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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

Esnobs (14 page)

Oyó un potente golpe a su lado y al abrir los ojos vio la imagen estremecedora de Henry Cumnor preparándose para tomar el sol. Sin la ropa parecía todavía más grande, como una postal con el pie «¿Dónde está mi pequeño Willy?».

—¿Y qué pasa con los demás? No podemos presentarnos todos en casa de esa pobre gente, ¿no? —habló sin dirigirse a nadie, directamente al aire, de manera que no tuviera que hacer más esfuerzo que mover los labios.

Caroline se encogió de hombros.

—No veo por qué no. Les dije que éramos un montón.

Caroline tenía ese curioso convencimiento común entre la clase alta inglesa de que, bajo cualquier circunstancia, sin importar a cuánta gente afectara, incluso cuando como en aquel momento perfectos desconocidos se vieran obligados a extender su hospitalidad, ella, lady Caroline Chase, era la que les hacía un favor. Para ella y los de su clase es imposible concebir que una casa no se vea necesariamente honrada por contar con su presencia. En consecuencia, a causa de este convencimiento de bendecir la casa con su sola presencia, Caroline no hacía el menor esfuerzo por agradar a nadie de fuera de su círculo y, a pesar de ser una mujer muy inteligente, podía ser una invitada mortalmente aburrida. Algo de lo que ni ella ni ninguno de los de su clase tenían la más leve sospecha.

—Se lo diremos cuando vuelvan —dijo.

—¿Cuánto tiempo se van a quedar? —preguntó Jane levantándose sobre los codos para alcanzar el bronceador.

—¿A quién te refieres? ¿A Peter o a los otros?

—Al encantador Peter no. A «Bob» y «Annette».

Jane pronunció sus nombres entre comillas, distanciándose de ellos para dejar claro a los presentes que no los consideraba miembros de pleno derecho de la camarilla, sino más bien extraños especímenes de una cultura foránea. Todos consideraron el matiz cuidadosamente.

—El martes o el miércoles, creo.

Caroline miró a Eric, que asintió y arrugó la nariz. Tenía muy claro en qué equipo quería jugar.

—Caray —dijo Henry—. ¿A quién le toca escuchar esta noche?

Todos rieron.

Edith sintió un irresistible deseo de romper su carné del club.

—¿Es de Annette de quién estáis hablando? —dijo en tono de falsa incredulidad—. Qué raros sois. A mí me gusta mucho.

Henry permaneció inmutable.

—Bueno, pues te puedes sentar tú a su lado durante la cena. Espero que estés preparada para charlar de su carrera cinematográfica
ad nauseam
.

Edith sonrió.

—¿Por qué? ¿De qué preferís hablar vosotros? ¿De la gente de Shropshire que todos conocéis?

Se tumbó de nuevo con la sonrisa intacta y los ojos cerrados, disfrutando del tenso silencio como una colegiala traviesa.

—Lo cierto es que no voy a Shropshire muy a menudo.

Henry se alejó de ella abotargado y sofocado como una ballena varada en la playa.

—Me voy a nadar —dijo Charles.

Almorzaron una paella con demasiados calamares en un restaurante al aire libre que daba al puerto y luego partieron en dos coches hacia la casa de los Frank, que estaba situada a las afueras de la ciudad, a la orilla del mar, y parecía estar completamente rodeada, al menos por la parte de su frontera terrestre, por un elevado muro de piedra coronado de cristales rotos. Las verjas no eran verjas, sino más bien puertas de hierro, que se abrieron automáticamente cuando se identificaron y se cerraron con un sonoro golpe salvando por poco el parachoques trasero del segundo vehículo.

—Evidentemente no esperaban dos coches —dijo Annette con una carcajada.

Caroline, que conducía el primer coche con Edith, Annette y Henry, se zambulló decidida en la espesura del jardín inmenso y vacío. A través de los árboles se veían hermosos fragmentos de obras de Henry Moore y Giacometti, y después de rodear un tupido grupo de rododendros, llegaron a un cruce en el camino. Uno de ellos parecía conducir a un castillo del siglo XIX que se erigía en el punto más elevado del terreno, y que Edith había supuesto que sería su destino, mientras que el otro llevaba sorprendentemente a otra casa, tan grande como la anterior pero moderna, que habían construido a la orilla del agua. Estaba demasiado baja, con los balcones a apenas unos centímetros de las olas, para que se viera desde la carretera.

—¿A cuál vamos? —preguntó Edith.

—A la de abajo. A la señora Frank le gusta estar cerca del mar.

—¿Y quién vive en la de la colina?

Caroline adoptó un tono deliberadamente impreciso.

—Creo que sobre todo los nietos.

—Dios de mi vida —dijo Annette, y Edith comprobó con interés que ninguno de los otros parecía captar la extravagancia, el lujo orgiástico que estaban contemplando. Empezaba a entender que en aquel mundo era una cuestión de honor no mostrar la menor admiración ante ninguna ostentación de opulencia, por muy fabulosa que esta fuera. Exteriorizar que la riqueza a cualquier escala no es habitual, incluso cargante, es arriesgarse a parecer «clase media» (un sector de la sociedad al que muchos se pasaban la vida intentando demostrar que no pertenecían). Hay excepciones a esta regla. Se puede exclamar «¡Qué encantador!», pero se hace más como medio para expresar generosidad que admiración por parte del que lo dice. O mejor todavía, «¡Dios mío, qué
impresionante!»,
con un tono que significa que la decoración, el menú, lo que sea, es excesivo y se acerca peligrosamente a la vulgaridad. Lady Uckfield era especialmente aficionada a machacar a la gente con una sonrisa entusiasta. Pero estas son habilidades difíciles para el novato, y Edith hizo bien en no intentarlo.

Un mayordomo con chaqueta blanca condujo al grupo por estancias de mármol resplandeciente hasta la terraza en la que tomaba el sol la señora Frank, una figura robusta y bronceada, ataviada con un
sarong
de brillantes colores y macizos brazaletes que bailaban y se entrechocaban en sus brazos masculinos y fibrosos. Les hizo gestos para que se acercaran.

Caroline tomó las riendas de la situación.

—¿Qué tal está? —dijo perezosamente—. Soy Caroline Chase.

Empezó a presentar a los demás miembros de la expedición, haciendo una pausa deliberada de una fracción de segundo antes de los tres invitados que no eran Broughton, Bob, Annette y la chica de Peter, como para indicar a la señora Frank que no pertenecían al círculo principal y que no era necesario que les dedicara demasiada atención. La señora Frank asimiló la señal y recibió a los advenedizos con una sonrisa perceptiblemente más fría que la que dedicó a los principales.

—Tú debes de ser la recién casada —dijo levantándose y tomando a Edith del brazo para conducirles a la casa. Edith notó el fuerte almizcle de su perfume y observó las arrugas curtidas que rodeaban su boca fina y embadurnada de escarlata—. ¿Te está gustando Mallorca?

—Llegamos ayer por la noche. Hasta el momento me parece adorable —contestó, devolviéndole la sonrisa a su anfitriona.

—Tienes que dejarnos que te lo enseñemos todo mientras estés aquí. Y dime, ¿qué tal está la encantadora Googie?

—Muy bien. Tigger y ella están en Escocia.

A medida que salían las palabras, Edith se dio cuenta de que era la primera vez que pronunciaba en voz alta aquellos ridículos nombres. Antes de la boda se había prometido a sí misma llamar a sus suegros Harriet y John, pero las tácitas exigencias de la intimidad, de pertenecer al club, que la señora Frank transmitía le hicieron romper su promesa porque, aunque dijera otra cosa a sus amigos, no quería ser la nuera «inadaptada». No quería que la gente le tuviera lástima a lady Uckfield porque Charles no había logrado nada mejor. Quería que felicitaran a su suegra por el ingenio, el buen gusto, el encanto, el saber estar de Edith. Y así aprendió la primera lección de por qué Inglaterra no ha tenido revoluciones, de qué es lo que ha puesto fin a tantas carreras, desde la de la reina de Eduardo IV hasta la de Ramsay MacDonald, a saber: que la manera de enfrentarse con un advenedizo problemático es dejarle entrar en el club, hacer de él un converso con el celo de los conversos y el tiempo hará de él un convencido más papista que el Papa. Aprender esa lección no hizo que Edith moderara su resentimiento contra las fuerzas que se la enseñaban, pero tuvo un momento embriagador al percatarse de que ya formaba parte del grupo. Se sintió poderosa. Se volvió y sonrió a Charles.

Habían preparado un recorrido por las esculturas y salieron a realizarlo. En cuanto cruzaron la puerta principal se les acercó una joven bastante escuálida que parecía una versión reducida al tamaño de una comadreja de la señora Frank. Evidentemente, había estado jugando al tenis y llevaba una raqueta excesivamente grande colocada delante de la cara, medio escudo, medio abanico. La anfitriona se la presentó como su sobrina Tina. Al contrario que su tía, la chica era terriblemente tímida. Se unió al paseo del grupo, como se le ordenó tajantemente, pero permaneció en silencio y solo susurraba dolorosamente algunas palabras si alguien le preguntaba algo.

Pasaron junto a una piscina tallada en la roca de un pequeño acantilado y Edith oyó a Annette preguntar por unas vasijas de terracota que la rodeaban, vertiendo constantemente en ella un agua que humeaba ligeramente.

—Son romanas —dijo Tina con voz casi inaudible—. Mi tío las hizo traer de un barco hundido que encontraron cerca de la costa.

—¿Y luego les han instalado la fontanería?

—Perdón, ¿qué es «instalar la fontanería»?

Charles cortó a Annette irritado.

—Quiere decir que ahora se utilizan para llenar la piscina.

—Sí. Con agua del mar.

—¿Agua del mar? ¿Agua del mar
climatizada?

Tina asintió.

—Es mucho mejor, ¿no? Tenemos otra piscina de agua potable, pero esta está muy bien.

Annette se quedó callada durante un rato. Empezaba a estar de acuerdo con los demás: le faltaban luces. El grupo se detuvo en una terraza rebosante de buganvillas en la que se erigía un torso masculino de Rodin sobre un pedestal de mármol. Se oyeron murmullos de admiración. La señora Frank se giró hacia Caroline y se dedicó a preguntarle sobre algunos amigos comunes. Al parecer, estaba algo molesta por no haber sido invitada a la boda de Charles, ya que la mayoría de sus preguntas acababan con la suposición de que «seguro que asistieron a la boda», y una y otra vez Caroline se veía obligada a reconocer que sí, que habían asistido. Los nombres se sucedían mientras pasaban de una terraza a otra bajo el intenso azul del cielo mediterráneo. ¿Habían visto a los Esterhazy? ¿Y a los Polignac? ¿Y a los Devonshire? ¿A los Metternich? ¿A los Frescobaldi? Nombres arrancados de los libros de historia, nombres que Edith conocía de estudiar a Felipe II de España, el Renacimiento, la Revolución Francesa o el Congreso de Viena. Y ahora los oía allí, despojados de todo significado real. Se habían convertido en simples figuras de naipes, figuras de naipes ricas, con las que jugar al Intercambio de Nombres. Las apuestas eran en aquel caso muy altas, y Edith observó divertida que Jane Cumnor y Eric habían hecho un aparte con Tina, sin duda preocupados ante la perspectiva de experimentar la sensación de rechazo que a ellos tanto les gustaba infligir a otros. Caroline y Charles se mantenían impasibles. Estaba claro que a pesar de los millones de los Frank, podían compararse con ellos en notoriedad y superarlos. Y así pasaron la tarde, recitando una letanía de duquesas entonada ante un fondo de arte glorificado por el dinero. Una hora y tres cuartos después de empezar el recorrido se encontraban de nuevo en el moderno palacio junto al mar.

En la terraza se había dispuesto un té «al estilo inglés», es decir «al estilo hotel norteamericano», y tres camareros con chaquetilla blanca esperaban para servirlo. La señora Frank les asignó sus sitios. A aquellas alturas, la chica de Peter, Bob y Annette estaban más que hartos y deseaban en secreto regresar a la villa y convertir aquella desesperante experiencia en una anécdota divertida. Eric llegó el último, congestionado por el esfuerzo realizado y claramente molesto de que su incompetencia social le hubiera excluido de la conversación que había girado alrededor de su mujer casi toda la tarde. Se dejó caer en una
chaise
junto a Edith y tomó la taza que le ofrecían.

La señora Frank volvió a dirigir su atención a la novia:

—Dime, ¿estuvo Hilary Weston en la boda? Alguien me comentó que no había podido volver de Canadá.

Eric levantó la mirada con un gruñido.

—No le servirá de nada preguntarle a Edith, ¿verdad, querida? Habrá que esperar hasta que se ponga un poco más al día.

Edith le ignoró. Por una milagrosa casualidad, había hablado un buen rato con la señora Weston en el banquete. Dio las gracias a su santo protector mientras contestaba jovialmente sin hacer referencia al comentario.

—Sí, estuvo en la boda. Galen estaba en Florida y no pudo volver. Supongo que fue a eso a lo que se referían.

La señora Frank asintió lanzando una mirada extraña a Eric.

—¡Siempre está haciendo cosas! Si me comparo con ella me siento tremendamente perezosa.

Y cambió de tema. Edith había aprobado.

Eric se recostó y la miró.

—Muy bien. Diez sobre diez.

Ella le miró fijamente defendiendo cada milímetro de terreno conquistado.

—¿Conoces a Hilary?

—La conozco tan bien como tú —dijo Eric, y se levantó para reunirse con Caroline en el extremo opuesto de la terraza.

Aquella conversación le resultó deliciosamente refrescante a Edith porque dejaba fuera de toda duda que Eric era su enemigo declarado dentro de la familia. Ya no hacía falta seguir fingiendo y lo mejor de todo era que ella había ganado la primera batalla.

Estaba cantando en la ducha cuando Charles entró a cambiarse para la cena. Él sonrió.

—Pareces muy feliz. ¿Lo has pasado bien hoy? ¡Qué colección! ¡Qué lugar!

Incluso en esos círculos, la admiración no está prohibida si se practica en la intimidad y entre mayores de edad, y Charles tenía la sensación de que ya llevaba demasiado tiempo mostrándose imperturbable.

—Desde luego. Y sí, estoy feliz.

Cerró el grifo y le dio un beso, de pie, mojada y desnuda.

Los siguientes minutos, y, en realidad, el resto de la velada, fueron de los agradables que había pasado con Charles y aquella noche se metió en la cama con una sensación de victoria y bienestar.

Charles se volvió hacia ella.

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