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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Espacio revelación

 

Algo aniquiló a los amarantinos hace novecientos mil años. Para los colonos humanos que se están asentado en Resurgam, el planeta natal de esta civilización perdida, se trata de un hecho de escaso interés científico, a pesar del descubrimiento de una ciudad casi perfecta y una estatua gigantesca que representa a un amarantino alado. Para Dan Sylveste, sin embargo, es algo más que una mera curiosidad intelectual. Este científico, brillante y despiadado, no se detendrá ante nada hasta conocer la verdad, por elevado que sea su coste. Pero no sabe que los amarantinos fueron exterminados por una razón… ni tampoco que el peligro está más cerca y es mucho más grande de lo que imagina.

Alastair Reynolds

Espacio revelación

Espacio revelación #1

ePUB v1.0

Chotonegro
02.06.12

Título original:
Revelation Space

Alastair Reynolds, @2000.

Traducción: Isabel Merino Bodes

Ilustracion portada: El nombre del ilustrador

ISBN: 9788484219408

Editor original: Chotonegro (v1.0)

ePub base v2.0

Uno

Sector de Mantell, Nekhebet Septentrional, Resurgam,

Sistema Delta Pavonis, 2551

Se aproximaba una tormenta-cuchilla.

Sylveste se acercó al borde de la excavación, preguntándose si alguno de sus trabajadores lograría sobrevivir a la noche. El yacimiento arqueológico era un conjunto de ejes cuadrados y profundos, separados por vigas verticales: la clásica cuadrícula de Wheeler. Los ejes descendían decenas de metros, forrados por ataguías transparentes de hiperdiamante. Un millón de años de historia geológica se estratificaban y comprimían en ellos, pero una simple tormenta-cuchilla bastaría para cubrirlos casi hasta la superficie.

—Solicito su confirmación, señor —dijo un miembro de su equipo, saliendo de la primera oruga. Su voz quedaba amortiguada por la mascarilla que le cubría el rostro—. Cuvier acaba de anunciar que las condiciones meteorológicas del conjunto del continente de Nekhebet Septentrional serán severas. Aconsejan que todos los equipos de la superficie regresen a la base más cercana.

—¿Está diciendo que tenemos que hacer las maletas y regresar a Mantell?

—Va a ser una tormenta muy severa, señor. —El hombre se agitó nervioso, levantando el cuello de su chaqueta—. ¿Debo dar la orden general de evacuación?

Sylveste contempló la excavación; los focos desplegados a su alrededor iluminaban los lados de cada eje. En estas latitudes, Pavonis nunca estaba lo bastante alto para proporcionar una buena iluminación. Ahora, deslizándose hacia el horizonte y rodeado por grandes membranas de polvo, era poco más que una mancha de color rojo oxidado, difícil de distinguir a simple vista. Pronto llegarían los remolinos de polvo, precipitándose por las Estepas Ptero como cientos de giroscopios de juguete a los que se les ha dado demasiada cuerda. Después, la verdadera tormenta se alzaría como un yunque negro.

—No —respondió—. No hay ninguna necesidad de evacuar la zona. Aquí estaremos a salvo… Por si no se ha dado cuenta, esos peñascos apenas muestran marcas de erosión. Y si la tormenta arrecia, nos cobijaremos en las orugas.

El hombre contempló las rocas, moviendo la cabeza como si dudara de sus palabras.

—Señor, Cuvier sólo transmite informes meteorológicos tan severos un par de veces al año… Se trata de una tormenta de una magnitud superior a cualquier otra que hayamos vivido jamás.

—Hable por usted —respondió Sylveste, advirtiendo que la mirada de su interlocutor se detenía involuntariamente en sus ojos antes de desviarla, avergonzado—. Escúcheme. No vamos abandonar el yacimiento. No podemos permitírnoslo, ¿comprende?

El hombre volvió a observar la cuadrícula.

—Señor, podemos proteger con sábanas lo que hemos desenterrado. Además, aunque el polvo cubra todos los ejes, si enterramos los transmisores podremos encontrarlos de nuevo y regresar a este punto. —Las gafas de seguridad ocultaban sus ojos suplicantes—. Cuando regresemos, levantaremos una cúpula sobre el conjunto de la cuadrícula, señor.

Sylveste dio un paso hacia el hombre, obligándolo a retroceder hacia el eje más cercano de la cuadrícula.

—Hará lo siguiente: diga a todos los equipos de la excavación que sigan trabajando hasta que yo diga lo contrario y que no quiero oír ni una palabra sobre regresar a Mantell. Mientras tanto, quiero que guarden en las orugas sólo los instrumentos más sensibles. ¿Entendido?

—¿Pero qué me dice de las personas, señor?

—Las personas tienen que hacer lo que han venido a hacer: excavar.

Sylveste lo miró con reprobación, como invitándolo a cuestionar sus órdenes. Tras un prolongado momento, el hombre giró sobre sus talones y se alejó con premura por la cuadrícula, moviéndose con agilidad entre las vigas. Los delicados gravitómetros de imagen, dispuestos alrededor de la cuadrícula como cañones que apuntan hacia el suelo, se mecían suavemente a medida que el viento soplaba con mayor intensidad.

Sylveste aguardó unos instantes antes de seguir un camino similar, aunque se desvió tras dejar atrás algunos recuadros de la cuadrícula. En el centro de la excavación se habían ampliado cuatro recuadros para construir un único foso de treinta metros de lado y una profundidad similar. Sylveste se encaramó a la escalera que conducía al foso y descendió con rapidez. Había subido y bajado por ella tantas veces durante las últimas semanas que casi le inquietaba más la falta de vértigo que la altura. Descendió por un lado de la ataguía, dejando atrás diferentes eras geológicas. Habían transcurrido nueve mil años desde el Acontecimiento. Como era habitual en las latitudes subpolares de Resurgam, la mayor parte de la estratificación era permafrost: un subsuelo permanentemente congelado. Más abajo, cerca del Acontecimiento, había una capa de regolita creada por el impacto de los meteoritos. El Acontecimiento en sí era una línea negra, fina como un cabello: la ceniza de los árboles que habían ardido.

El suelo del foso no estaba a nivel, sino que unos escalones cada vez más estrechos se sumergían a cuarenta metros por debajo de la superficie. Para iluminar este lúgubre lugar se habían dispuesto focos adicionales. La constreñida zona era un fantástico hervidero de actividad, y en ella no soplaba ni una brizna de viento. El equipo de excavación, arrodillado sobre alfombrillas, trabajaba en silencio con unas herramientas tan precisas que en otros tiempos podrían haberse utilizado para operaciones quirúrgicas. En el grupo había tres jóvenes estudiantes de Cuvier que habían nacido en Resurgam. Un criado se movía furtivamente entre ellos, esperando órdenes. Las máquinas resultaban útiles durante las fases iniciales de una excavación, pero no se les podía confiar el trabajo final. Junto al equipo había una mujer que estaba sentada con un ordenador portátil en el regazo, observando un mapa de cráneos amarantinos. Al ver a Sylveste, que se había acercado con gran sigilo, dio un respingo y cerró de un manotazo el ordenador. La mujer, que se resguardaba del frío con un abrigo, tenía el cabello moreno y un flequillo geométrico.

—Tenías razón —dijo—. Sea lo que sea, es muy grande. Y, al parecer, está muy bien conservado.

—¿Alguna hipótesis, Pascale?

—Ese es tu trabajo, ¿no? Yo sólo estoy aquí para comentarlo. —Pascale Dubois era una joven periodista de Cuvier que había cubierto los trabajos de la excavación desde el principio, ensuciándose a menudo las manos con los arqueólogos y aprendiendo su jerga—. Los cadáveres ponen los pelos de punta, ¿verdad? A pesar de que son alienígenas, parece que puedas sentir su dolor.

A un lado del foso, justo antes de la pendiente, habían encontrado dos cámaras funerarias revestidas de piedra. Llevaban novecientos mil años enterradas (como mínimo), pero estaban prácticamente intactas y los huesos hallados en su interior mantenían un tosco parecido anatómico. Eran esqueletos amarantinos, criaturas bípedas dotadas de cuatro extremidades, con un tamaño y una estructura ósea similar a la humana. El volumen del cráneo también era parecido y los órganos sensoriales, respiratorios y comunicativos estaban situados en posiciones análogas. Sin embargo, los cráneos amarantinos eran alargados y similares a los de las aves, con un prominente pliegue craneal que se extendía hacia delante, desde las voluminosas cuencas de los ojos hasta el extremo de la mandíbula superior, que tenía forma de pico. Los huesos estaban cubiertos por un tejido curtido, disecado, que se había utilizado para retorcer los cuerpos, obligándolos a adoptar agonizantes posturas… o eso era lo que parecía. No eran fósiles en el sentido habitual de la palabra: no había tenido lugar ningún proceso de mineralización y las cámaras funerarias habían permanecido completamente vacías, excepto por los huesos y los objetos con los que habían sido enterrados.

—Puede que sea eso lo que debamos pensar —dijo Sylveste, agachándose y tocando uno de los cráneos.

—No —respondió Pascale—. Yo creo que el tejido distorsionó el cuerpo a medida que se fue secando.

—A no ser que los enterraran así.

Al tocar el cráneo con sus guantes, que transmitían datos táctiles a las yemas de sus dedos, recordó una sala amarilla de Ciudad Abismo, con aguatintas de paisajes helados en las paredes: criados de uniforme se movían entre los huéspedes, ofreciendo dulces y licores; las cortinas, de colorido crepé, se extendían desde el techo, construido en forma de mirador; y empalagosos entópticos iluminaban la atmósfera, como requería la moda del momento: serafines, querubines, colibríes y hadas. Recordaba a los invitados, en su mayoría colegas de su padre, personas que o bien no conocía o bien detestaba, pues sus amigos siempre habían sido pocos en número. Su padre había llegado tarde, como siempre. La fiesta estaba decayendo cuando se dignó aparecer. En aquel entonces esto era algo habitual, pues Calvin estaba trabajando en su último proyecto, el más importante de todos, y ser consciente de ello era como una muerte lenta… al igual que su suicidio, una vez completada su obra.

Recordaba a su padre sacando una caja cuyos lados mostraban una marquetería de bandas ribonucleicas entrelazadas.

—Ábrela —le había dicho Calvin.

Recordaba haberla cogido, sintiendo lo liviana que era. Al abrir la tapa, encontró un nido de material de embalaje fibroso. En su interior descansaba una cúpula moteada en marrón, del mismo color que la caja. Era la parte superior de una calavera, obviamente humana, a la que le faltaba la mandíbula.

Recordaba el silencio que se había hecho en la sala.

—¿Eso es todo? —había dicho Sylveste, lo bastante alto para que todos los presentes pudieran oírlo—. ¿Un hueso viejo? Gracias, papá. Me siento humillado.

—Y deberías estarlo —había respondido Calvin.

Sylveste se dio cuenta al instante de que Calvin tenía razón. La calavera era sumamente valiosa. No tardó en descubrir que tenía doscientos mil años de antigüedad y pertenecía a una mujer de Atapuerca. El contexto en el que había sido enterrada indicaba con bastante precisión el momento de su muerte, pero los científicos que la habían desenterrado habían podido concretarla usando las mejores técnicas de la época: con el método del potasio-argón habían efectuado la datación de las rocas de la cueva en la que había sido enterrada; las secuencias de uranio les habían permitido datar los depósitos de travertina de los muros; y con el método de la termoluminiscencia habían datado los fragmentos de sílex quemado. Con ligeras mejoras de calibración y aplicación, estas técnicas se siguieron utilizando en la excavación de Resurgam. La física sólo permite ciertos métodos para la datación de objetos. El hecho de que Calvin la hubiera desenterrado era un pequeño milagro.

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