Read Escupiré sobre vuestra tumba Online

Authors: Boris Vian

Tags: #Relato

Escupiré sobre vuestra tumba (11 page)

Cuando me volví, Jean se había quitado el sombrero y se ahuecaba los cabellos para devolverles su elasticidad; tenía mejor aspecto así; era realmente hermosa.

—¿Cuándo nos marchamos? —quiso saber de repente—. Tal como están las cosas, tiene que ser lo más pronto posible.

—Podemos irnos este fin de semana —respondí—. Ya lo tengo todo a punto; pero tendré que buscarme otro trabajo allí.

—Yo llevaré dinero.

Yo no tenía ninguna intención de dejar que una mujer me mantuviera, aunque fuera una mujer a la que yo estaba decidido a cargarme.

—Esto para mí no quiere decir nada —repliqué—. No se trata de que vivamos de tu dinero. Quisiera que quedara claro de una vez por todas.

No me contestó. Rebullía en su silla como si quisiera decir algo y no se atreviera.

—Venga —la animé—. Suéltalo ya. ¿Qué es lo que has hecho sin decírmelo?

—He escrito allí —dijo—. Vi la dirección en un anuncio, dicen que es un lugar desierto, para los amantes de la soledad y para los enamorados que quieren pasar una luna de miel tranquila.

—Si todos los enamorados que quieren estar solos se dan cita allí, va a haber una bonita aglomeración.

Se rió. Parecía más tranquila. No era mujer que se guardara las cosas dentro.

—Me han contestado —prosiguió—. Pasaremos las noches en un bungalow y comeremos en el hotel.

—Lo mejor que puedes hacer —dije yo— es ir tú primero, y yo iré más tarde. Así tendré tiempo de dejarlo todo en orden.

—Preferiría ir contigo.

—Es imposible. Vuelve a tu casa, para no dar la alarma, y no hagas la maleta hasta el último momento. No vale la pena que te lleves gran cosa. Y no dejes ninguna carta diciendo adónde vas. Tus padres no tienen por qué saberlo.

—¿Y tú cuándo vendrás?

—El lunes próximo. Saldré de aquí el domingo por la noche.

Era poco probable que alguien advirtiera mi partida un domingo por la noche. Pero quedaba un problema: Lou.

—Supongo —añadí— que ya se lo habrás dicho a tu hermana.

—Aún no.

—Se lo debe de imaginar. De todos modos, te conviene decírselo. Puede servirte de intermediaria. Os entendéis bien, ¿no?

—Sí.

—Entonces díselo, pero dile sólo qué día te marchas, y le dejas la dirección, pero de manera que no pueda encontrarla hasta que te hayas marchado.

—¿Y cómo lo hago?

—Puedes meterla en un sobre y echarla al correo cuando estés a tres o cuatrocientos kilómetros de tu casa. Puedes dejarla escondida en un cajón. Hay mil maneras.

—Todos estos enredos no me gustan. Lee, ¿por qué no podemos marcharnos tranquilamente los dos, y decir a todo el mundo que queremos estar solos?

—No puede ser —repliqué—. Para ti está bien. Pero yo no tengo dinero.

—Me da igual.

—Mírate en el espejo —dije—. Te da igual porque tienes.

—No me atrevo a decírselo a Lou. Tiene sólo quince años.

Me reí.

—¿Y la tomas por una niña de teta? Tendrías que saber que en las familias en las que hay varias hermanas la más joven lo aprende todo casi al mismo tiempo que la mayor. Si tuvieras una hermana de diez años, sabría tantas cosas como Lou.

—Pero Lou no es más que una niña.

—Claro. Basta ver cómo se viste. Y también los perfumes que se echa son buena prueba de su inocencia. Tienes que decírselo a Lou. Te repito que necesitas a alguien en tu casa que haga de intermediario entre tú y tus padres.

—Preferiría que este intermediario no lo supiera.

Me reí con toda la maldad que fui capaz de encontrar.

—No estás muy orgullosa del tipo que has pescado, ¿eh?

Le empezó a temblar la boca y creí que se echaría a llorar. Se levantó.

—¿Por qué dices estas maldades? ¿Te gusta hacerme daño? Lo único que quería decir es que tengo miedo…

—¿Miedo de qué?

—Miedo de que me abandones antes de que nos casemos.

Me encogí de hombros.

—¿Y te parece que el matrimonio me retendría, si quisiera abandonarte?

—Si tenemos un hijo, sí.

—Si tenemos un hijo no podré conseguir el divorcio, de acuerdo; pero esto no bastará para evitar que te deje si me apetece…

Esta vez se echó a llorar. Se dejó caer de nuevo en la silla e inclinó la cabeza, y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Me di cuenta de que estaba yendo un poco demasiado aprisa, y me acerqué a ella. Le puse una mano en la nuca y la acaricié.

—¡Oh, Lee! —dijo ella—. Es todo tan distinto de como yo lo había imaginado. Creía que estarías contento de poder tenerme del todo.

Contesté alguna estupidez, y entonces ella se puso a vomitar. No tenía nada a mano, ni siquiera un trapo, y tuve que correr a la trastienda a buscar la bayeta de la mujer que hacía la limpieza. Supongo que era el niño lo que la ponía enferma. Cuando dejó de hipar, le sequé la cara con su pañuelo. Tenía los ojos brillantes de lágrimas, como lavados, respiraba con fuerza. Se había ensuciado los zapatos, y se los limpié con un pedazo de papel. El olor me molestaba, pero me incliné hacia ella y la besé. Se apretó violentamente contra mí, murmurando incoherencias. Tenía mala suerte con aquella chica. O bebía demasiado o jodía demasiado, pero siempre estaba enferma.

—Tienes que irte ya —le dije—. Vuelve a casa. Cuídate, y el jueves por la noche haces la maleta y te largas. Yo iré el lunes. Ya he pedido la licencia.

Pareció rehacerse de golpe y sonrió, incrédula.

—Lee…, ¿es verdad?

—Pues claro.

—Lee, te adoro… Sabes, vamos a ser tan felices…

Realmente era poco rencorosa. Las chicas no acostumbran a ser tan conciliadoras. La puse en pie y le acaricié los pechos a través del vestido. Se puso tensa y se echó hacia atrás. Quería que siguiera. Yo habría preferido ventilar la habitación, pero ella se aferró a mí y, con una mano, me desabrochó el pantalón. Le levanté el vestido y me la tiré encima de la larga mesa en la que los clientes dejaban los libros que habían estado hojeando; ella tenía los ojos cerrados y parecía muerta. Cuando sentí que se relajaba, seguí hasta que se puso a gemir, y me corrí en su vestido, y entonces se levantó y, llevándose una mano a la boca, vomitó de nuevo.

Luego yo la puse en pie, le abroché el abrigo, la arrastré hasta su coche pasando por la puerta trasera y la instalé al volante. Tenía todo el aspecto de estar en babia, pero reunió sus últimas fuerzas para morderme el labio inferior hasta hacerme sangrar; yo no me inmuté y contemplé cómo se marchaba. Pienso que el coche, afortunadamente para ella, se sabía el camino.

Luego me fui a casa y me di un baño, para quitarme aquel olor.

CAPÍTULO XVII

Hasta aquel momento no había pensado en las complicaciones que me iba a acarrear la idea de cargarme a las dos tías esas. En el momento en que pensé en ellas me entraron ganas de abandonar mi proyecto y renunciar a todo, y seguir vendiendo libros como si nada. Pero tenía que hacerlo por el chico, y también por Tom, y también por mí mismo. Conocía a tipos que estaban más o menos en mi caso y que olvidaban la sangre que corría por sus venas, se ponían del lado de los blancos en todo momento y no dudaban en golpear a los negros cuando se presentaba la ocasión. A éstos me los habría cargado con un cierto placer, pero había que hacer las cosas poco a poco. Primero las Asquith. Para suprimir a otra gente había tenido treinta y seis ocasiones: los de la banda, por ejemplo, Judy, Jicky, Bill y Betty, pero no tenían ningún interés. No eran lo bastante representativos. Los Asquith iban a ser mi ensayo general. Luego pensaba que podría arreglármelas para cargarme a un tipo importante cualquiera. No un senador, pero algo por el estilo. Pero primero tenía que pensar un poco en la manera de huir una vez muertas esas dos hembras.

Lo mejor sería simular un accidente de automóvil. La policía se preguntaría qué hacían las dos cerca de la frontera, y dejaría de preguntárselo después de la autopsia, cuando se descubriera que Jean estaba embarazada. Lou habría acompañado simplemente a su hermana. Y yo. Yo no tendría nada que ver. Luego, una vez tranquilo y el asunto liquidado, se lo iría a decir a sus padres. Para que supieran que a sus hijas se las había cargado un negro. Esto me obligaría a cambiar de aires durante algún tiempo, y luego sólo tendría que volver a empezar. Era un plan estúpido, pero cuanto más estúpidos mejor salen. Estaba seguro de que Lou se presentaría allí antes de ocho días: la tenía en mis manos. Un paseo con su hermana. Jean conducía, y entonces se mareó. Es normal, estando embarazada. Yo tendría tiempo para saltar. Seguro que allí donde íbamos encontraría un terreno adecuado para esta pequeña representación… Lou iría delante con su hermana, yo detrás. Lou sería la primera, y si Jean soltaba el volante al ver cómo me ocupaba de ella, el trabajo ya estaría hecho.

Pero este asunto del coche no terminaba de gustarme. En primer lugar, no es muy original. En segundo lugar, y sobre todo, todo terminaría demasiado aprisa. Yo necesitaba tiempo para decirles por qué, necesitaba que se vieran en mis manos, que se dieran cuenta de lo que les esperaba.

El coche, de acuerdo, pero luego. Sería el último acto. Por fin lo había encontrado. Primero las llevaría a un lugar apartado. Y allí me las cargaría. Y les explicarla por qué. Las volvería a meter en el coche, y el accidente. Tan sencillo como el plan anterior y más satisfactorio. ¿Sí? ¿Tanto como eso?

Seguí pensando en todos los detalles durante algún tiempo. Me estaba poniendo nervioso. Y luego deseché todas esas ideas y me dije que las cosas no ocurrirían tal como yo pensaba, y me acordé del chico. Y me acordé de mi última conversación con Lou. Había logrado despertar en ella algo que se iba volviendo cada vez más preciso. Y por ese algo valía la pena correr el riesgo. Si podía, el coche. Si no, daba igual. La frontera no estaba lejos, y en México no existe la pena de muerte. Creo que todo el tiempo había tenido vagamente en la cabeza este proyecto que ahora tomaba forma, y, de hecho, acababa de darme cuenta a qué correspondía.

Bebí bastante bourbon durante aquellos días. Mi cerebro trabajaba duro. Me agencié más material, aparte de los cartuchos: compré un pico, una pala y una cuerda. No sabía aún si mi último proyecto iba a funcionar. En caso de que así fuera, iba a necesitar la munición de todos modos; en caso contrario, podía serme útil lo demás. Y el pico y la pala eran un seguro para otra idea que se me acababa de ocurrir. Soy de la opinión de que la gente que prepara un golpe se equivoca al fijarse desde el principio un plan perfectamente estudiado: hay que dejar que el azar actúe un poco. Pero cuando llega el momento propicio, hay que tener a mano todo lo necesario. No sé si era un error no preparar nada preciso, pero es que cada vez que pensaba en esa historia del coche y del accidente me gustaba menos. No había tenido en cuenta un elemento importante, el factor tiempo: tendría mucho tiempo por delante y evité concentrarme en este asunto. Nadie sabía adónde íbamos y pensaba que Lou no se lo diría a nadie, si nuestra última conversación le había producido el efecto deseado. Esto lo sabría tan pronto como llegara.

Y luego, en el último momento, una hora antes de marcharme, me invadió una especie de terror, y me pregunté si encontraría a Lou al llegar. Fue el peor momento que he pasado en mi vida. Me quedé sentado a la mesa y bebí. No sé cuántos vasos, pero tenía el cerebro tan lúcido como si el bourbon de Ricardo se hubiera transformado en simple agua pura, y vi lo que tenía que hacer tan claramente como había visto la cara de Tom cuando el bidón de gasolina hizo explosión en la cocina; bajé al drugstore para encerrarme en la cabina de teléfonos. Marqué el número de conferencias y pedí Prixville, y me pusieron la comunicación en seguida. La sirvienta me dijo que iba a llamar a Lou, y al cabo de cinco segundos estaba allí.

—¿Dígame?

—Aquí Lee Anderson. ¿Cómo estás?

—¿Qué pasa?

—Jean se ha marchado, ¿no?

—Sí.

—¿Sabes adónde va?

—Sí.

—¿Te lo ha dicho ella?

La oí que se reía sarcásticamente.

—Puso un anuncio en el periódico.

La niña no era tonta. Debía de haberse dado cuenta de todo desde el principio.

—Ahora paso a buscarte —le dije.

—¿No vas con ella?

—Sí. Contigo.

—No quiero.

—Sabes perfectamente que irás.

No contestó, y yo proseguí:

—Todo es mucho más fácil si te llevo conmigo.

—Entonces, ¿para qué ir por Jean?

—Tenemos que decirle…

—¿Decirle qué?

Esta vez me tocó reírme a mí.

—Te lo recordaré durante el viaje. Haz la maleta y vente conmigo.

—¿Dónde te espero?

—Salgo ahora. Estaré ahí dentro de dos horas.

—¿Con tu coche?

—Sí. Espérame en tu habitación. Tocaré la bocina tres veces.

—Me lo pensaré.

—Hasta luego.

No esperé su respuesta y colgué. Y cogí el pañuelo para secarme la frente. Salí de la cabina. Pagué y volví a subir a casa. Mi equipaje estaba ya en el coche, y el dinero lo llevaba encima. Había escrito a la central una carta en la que les explicaba que había tenido que ir a ver a mi hermano enfermo; Tom sabría perdonármelo. No había pensado qué haría con mi trabajo de librero; tanto no me molestaba. De momento no quemaba las naves. Hasta el presente había vivido sin dificultades y sin conocer la incertidumbre, nunca, bajo ningún aspecto, pero esta historia empezaba a excitarme, y las cosas no me iban tan sobre ruedas como de costumbre. Hubiera querido estar ya allí y resolver el asunto y poder dedicarme a otra cosa. No puedo soportar tener un trabajo a medio hacer, y con esto me ocurría lo mismo. Miré a mi alrededor para comprobar que no olvidaba nada y cogí mi sombrero. Luego salí y cerré la puerta. Me quedé con la llave. El Nash me esperaba una manzana más allá. Puse el contacto y arranqué. Apenas hube salido de la ciudad pisé a fondo el acelerador y dejé correr el coche.

CAPÍTULO XVIII

La carretera estaba terriblemente oscura, menos mal que no había mucha circulación. Más que nada camiones, en dirección contraria. Hacia el sur no iba casi nadie. Yo estaba forzando el coche al máximo. El motor roncaba como el de un tractor, y el termómetro marcaba ciento noventa y cinco, pero seguí apretando y, de momento, el coche aguantaba.

Quería sólo calmarme los nervios. Al cabo de una hora de aquel fragor empecé a sentirme mejor y entonces aflojé un poco y volví a oír los chirridos de la carrocería.

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