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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

Esnobs (29 page)

—Creí que te gustaba.

—Es bastante agradable en su estilo de rubio tonto, pero no me parece que sea una persona a la que se le pueda confiar el peso de la felicidad. ¿En que estará pensando esa mujer?

• • •

En algún lugar del cerebro de Edith brotaban pensamientos de similar índole en aquel mismo instante mientras volvían a lo que ella consideraba la Civilización. En el fondo de su organismo sentía de manera muy física una amarga decepción. Había asistido a otra «fiesta del mundo del espectáculo» y mientras esa expresión se repetía en su cabeza recordó las imágenes que solía evocar en ella: actrices exageradas, bellezas hipermaquilladas ataviadas con vestidos de lentejuelas de
haute couture,
apasionados escritores judíos predicando a grupos en los rincones, cantantes echando una mano a un pianista borracho y todo el tiempo la risa artificial cortando el aire... De hecho, al pensar en ello se dio cuenta de que era una escena calcada, más o menos íntegra, de
Eva al desnudo
. Tenía muy poco que ver con aquella pandilla de suburbanitas que picoteaban comida sana y charlaban sobre sus vacaciones en Grecia.

Tampoco le interesaba la fascinación que mostraban por ella como representante de un mundo diferente y, evidentemente, denostado. No era indiferente al
glamour
del escenario, pero empezaba a darse cuenta de que el
glamour
ya no era una cualidad que valoraran los artistas modernos. Para empeorar las cosas, tuvo la sensación de que no había entrado en aquel ambiente como estrella (algo con lo que contaba en su fuero interno), sino como monstruo de feria.

—¡Qué pandilla tan espantosa! ¿Quién era esa gente?

Simon nunca contestaba a esas preguntas, que realmente no solían esperar respuesta. Ambos sabían que lo que Edith quería dejar claro era que la gente del espectáculo le parecía «ordinaria», aunque nunca fuera a decirlo con todas las letras. Simon nunca se lo discutía, en parte porque no le interesaba si eran ordinarios o no, ya que no tenía importancia, y en parte porque (en el fondo de su corazón) sospechaba que él también resultaba bastante ordinario a los ojos de ella.

—Yo lo he pasado bien —dijo.

—Tú no has tenido que soportar que un tipo con la voz almibarada te babee encima de la mano toda la noche. ¿Van a ser así todas tus fiestas?

—¿Y todas las tuyas van a consistir en seis Slone Rangers y alguien que perdió dinero en el Lloyd’s? Porque si va a ser así, me quedo con el almíbar. Sin lugar a dudas.

El resto del trayecto lo hicieron en silencio.

Capítulo 16

U
na tarde, a última hora, estaba yo en Fulham Road haciendo algunos recados míos y un encargo de Adela, que me había pedido que pasara por Colefax y Fowler a recoger un cordón que había encargado unas semanas antes. En circunstancias normales me habría negado a cumplir su encargo porque en aquellos tiempos (al contrario que ahora) todos los dependientes parecían haber hecho un curso de Alta Grosería, pero ella insistió y la verdad es que me atendió una señora bastante amable. A pesar de todo, y como Adela suponía, su encargo todavía no había llegado y la dependienta demostró sentirlo mucho.

En cualquier caso, cuando estaba recibiendo las disculpas de rigor junto con la promesa de que llegaría la semana siguiente, miré hacia la calle y allí, repasando ociosamente el muestrario, vi a la madre de Edith. No había visto a la señora Lavery desde hacía casi dos años, más o menos en las fechas en que se celebró la boda, y me conmovió recordar aquella figura victoriosa, trémula de ambición satisfecha en el Salón Rojo de Broughton, al contemplar en aquel momento su figura deshecha. Miraba fijamente con los ojos vidriosos los grandes retazos de tela que pasaban ante ella pero sin ver nada. Es decir, nada salvo el hundimiento de sus sueños, que claramente estaba todo el tiempo presente en su cabeza como un retablo infernal.

—Hola, señora Lavery.

Se giró hacia mí, rebuscó en algún perdido cajón mental el recuerdo de quién era yo y me saludó con un gesto de cabeza.

—Hola —contestó con un tono vacío y gélido.

Más tarde supe que me culpaba por haber presentado a Simon a la familia Broughton. Supongo que con cierta justicia. Hoy en día es ya costumbre dar la espalda a la culpabilidad por este tipo de cosas diciendo que «habría ocurrido de todas formas», pero ese argumento no me convence. La mayor parte de nuestras vidas no se rige por un inexorable designio establecido cuando nacemos, sino por la suma total de una serie de acontecimientos aleatorios. Si Edith nunca hubiera conocido a Simon (o si no le hubiera conocido hasta después de tener un hijo) considero muy poco probable que hubiera ocurrido nada por el estilo. Pero le conoció. Y ocurrió. Y, para bien o para mal, yo les había presentado.

—¿Ha visto a Edith últimamente? —le pregunté. La sensación de que su hija, de que su historia, estaba presente en espíritu entre nosotros nos incomodaba a los dos. Lo más fácil era normalizar la situación hablando de ella.

—No mucho. Pero va a venir... —dudó—,
van
a venir esta noche a cenar. Supongo que entonces me pondrá al día.

Asentí.

—Bueno, pues dele un beso de mi parte.

Pero la señora Lavery no estaba dispuesta a dejarme ir.

—Tengo entendido que tú le conoces. Al chico nuevo.

—¿A Simon? Sí, le conozco. No demasiado bien, pero hicimos una película juntos. En Broughton. Así fue como se conocieron.

—Sí —se quedó mirando al suelo durante un instante—. ¿Y es agradable?

Aquella pregunta me emocionó un poco. La señora Lavery se estaba obligando a ser una buena madre y a concentrarse en los valores más destacables del nuevo amor de su hija, cuando ambos sabíamos que aunque Simon fuera el hombre más encantador de Europa nunca podría igualar lo que se había perdido con Charles.

—Muy agradable —dije—. A su manera.

—Supongo que no has visto mucho a Charles desde que pasó... todo aquello.

—La verdad es que sí. Comí con él hace unos días.

La señora Lavery pareció sorprendida. Supongo que la imagen romántica que se habría hecho de su hijo político habría elevado unas murallas mucho más insalvables de las que existían en realidad. Además, mi testimonio dejaba entrever que tal vez no hubiera animado a Edith en su locura, lo cual suavizó su trato notablemente. A aquellas alturas se había convencido plenamente de que el afecto que sentía por Charles estaba basado en sus cualidades como persona. No era verdad, pero no creo que fuera menos sincero por eso.

—¿Qué tal está? Me encantaría verle, pero... —se interrumpió entristecida.

—Ah, estoy seguro de que a él también le encantaría verla —mentí—. Todavía está bastante desanimado.

—Claro, lo comprendo —suspiró desmoralizada y sin esperanza—. Me tengo que ir ya. Vienen a las ocho y todavía no he hecho nada.

Y salió de la tienda empujando la sólida puerta con los hombros encorvados. La última vez que la había visto parecía un personaje de una comedia de Coward. Ahora parecía Madre Coraje.

• • •

Simon estaba inexplicablemente nervioso cuando giraron a la derecha por King’s Road para bajar por Vale hasta Elms Park Gardens. Cada vez que se detenían en un semáforo jugueteaba nerviosamente con la corbata y, ahora que estaban más cerca, había empezado a morderse las uñas. Edith notaba que se empezaba a poner tensa e irritada. No estaba muy segura de si los nervios de él se debían a que creía que sus padres eran más importantes de lo que eran, o si le ponía nervioso su papel de Destructor de la Felicidad Conyugal. Sea como fuere, esperaba que se calmara, ya que la velada prometía ser bastante engorrosa en sí misma.

—¿Qué te pasa?

Simon se limitó a sonreír y a negar con la cabeza. Él mismo no acababa de entender por qué tenía aquellos nervios, aunque es cierto que creía que los Lavery eran de posición más elevada de lo que eran. No tenía una idea muy clara de los comportamientos que distinguían a la alta sociedad londinense y, como nunca había conocido el Círculo Privilegiado, no tenía la menor idea de hasta qué punto Edith era una intrusa en el momento de su boda. Como aún seguía considerando a su nueva amante una persona imponentemente elegante, imaginaba que su familia era igual de impresionante. Pero aquella no era la auténtica causa de su nerviosismo, sino la preocupación más común de que aquella formalización de su relación, la presentación a sus padres, era como poner un sello de seriedad en lo que había empezado siendo solo un flirteo. Ni siquiera entonces era completamente consciente de que entraba en el peligroso terreno del «divorcio», la «separación de bienes», la «manutención» y la «custodia», y demás palabras y frases deprimentes, y, sin embargo, eso era lo que parecía amenazarle a partir de aquel instante. Intuía que la señora Lavery podría preguntarle de una manera indirecta sobre sus «intenciones» y se dio cuenta de que no tenía intenciones en absoluto, al menos ninguna intención prefijada. Pero entonces miró a Edith, que estaba realmente encantadora, y reparó en que su perfil era mucho más bonito que el de Deirdre, que siempre había resultado un poco insulso, y pensó que, después de todo, podía haber sido peor. Y así, sosegado y reconfortado, salió del coche.

La señora Lavery había contado a su marido el encuentro en Colefax. Habían dado vueltas y más vueltas en su cabeza a las palabras de aquella conversación hasta convertirlas en un rayo de esperanza. A pesar de estar preparando la cena para el nuevo amante de su hija, le gritó a su marido que estaba en la sala:

—¿Qué crees que quiso decir exactamente con «desanimado»?

Kenneth Lavery estaba casi tan apenado como su mujer por el rumbo de los acontecimientos, pero por motivos más honorables. Detestaba ver a su adorada «Princesa» envuelta en un escándalo. Odiaba ser testigo de la desilusión de su mujer. Y no era insensible al hecho de que su hija hubiera rechazado una posición de poder desde la que podría haber obtenido muchas cosas y la hubiera cambiado por otra que apenas encajaba en la sociedad decente. Había estado orgulloso de su hija como Gran Dama, y le entristecía su declive. Dicho esto, era mucho más filosófico respecto a la naturaleza de la locura cometida por Edith que su mujer. Al contrario que ella, nunca se había hecho la ilusión de que el matrimonio de Edith fuera a suponer un gran cambio en su vida.

—Creo que quiso decir lo que dijo: que Charles está desanimado. Por supuesto que está desanimado. Su mujer se acaba de marchar con otro hombre. ¿Cómo quieres que esté?

Stella Lavery asomó la cabeza por la puerta.

—Lo que quiero decir es que parece como si Charles todavía no se hubiera hecho a la idea. Me pregunto si serviría de algo ponernos en contacto con él... —su voz se desvaneció mientras su marido movía la cabeza lenta pero enérgicamente de un lado a otro.

—Querida, no fue Charles quien decidió terminar con el matrimonio. Lo que él piense no tiene importancia. Esto no es culpa suya. Y tampoco creo que sea justo darle falsas esperanzas. Puede que ya lo esté superando y puede que no. En cualquier caso, no le ayudará que tú reavives sus esperanzas. Es un hombre bueno y nuestra hija se ha portado mal con él. Lo mejor que podemos hacer es mantenernos al margen.

Y dicho esto volvió a prestar atención a la televisión.

A la señora Lavery no le contrariaron aquellas palabras de su marido porque en el fondo estaba de acuerdo con él. Por mucho que intentara adoptar una actitud de tolerancia moderna, lo cierto era que estaba muy, muy avergonzada del comportamiento de Edith. Desde que podía recordar, siempre se había visto como una persona perfectamente apta para desempeñar un Gran Papel en la vida pública de Inglaterra. Mientras veía a aquellas damas de la corte detrás de la reina en el parlamento, con sus vestidos de Hartnell de los cincuenta, fantaseaba con que ella, Stella Lavery, habría sido una magnífica duquesa de Grafton o condesa de Airlie si el destino se lo hubiera permitido. Sabía que habría realizado una gran labor aunque, igual que la Sirenita, cada paso le hubiera dolido como si anduviera sobre cristales. Y aquella fantasía había sido transmitida a su hija quien, milagrosamente, la había hecho realidad. Pero ahora, en vez de contarle que Edith estaba propuesta para presidir la Cruz Roja o que se iba a incorporar al séquito de una de las princesas, el teléfono sonaba para decirle que todo había acabado. Que sus sueños se habían convertido en un montón de escombros. Y en el fondo de aquel pozo de fango al que la habían arrojado estaba la amarga hiel de saber que todo Londres murmuraba y decía que, después de todo, Charles se había casado a la baja, que Edith no era nadie y que no podía «estar a la altura», y que debería haberse casado con alguien de su clase.

Sonó el timbre de la puerta, pero antes de que pudieran abrirla Edith había entrado y les llamaba desde el pasillo. Cuando entraron en la sala, Edith corrió a besar a su padre. Este le dio un afectuoso abrazo y mientras le acompañaba para presentarle a Simon supo que, al menos por parte de él, no tenía que temer ningún contratiempo. Por el contrario, una mirada a la gélida figura de su madre recortada en el marco de la puerta le dijo todo lo que necesitaba saber de la noche que les esperaba.

La señora Lavery se acercó rígida y ofreció una mano. Pero era incapaz de sonreír y en cierto sentido fue casi un alivio cuando, tan pronto como Kenneth salió de la sala para preparar unas copas, ella acabó con los torpes intentos de Simon de iniciar una conversación educada y se lanzó al fondo de la cuestión.

—Usted comprenderá que esto es muy difícil para nosotros, señor Russell —ignoró deliberadamente la insistencia de Edith para que le llamara Simon, y en eso había cierta similitud con cómo habría manejado la situación su ídolo, lady Uckfield. Esta última habría sido mucho más amigable, por supuesto—. Los dos tenemos mucho cariño a nuestro yerno, así que nos perdonará si no nos lanzamos a sus brazos.

Simon sonrió entornando los ojos de una manera que solía darle muy buen resultado.

—Lanzarse a mis brazos es algo totalmente optativo, se lo aseguro —dijo alegremente.

La señora Lavery no le devolvió la sonrisa. No es que fuera inmune al atractivo físico. Era perfectamente capaz de ver que Simon era uno de los hombres más guapos que había conocido en toda su vida, pero para ella su belleza era la explicación de la tragedia de su hija. Ni más, ni menos. En aquel momento podía agarrar un cuchillo y tranquilamente destrozarle la cara si eso hubiera servido para que Edith desandara el camino andado.

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