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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y magia helada (25 page)

BOOK: Espadas y magia helada
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Finalmente, le disgustaba verse como un monstruoso e inteligente individuo que podía desplazarse en sentido contrario al de las agujas del reloj alrededor de todos los dioses y diosecillos, y de quien todo el mundo esperaba una actuación divina. ¿Por qué no podía al menos decirle a Cif que no había oído una sola palabra de su discurso supuestamente magnífico? Y si era capaz de efectuar ese desplazamiento alrededor de los dioses, ¿por qué no lo hacía?

El cavernoso túnel que habían seguido hasta entonces desembocó en lo que parecía un espacio mucho más amplio lleno de vapores, y entonces, de improviso, se vieron ante un gran muro que parecía extenderse indefinidamente hacia arriba y a cada lado.

Las mujeres interrumpieron su cántico y Rill gritó:

—¿Hacia dónde ahora, Loki?

Hilsa repitió trémula esa misma pregunta y la madre Grum gruñó:

—Dínoslo, muro.

—Habla, oh dios —entonó Cif con energía.

Y mientras las mujeres decían tales cosas, el Ratonero se acercó rápidamente al muro y lo tocó. Estaba tan caliente que casi apartó la mano, pero no lo hizo, y a través de la palma y los dedos extendidos notó una pulsación fuerte y constante, un ritmo en la roca, exactamente como si repitiera con sus vibraciones el cántico de las mujeres.

En ese momento, como una respuesta a las súplicas de éstas, la antorcha de Loki, que se había consumido hasta quedar reducida a poco más que un fragmento, ardió con una gran llama dividida en siete ramales, de una brillantez casi intolerable —fue un milagro que Rill pudiera sostenerla—, que reveló la amplísima extensión de la superficie rocosa. Al tiempo que se iluminaba, la roca parecía moverse monstruosamente bajo la mano del Ratonero con cada pulsación de su cántico, y el suelo también empezó a oscilar. Entonces la gran superficie rocosa se hinchó, el calor también se hizo monstruoso y el hedor del azufre se intensificó hasta tal punto que todos sufrieron arcadas y accesos de tos, mientras imaginaban un terremoto inmediato y una inundación de lava al rojo vivo tras el estallido del corazón de la montaña.

Resulta muy revelador de la prudencia del Ratonero el hecho de que en ese breve período de pánico y conmoción se le ocurriera aplicar una de sus ramas con un extremo astillado a la llama cegadora de la antorcha. Fue todo un acierto, pues la gran llama del dios se extinguió con tanta celeridad como había ardido, dejando tan sólo la débil iluminación de la rama prendida, de ordinaria madera muerta, que ahora sujetaba el Ratonero. Rill dejó caer el fragmento de antorcha apagada con un grito de dolor, como si sólo ahora pudiera sentir cómo le había quemado, mientras Hilsa sollozaba y todas ellas tanteaban a su alrededor, aturdidas.

Y como si el mando hubiera pasado de modo incuestionable al Ratonero mediante la antorcha, éste se puso al frente y las precedió, desandando el camino recorrido, alejándose de los vapores asfixiantes, a través de los pasadizos ahora desconcertantemente peligrosos, cuyo trazado sólo él había retenido en la memoria, y en los que seguía resonando la temible música de la roca que imitaba la suya propia, una sinfonía fúnebre que reverberaba de manera monstruosa en las masas rocosas, mientras avanzaban hacia la bendita luz exterior, el aire y e) cielo, los campos y los vastos mares.

No fue ese gesto el único que revelaba el grado de prudencia del Ratonero, pues en el momento de mayor pánico, cuando el fragmento de la antorcha de Loki cayó de la mano de Rill, pensó en cogerla del suelo, para entonces poco más que un trozo de carbón caliente, y guardársela en la bolsa. Le quemó ligeramente los dedos, como descubrió luego, pero por suerte no ardía tanto como para prender fuego a la bolsa.

Afreyt se sentó en una roca cubierta de líquenes, al lado de la litera, en el amplio puerto montañés de las Tierras Muertas (cerca de donde Fafhrd encontrara por primera vez a los mingoles, aunque ella desconocía ese detalle), arrebujada en su manto gris. Quería descansar un poco. De vez en cuando, un viento del este, cuya frialdad parecía la del cielo violeta, agitaba las cortinas corridas de la litera, cuyos porteadores se habían unido a los demás hombres alrededor de una de las pequeñas fogatas, encendidas para calentar la sopa de pescado durante la pausa nocturna en su marcha. Siguiendo instrucciones de Afreyt, habían fijado el patíbulo, acuñando la base y el extremo de la viga entre unas rocas, de modo que parecía una L caída, su ángulo alzado por encima de la litera como un tejado doblado, o como una cumbrera con un pendolón.

La luz en el oeste era aún lo bastante intensa para que Afreyt se preguntara si era humo lo que veía moviéndose hacia el este, por encima del estrecho cráter del monte Luz Infernal, mientras que en el frío este, la noche era lo suficientemente densa para permitirle ver, estaba casi segura de ello, un débil resplandor en el cráter del monte Fuego Oscuro. El viento del este sopló de nuevo y la joven se acurrucó, embozándose más con la capucha y el manto.

Las cortinas de la litera se descorrieron, Mayo saltó y fue al lado de Afreyt.

—¿Qué tienes alrededor del cuello? —le preguntó ésta a la niña.

—Es un lazo corredizo —respondió Mayo ilusionada, pero con cierta solemnidad—. Lo he trenzado y Odín me ha enseñado a hacer el nudo. Todos vamos a pertenecer a la Orden del Lazo Corredizo, algo que Odín y yo hemos inventado esta tarde mientras Brisa hacía la siesta.

Con gesto vacilante, Afreyt tendió la mano hacia la esbelta garganta de la muchacha e inspeccionó el lazo de pesada trencilla, fascinada e inquieta. Se trataba, en efecto, del cruel nudo del verdugo, bastante apretado a la carne y recubierto de pequeñas flores silvestres, algo marchitas, recogidas aquella mañana en las estribaciones inferiores.

—He hecho uno para Brisa —dijo la niña—. Al principio no quería ponérselo porque yo he ayudado a inventarlo. Estaba celosa.

Afreyt meneó la
cabeza,
con ademán reprobador, aunque su mente estaba en otra parte.

—Toma —le ofreció Mayo, alzando la mano que había mantenido inmóvil al costado, bajo el manto—. He hecho uno para ti, algo más grande. Mira, también tiene flores. Bájate la capucha. Lo llevarás bajo el pelo, naturalmente.

Durante largo rato Afreyt miró a la niña a los ojos, la cual no parpadeó ni una sola vez. Entonces se bajó la capucha, agachó la
cabeza y
ayudó a la pequeña subiéndose la cabellera. Con ambas manos, Mayo colocó el nudo en la base del cuello de la joven.

—Ya está —dijo—. Así es como se lleva. Ajustado pero sin que apriete.

Mientras esto tenía lugar, Groniger se había acercado a ellas con tres cuencos y un pequeño cubo tapado que contenía la sopa. Cuando le explicaron el propósito de los nudos, comentó:

—¡Una vanidad capital! —Sonrió ampliamente, las cejas enarcadas—. Eso enseñará algo a los mingoles, les hará saber lo que les espera. El Pequeño Capitán nos ha enseñado un magnífico canto, ¿no es cierto?

Afreyt asintió, mirando un momento de soslayo a Groniger.

—Sí, sus espléndidas palabras.

Groniger le devolvió la mirada y repitió:

—Sus espléndidas palabras.

—Me hubiera gustado oírle —dijo Mayo.

Groniger les ofreció los cuencos y vertió en ellos la sopa espesa y humeante.

—Llevaré el suyo a Brisa —añadió la pequeña.

—Tómala mientras esté caliente —dijo con aspereza Groniger a Afreyt—. Luego descansa un poco. Reanudaremos la marcha cuando salga la luna, ¿de acuerdo?

Afreyt asintió y el anciano se alejó con andares ostentosos, tarareando airosamente el cántico a cuyo ritmo habían marchado durante toda la jornada, el del Ratonero... o más bien el de Loki.

Afreyt frunció el ceño. Normalmente, Groniger era un hombre muy serio, e incluso había llegado a resultarle insulso, pero ahora casi parecía un bufón. ¿Decir «monstruosamente cómico» sería una expresión demasiado fuerte? Meneó despacio la cabeza. Todos los isleños se estaban volviendo así, toscos y grotescos, y hasta daban la impresión de ser más corpulentos. Se dijo que quizá su cansancio le hacía ver las cosas torcidas y magnificadas.

Mayo regresó y las dos cogieron las cucharas y se pusieron a comer.

—Brisa quiere tomar su sopa dentro —dijo la niña al cabo de un momento—. Creo que ella y Odín están tramando algo. —Se encogió de hombros y siguió comiendo. Transcurrido otro rato, añadió—: Voy a hacer lazos corredizos para Mará y el capitán Fafhrd. —Finalmente rebañó el cuenco, lo dejó a un lado y preguntó—: Prima Afreyt, ¿crees que Groniger es un troll?

—¿Qué es eso? —inquirió Afreyt.

—Una palabra que utiliza Odín. Dice que Groniger es un troll.

Brisa había bajado de la litera con su cuenco vacío, excitada pero sin olvidarse de correr las cortinas tras ella.

—¡Odín y yo hemos inventado un himno de marcha para nosotros! —anunció, poniendo su cuenco sobre el de Mayo—. Dice que la canción del otro dios está bien, pero que él quiere tener la suya propia. Escuchad, os la cantaré. Es más corta y rápida que la otra. —Torció el rostro—. Es como un tambor —explicó vivamente. Golpeó el suelo con un pie y entonó——. ¡Marchemos, marchemos sobre las Tierras de la Muerte! ¡Adelante, adelante, por las Tierras de la Perdición! ¡A sangre y fuego, matemos a los mingoles! ¡Perdición! Mueran los héroes. ¡A sangre y fuego! ¡Perdición! ¡Gloriosa perdición!

Pronunció en voz muy alta las últimas palabras.

—¿Gloriosa perdición? —repitió Afreyt.

—Sí. Vamos, mayo, cántalo conmigo.

—No tengo ganas.

—Oh, vamos, me he puesto tu lazo corredizo, ¿no es cierto? Odín dice que todos debemos cantarlo.

Mientras las dos niñas repetían el cántico con sus voces agudas y un creciente entusiasmo, llegaron a su lado Groniger y otro isleño.

—Eso está bien —dijo el anciano al tiempo que recogía los cuencos—. La gloriosa perdición está bien.

—Esta canción me gusta —convino el otro hombre—. ¡A sangre y fuego! ¡Matemos a los mingoles! —repitió apreciativamente.

Los dos se marcharon tarareando.

La oscuridad se intensificó y empezó a soplar el viento. Las niñas se quedaron silenciosas.

—Hace frío —dijo Mayo—. El dios se va a enfriar. Será mejor que subamos a la litera, Brisa. Que descanses, prima Afreyt.

—Lo mismo os digo.

Poco después de que hubieran corrido las cortinas, Mayo asomó la cabeza.

—El dios te invita a subir con nosotras —le dijo a Afreyt.

La joven retuvo la respiración, y entonces, con la mayor naturalidad de que fue
capaz,
replicó:

—Dale las gracias al dios, pero dile que me quedaré aquí... de guardia.

—Muy bien —dijo Mayo, y volvió a correr las cortinas.

Afreyt apretó los puños bajo su manto. No había admitido ante nadie, ni siquiera ante Cif, que, desde hacía algún tiempo, Odín se había ido desvaneciendo y ella ya ni siquiera podía ver un tenue contorno. Aún oía su voz, pero había empezado a debilitarse y se confundía con el susurro del viento. El dios fue muy real al principio, aquella mañana de primavera en que ella y Cif le encontraron junto con el otro dios. Entonces
parecía
muy próximo a la muerte, y ella puso todo su empeño en salvarle. Se sintió rebosante de adoración, como si el dios fuese un antiguo santo heroico, o su propio padre amado, que ya no existía. Y cuando él la acarició torpemente y musitó, al parecer decepcionado: «Eres mayor de lo que creía», antes de sumirse en el sueño, el horror y el rechazo contaminaron esa adoración. Tuvo entonces la idea de facilitarle a las niñas (¿la convertía eso en un monstruo? Tal vez...), y desde entonces se las arregló muy bien, manteniéndose a distancia.

Luego experimentó la emoción del viaje a Lankhmar, los peligros de la magia helada de Khahkht y los mingoles, así como la excitación renovada ante la llegada del Ratonero y Fafhrd, cuando vio que éste parecía realmente un Odín más joven... ¿Sería esa circunstancia la responsable del desvanecimiento de Odín y la debilidad creciente de su voz? Ella no lo sabía, pero era consciente de que contribuía a que todo fuese doloroso y confuso..., y esa noche habría sido incapaz de subir a la litera. (Sí, era un monstruo.)

Sintió un dolor agudo en el cuello y se dio cuenta de que, en su agitación, había estado tirando del extremo del lazo que pendía bajo su manto. Lo aflojó e hizo un esfuerzo por permanecer sentada tranquilamente. Ahora era noche cerrada. De los dos montes. Fuego Oscuro y Luz Infernal, brotaban débiles llamas. Afreyt oía retazos de conversación procedentes de los hombres reunidos alrededor de las fogatas, fragmentos del nuevo cántico Y risas, mientras circulaba el relato de su invención. Hacía mucho frío, pero la joven no se movía. En el este aumentó la palidez plateada, el resplandor lechoso creció y por fin la luna blanca apareció a la vista.

Fafhrd acababa de encender su segunda antorcha con el ascua a que había quedado reducida la primera, calentando un poco más su entorno, cuando el alto —pasadizo por donde avanzaba desembocó en una caverna tan amplia que la luz de la antorcha pareció perderse en ella. El sonido del fragmento de antorcha que arrojó contra las rocas despertó débiles ecos lejanos, y el norteño se detuvo para mirar arriba y a su alrededor. Entonces empezó a ver una multitud de puntos luminosos, como el cielo estrellado, debido a que los trozos de mica de las rocas reflejaban la luz. Hacia el centro de la inmensa cueva atisbo una columna irregular de roca salpicada de reflejos de mica, y en su cúspide, un pequeño bulto pálido atrajo su atención. Entonces oyó en lo alto un batir de grandes alas, una pausa y de nuevo el sonido de las alas, como si un buitre enorme estuviera dando vueltas en la oscuridad cavernosa.

—¡Mará! —gritó en dirección a la columna, y cuando regresaron los ecos percibió entre ellos, débil y agudo, su propio nombre y la resonancia de éste.

Entonces se dio cuenta de que el batir de alas había cesado y que una de las estrellas de mica adquiría rápidamente mayor brillantez, como si se desplomara hacia él, al tiempo que oía un estrépito en el aire, igual que si un gran halcón se abatiera sobre su presa.

Se arrojó a un lado, apartándose de la brillante espada lanzada contra él, y simultáneamente golpeó con el hacha a sus espaldas. Perdió la antorcha, algo parecido a una lámina de cuero le golpeó las rodillas, y entonces se produjo un formidable aleteo, muy cercano, y luego otro, seguidos de un grito humano agónico que, pese al dolor que reflejaba, contenía una nota de cólera.

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