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Authors: Elisabeth Smart

Tags: #Romántico

En Grand Central Station me senté y lloré

 

Esta novela autobiográfica, publicada por primera vez en 1945, y que muy pronto se convertirá en un verdadero libro de culto al ser traducida a numerosos idiomas, narra con un lenguaje prodigioso, lleno de imágenes tan originales como potentes, la pasión de su autora por un hombre casado del que se enamoraría incluso antes de conocerlo personalmente.

Elisabeth Smart

En Grand Central Station me senté y lloré

ePUB v1.1

betatron
05.05.2012

Título: En Grand Central Station me senté y lloré

© 1945, Elisabeth Smart

Título original:
By Grand Central Station I Sat Down and Wept

Traducción de Laura Freixas

Editorial: Periférica

ISBN: 9789492865000

A MAXIMILIANE VON UPANI SOUTHWELL

PRIMERA PARTE

Estoy en una esquina en Monterrey, de pie, esperando que llegue el autocar, con todos los músculos de mi voluntad reteniendo el terror de afrontar lo que más deseo en el mundo. La aprensión y la tarde de verano me resecan los labios, que humedezco cada diez minutos, a lo largo de las cinco horas de espera.

Pero es ella, son sus ojos los que se adelantan, de entre los vulgares pasajeros, para tranquilizarme: el autocar no ha traído desastre. Sus ojos de madona, suaves como niños, confiados como quienes ignoran el mal. Y por un momento, ante esa mirada, me siento feliz de renunciar a mi futuro, de aplazar indefinidamente el milagroso incendio. Sus ojos llueven inocencia y sorpresa sobre mí.

¿Y si fuera ella, a fin de cuentas, ella, a quien yo jamás esperé ni imaginé, la destinataria de las enrevesadas estratagemas del azar? Detrás, aparece aquel a quien he esperado tanto tiempo, aquel que insoportablemente ha cruzado a zancadas mis más nocturnos sueños, manoseando con torpeza el equipaje y los billetes, y arrastra los pies hacia el acontecimiento, que la excesiva expectación ha hecho jirones.

Pues a fin de cuentas, ella lo es todo. Nos sentamos en un bar y bebemos café. Él refiere las aventuras compartidas y dice: «Así fue, ¿verdad, cariño?», «Hice bien, ¿no crees, cielo?», y ella sonríe feliz, con una confianza que da miedo.

¿Cómo puede caminar por las calles, tan vulnerable, tan desprevenida, sin que la sigan personas y perros y perpetuas catástrofes? Pero la fe, como una enredadera, se entrelaza sobre ella protegiéndola de las miradas, como los estanques del bosque de Epping. Bien veo que puede cruzar el malévolo mundo sin que nadie la hiera, excepto los que ama. Pero yo la amo, y su silencio es propaganda para la santidad.

En coche recorremos, cantando juntos, la costa californiana, y yo de pies a cabeza renuncio a él sólo para no perturbarla. Salvaje gira la carretera por salientes de las montañas y los acantilados. El Pacífico en espasmos azules alcanza todos los superlativos.

¿Por qué no me arrojo desde este acantilado en el que enferma de luna paso horas acostada?

Sé que estos días me ofrecen asesinato como único futuro. No sólo los dedos sigilosos del frío me alejan de la acción, haciéndome aceptar la hipócrita esperanza de que puede haber algún remedio. Como Macbeth, no dejo de recordar que yo soy su anfitriona. Es pues el desayuno de mañana, más que la sangre futura, lo que me ordena una paciencia fatal. La naturaleza, ramera perpetua, distrae con lo inmediato. Semejante falacia vuelve mis ojos huidizos, y surcando la cosquilleante hierba, me arrastro de vuelta a mi cama.

Pasan pues los días de verano: sentados en la costa de California, bebemos café en los escalones de madera de nuestras cabañas.

Cañón arriba, las secuoyas y las hojas del ricino, grandes y carnosas como manos, profetizan desastre por su belleza, demasiado grandiosa. El riachuelo fluye a borbotones, brincando sobre las piedras verdes, formando lagunas donde no se baña nadie, cañón abajo hasta llegar al mar.

Pero el zumaque venenoso crece en el sendero y en todas las orillas, y es imposible entrar siquiera en el húmedo y boscoso valle sin ser envenenado. En el otoño se arrebola de escarlata, a la vez augurando la fatalidad y recordándola.

Entre los cañones se deslizan los cerros ásperos y abruptos hasta los acantilados que aíslan el Pacífico. Pasan del oro a la plata, se vuelven color púrpura, macizo, en la distancia, y se desintegran cuesta abajo en avalanchas de arena.

Junto a las puertas, gigantescas flores crecen por su cuenta: lirios, capuchinas que bajan hasta el riachuelo, rosas, geranios, fucsias, dragones, hortensias. El mar retumba. El torrente se abalanza con estruendo.

Cuando las nutrias abandonan sus juegos bajo el acantilado, aparecen las algas, que amorosas se retuercen sujetando el Pacífico. Hay serpientes de cascabel y viudas negras, y brumas que suben desde el agua. Pero los días dejan un recuerdo de sol, un recuerdo de flores.

El día engaña, pero de noche, nadie está a salvo de alucinaciones. Las leyendas aquí son de
vendetta
y suicidio, profecías y mensajes sobrenaturales. Antes de que los presidiarios construyeran la carretera, muchas mujeres empujadas por la soledad se arrojaron al océano. Se cuentan innumerables historias sobre los presidiarios: cómo a algunos la costa les volvió locos, mientras que otros, fascinados por ella, cuando hubieron cumplido su pena regresaron para casarse con muchachas del lugar.

Los largos días son un señuelo que aleja cualquier pensamiento, y yacemos como lagartos al sol, aplazando indefinidamente nuestras vidas.

Pero junto a la laguna donde nos bañamos, o en las dunas de la playa, el Comienzo acecha, incómodo, en las afueras del círculo, como una persona impopular a la que mantenemos alejada haciéndole el vacío. El silencio mismo, el mismo hecho de evitar cualquier intimidad entre él y yo —él, que cuando era sólo una palabra bastaba para causarme noches enteras de escalofríos e insomnio— lo hace aún más peligroso.

Nuestra aparente distancia gana fuerza. Impersonal, me recuesto en mi silla y digo: veo la vanidad humana; o me llena de alegría comprobar que hay cierta ternura entre ellos dos; y hasta me irrita que él le deje hacer a ella la mayor parte del trabajo, repantigado mientras ella corta leña para el horno.

Pero no hay vez en que él pase cerca de mí y yo no sienta cada una de las gotas de mi sangre brincar, reclamando su atención. Por mucho que mi mente razone que entre nosotros sólo hay neutralidad, mi corazón sabe que jamás neutralidad alguna estuvo tan llena de pasión. Un día, pasando por el sendero me rozó el pecho, y pensé: ¿le ofende este florecimiento? Y me interné entre las secuoyas rumiando y sonrojándome de rabia de estar tan obviamente marcada por la feminidad, de ser tan vulnerable a una humillación peor que la de Venus por Adonis, puramente en razón de mi sexo, accidental, pero ostensible.

Sé, ay, que él es el hermafrodita cuyo amor espía desde el manzano con un rostro de oro indefinido. Mientras conducimos por la carretera al anochecer, manteniendo una charla impersonal como un debate radiofónico, me dice: «Un chico de ojos verdes y largas pestañas, al que no había visto nunca, me llevó a la trastienda de una imprenta y allí me hizo el amor, y durante dos semanas me aprendí de memoria los números inscritos en las gorras de los revisores de autobús».

«Hay que amar a los seres cualquiera que sea su sexo», contesto, pero retiro a la oscuridad mi silueta estrepitosa, vergonzante, y me enfado con mi cuerpo, incapaz de metamorfosearse en un mozo de imprenta con axilas como cálices.

Después pasan varios días sin que intercambiemos la más mínima metáfora. El desdichado silencio parece marchitarme la lengua en la garganta y las lunas que llegan y se van sin haber sido usadas, y los soles que inútilmente derriten el Pacífico me empujan al llanto y a mi acantilado de vigilia en el extremo de la península. No le hago señas para que se acerque al Comienzo, cuyo advenimiento ciertamente inundará de sangre nuestro mundo, pero lloro ante tamaño derroche de la vida que tengo entre las manos.

Aparece en escorzo su perfil sobre la ventanilla del coche como el gráfico irregular de mi condena, despiadado como un matemático, burlándose de todos mis buenos propósitos. Ninguna hierba de estos cerros me ofrece una medicina natural, pues cuando recorro los senderos, hasta las enredaderas más humildes instigan mi conjura, y el zumaque venenoso me hinca insinuaciones que me atraviesan la suela del zapato.

Desde el recodo donde el cerro le da la espalda al mar para internarse en el secreto, en la humedad de las cosas prohibidas, contemplo desinteresada los instrumentos y el perfil de mi destino. Es la hoja de una guillotina cayendo a cámara lenta, y está claro que ningún milagro puede detener las muertes que se avecinan. Lo compruebo midiendo el tiempo, contemplando equitativamente la apariencia; pero lo veo con la imparcialidad del estadístico que suma y resta millares de muertos.

Cuando su suave sombra, que sin embargo viene, hasta de noche, erizada con todas las armas de la culpa, se proyecta inmensa en los cristales, yo la contemplo —el yo que vibra en la oscuridad continuamente— como desde un palco en un teatro. Me juro invulnerable: sin piedad calibro sus defectos; me pregunto, con lujoso desdén, quién puede caer en semejante trampa.

Pero esa inmensa sombra no es sólo mi única luna, ni es sólo, tan siquiera, mi ruina: el suyo es el advenimiento sigiloso, inocente, de la próxima generación, que a hurtadillas, en una sola noche de júbilo, se desliza, y deja un prado lleno de doncellas lamentándose, cuando su propósito ha dado fruto.

Prescindiendo de los detalles, veo también, no el rostro de un amante, que provocaría en mí coquetería o desconfianza, sino el amable perfil de una muchacha. Y eso me escandaliza, pero al fin me permite entender: me alzo fuera del palco, viril como una cobra, para tomar el mando.

Una noche me besó en la frente, mientras conducíamos por la carretera de la costa, y ahora, vaya adonde vaya, siento encima de mí, en suspenso como la espada de Damocles, el beso que jamás se dará: mi cabeza está predestinada. Me cogió la mano entre los raídos asientos delanteros del Ford, y estaba oscuro, y yo estaba mirando hacia otro lado, pero ahora esa mano proyecta en todas partes la sombra de un pulpo del que no podré escapar. La dulzura tremenda de aquel instante me sofoca; durante toda la noche galopan sobre mi corazón centauros que me hincan las pezuñas: el veneno se ha infiltrado en mi sangre. Estoy de pie en el borde del acantilado, pero el futuro ya está decidido.

Está escrito. Nada puede escapar. Ni flotando en el agua con algas en el pelo, ni golpeada por las olas contra las inaccesibles rocas, podría deshacer el acontecimiento para el cual no hubo nunca alternativa alguna. ¡Oh afortunada Dafne: te hiciste inmóvil y verde para evitar que te tocara un dios! ¡Afortunada Siringa: elegiste una leyenda en vez de un baño de sangre! Yo no pude elegir. Para mí no hubo cruce de caminos.

Estoy celosa del halcón porque puede alzarse lejos, lejísimos del mundo. Contemplo con apasionada envidia a la gaviota que se arroja en picado: quizá sea su último vuelo. En los bosques, las palomas torcaces arrullan despiadadas mi sentencia. Ellas son mis verdugos: me sentencian en el idioma que conviene al caso, la lengua del amor. Trepo montaña arriba, zafándome de las posesivas nubes que se ciernen sobre el mar, pero el veneno se extiende. Desnuda espero...

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