasta límites casi humillantes—. Una auténtica vergüenza.

—Enviaremos un batallón de tuétanos a esa jungla. ¡La arrasaremos si es preciso! El huevo áureo tiene que aparecer y aparecerá. ¡Vaya si aparecerá!

—Aparecerá, mago Kreesor, si ésa es tu voluntad.

—¡Lo es! Y si alguien se atreve a dudarlo, lo mandaré torturar hasta la muerte, como a ese supuesto experto en lenguas turnitas cuya estupidez nos ha puesto en evidencia.

—Precisamente vengo del calabozo, oh gran Kreesor. Y debo decirte que el prisionero tiene muy mal aspecto.

—¿Y a mí qué me importa el aspecto que tenga el prisionero? Lo que me importa es si ha hablado.

—Ha hablado, gran Kreesor. Y ha reconocido que envió por error uno de tus mensajes a un antiguo compañero suyo, un perrito lingüista llamado Imi que vive en Leuret Nogara.

Kreesor maldijo por lo bajo. Aquélla era una mala noticia que echaba por tierra el buen presentimiento que había tenido antes de que su aprendiz llamara a la puerta.

—Los errores se pagan con la muerte —dijo con firmeza—. Lo mismo da un traidor que un incompetente. Dime, Xivirín, ese perro lingüista, ¿llegó a recibir el mensaje?

—Lo más probable es que sí, gran Kreesor. Al menos no estaba en los estuches de ninguno de los armadillos que ordenasteis exterminar.

—Mandaré otro batallón de tuétanos a Leuret Nogara para que capture a ese perro. Es preciso saber si allí conocen nuestros planes. El Sabio Silvestre lleva años acabado, pero todavía tiene influencias y podría complicarnos la vida.

—Con todo respeto, oh gran mago Kreesor, en este momento no nos es posible mandar dos batallones de tuétanos a ninguna parte. El que enviasteis a Akabba para luchar contra la Liga de los Cuatro Reinos aún no ha regresado, y enviar dos más supondría descuidar las defensas de Isla Neblina. En mi modesta opinión, sería mejor aguardar a que nuestros soldados regresen y enviar después un mismo batallón a buscar el huevo y hacerse con el perrito.

Kreesor escuchó en silencio aquellas palabras, meditándolas durante unos instantes que a Xivirín se le hicieron eternos. Sabía que contradecir al mago Kreesor conllevaba un riesgo mortal, pero él, como aprendiz, ayudante y consejero, se veía obligado a ello de vez en cuando. No era fácil abrir la boca cuando sabías que al segundo siguiente tu cuerpo podía estar cayendo por el acantilado norte mientras tu cabeza lo hacía por el sur.

—Tienes toda la razón, Xivirín —dijo al fin Kreesor—. No podemos prescindir de tantos buenos soldados ahora que sabemos que nuestra posición ha sido descubierta por culpa de ese traidor. ¡Ordenaré que lo ejecuten del modo más doloroso! ¡Experimentará el sufrimiento de cien agónicas muertes! ¡Tendrá tiempo de sobra para recapacitar sobre las consecuencias de traicionar a la Hermandad de los Magos Hirsutos!

Kreesor estaba fuera de sí y, mientras hablaba, lanzaba rayos de energía liberadora desde la punta de sus dedos. Las descargas eran totalmente inofensivas y tenían el mismo efecto tranquilizante que romper un jarrón, con la ventaja de que luego no había que barrer los pedazos.

Una vez desahogado, pidió a Xivirín que lo dejase solo y no le molestara si no era para informarle del regreso de los héroes de Akabba.

Tras hacer una reverencia, el aprendiz salió del laboratorio y subió los toscos escalones labrados en la chimenea de roca volcánica hasta alcanzar la superficie. Una vez allí bajó al segundo nivel de la isla y saludó al tuétano que vigilaba desde el torreón norte. Su aspecto era tan horrible como el del resto de los tuétanos. La piel ennegrecida colgaba a jirones de su cara, cubriendo apenas los huesos, lo que le daba una imagen de muerto viviente que no se correspondía en absoluto con su verdadera naturaleza, ya que los tuétanos no estaban muertos; pero tampoco completamente vivos. Cuando nacían lo hacían siendo puros esqueletos a los que, poco a poco, les iba creciendo la carne y la piel. Pero ésta enseguida se pudría y desaparecía para volver a regenerarse y volverse a pudrir. Y así hasta la muerte. Esta peculiaridad genética hacía que su raza fuera despreciada en casi todos los rincones de Fabuland y les había obligado a unirse unos con otros, formando grupos que vagaban juntos a la espera de ser contratados por algún señor poderoso que requiriera sus servicios como soldados.

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