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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (12 page)

Ahora, tantos años después, podía decirse que era János uno de los pájaros que por la noche, y para protegerse del frío, anidaban entre las maderas y piedras de los más dispares rincones de Csejthe y otros castillos en los que estuvo acompañando a su madre y Kata. Igual que esos pájaros, hechos un amasijo de picos y plumas entre techumbres carcomidas por la humedad, cobijándose unos a otros en penumbras que creían tranquilas. Acaso ellos, los inocentes pajarillos que durante el día volaban y con la llegada de la oscuridad buscaban resguardo entre aquellas paredes, no vieron nada. O no todo. De lo contrario, también ellos, parpadeantes sus ojos fijos e inmóviles sus alas, habrían quedado paralizados por la impresión. Y, pese a todo, allí, en Csejthe y los demás castillos, se oía el trino de los pájaros. Hasta que llegaba la noche. Algunas noches. Emitían su música a modo de cántico irracional para mostrar gratitud a la vida por haber pasado un nuevo día. Y de pronto, aquellas noches, tras los primeros gritos, tras las iniciales súplicas con que se repetía el ritual, nada. Enmudecían. Como una cajita de música que se cierra de golpe. János las había visto en algún mercado de Praga. Las abrías y volvía a sonar una dulce melodía. Las cerrabas y la música cesaba. Pese a su carácter de objetos inanimados y mecánicos, diríase que habían sufrido un cierto tipo de daño. Por eso callaban. Como las piedras y los árboles. Como una larga, insospechadamente extensa lista de personas que, teniendo orejas y ojos, no oyeron y no vieron nada porque nada quisieron oír ni ver, incluso pudiendo haberlo hecho.

Cabe la posibilidad de que ésta fuese una historia no de ausencias o actos inexplicables, sino de sordera y mudez. De ceguera e instintos amordazados. Podría ser.

Porque ahí estuvo él aquellas noches de nervios y rezos dichos en un murmullo, muy pegado al pecho de Vargha, su madre, quien conforme crecían los gritos, al principio lejanos pero según iban avanzando las horas más y más próximos y nítidos, algo a lo que sin duda contribuía el silencio de la noche, que agudiza la mente de las personas en sus mínimas percepciones, rezaba ininterrumpidamente, y él, aterido de miedo y cansado por la imposibilidad de conciliar el sueño, contagiándose del estado de constante angustia en el que parecía vivir ella, la acompañaba con susurros en esos rezos murmurados en la oscuridad. Su madre ya sabía lo que significaban aquellos gritos, y que Kata, la lavandera que además de amiga era su protectora, no estuviese en el lecho que le correspondía. Allí llegaría, y a veces ni siquiera eso, a punto de concluir la madrugada, siempre llorando y en un estado de agitación tal que nadie era capaz de consolarla. Era entonces cuando Kata, secándose las lágrimas como buenamente podía, hablaba de escapar, de que había que irse de allí a toda costa y lo antes posible, de que si se quedaban un solo día más, y como a un día habría de seguir otra noche como la anterior, quizá ya fuera demasiado tarde para todo.

Por eso a János le acompañaron siempre las palabras que Kata le dijese cuando le sorprendió mirando a la Condesa, que estaba asomada a su balcón. Luego de decirle que se apartase de ella y jamás volviera a mirarla, exclamó compungida:
Mánytam lélek
!, «¡Tengo rota el alma!». Aquella frase nunca la olvidaría János, quien empezaba a adivinar por qué la lavandera decía eso.

Quienes habían visto, estaban condenados de antemano. Eran testigos.

Ella, Kata Benieczy, había visto. Veía casi todas las noches. Veía no el cuadro preciso del horror, sino sus secuelas, pero eso ya parecía motivo suficiente para estar marcada. Antes o después la Condesa en persona, o quizá alguno de sus secuaces, llamaría la atención de ésta acerca de la lavandera, sugiriendo que podría ser un peligro si se iba de la lengua. Pero, misteriosamente, Erzsébet sentía un cierto apego por la lavandera. Nadie como ella dejaba tan limpios y suaves sus vestidos de lino blanco. Nadie como ella lograba borrar las manchas de sangre que en la ropa quedaban tras las sesiones nocturnas, o en el suelo de su alcoba o en alguno de los calabozos, o a veces hasta en lugares apartados de los propios lavaderos. La Condesa continuaba haciéndole puntuales regalos a Kata, que ésta agradecía, cómo no, con grandes muestras de humildad y fingida alegría. No haberlo hecho así hubiese supuesto su inmediata desaparición. Kata caminaba junto a un precipicio, y lo hacía con los ojos vendados. A tientas. Así semana tras semana, mes a mes, año a año. Por momentos parecía que estaba a punto de perder para siempre la razón. Entonces Vargha Balintné o alguna otra de las mujeres que hubiese por allí la consolaban diciéndole que mantuviese la calma, que siguiese haciendo lo que hacía, por miserable y sacrílego que le pareciese, porque en ello le iba la vida no sólo a ella, sino a todos aquellos con los que Kata pudiese haberse confesado. Y era cierto. De haberse venido abajo la lavandera, rápidamente las sospechas hubieran recaído sobre quienes la acompañaban a diario y con las que ella tenía más confianza. Las vidas de todos pendían de un delgadísimo hilo. Por eso le suplicaban que aguantase un poco más, tan sólo un poco más. Aquello tendría que terminar de algún modo, porque el buen Dios no podía seguir consintiéndolo mucho tiempo, y entonces por fin quedarían libres de la amenaza que se cernía sobre ellos.

Cierta madrugada, recordaba Pirgist, hubo un gran revuelo cuando entró Kata en el dormitorio, tirándose sobre su jergón mientras era presa de un enorme desconsuelo. Él pudo verlo todo, parapetado tras el rebozo de su manta, que no era de suave lana, pero sí gruesa, y le libraba del intenso frío. Al parecer se había consumado lo que temían: Kata fue amenazada. Algo tuvo que contestar, quizá enmarcó un gesto de tristeza o de asco y repulsión, o se le escapó una expresión inadecuada, pero el caso es que Ficzkó, hablando en plural, le dijo que si por casualidad se enteraban de que ella había contado el menor detalle de cuanto terminaba de ver o hacer, y por tanto de lo que llevaba viendo y haciendo durante años sin apenas rechistar, no dudarían en cortarle la lengua. Kata, por lo que János llegó a oír, se explicaba entre hipidos, apretando con ambas manos su garganta, todavía no repuesta del susto que le causó aquello. Quizá le contestó a Ficzkó algo inapropiado. El caso es que protestó por algo, eso parecía ser cierto, y éste le siseó unas palabras a la Señora. Cuando ya se disponía a abandonar el lugar en el que estaban, hastiada de lo que demandaban de ella, oyó la voz de la Condesa. ¡Había olvidado por completo que también ella, Ella en persona, estaba en ese sitio!

—Mi fiel y buena Kata… —empezó a decir Erzsébet en un tono que al principio a Kata le pareció conciliador y hasta amable.

Se giró hacia su dueña haciendo una ligera inclinación con la cabeza.

—Deja ese cubo en el suelo y atiéndeme un instante… —siguió la Condesa, en idéntico tono. Ella obedeció. Debía de llevar un cubo con restos de ropa ensangrentada.

»Mírame. —Ahora Erzsébet había modificado sustancialmente su tono, pues aquello ya era una orden.

Kata elevó la vista en dirección a la Condesa. En su inocencia, aún esperaba unas palabras de ésta intentando quitar tensión al cruce de frases habido entre Ficzkó y ella. Pero lo que oyó de los labios de Erzsébet fue:

—Tú sabes bien que si eso ocurriera, que si por un azar contases cualquier cosa, no sería sólo la lengua lo que perderías. —La Condesa dibujó una amplia sonrisa en su boca, y al poco siguió—: Eso sería sólo lo primero que perderías. Yo misma te arrancaría, uno a uno, hasta el último miembro de tu cebado cuerpo. Lo haría con mis propias manos. Lo sabes, ¿verdad?

Seguía sonriéndole.

Kata, presa del terror, le aseguró a la Señora que podía contar con su mutismo.

—Así es como debe obrar mi lavandera, a la que saqué del arroyo y la indigencia, y por cuya salud, y la de sus bonitas hijas, tanto me he preocupado durante estos años… —Ahí dejó suspendida su asertación.

Acababa de amenazar a sus niñas, aunque de modo elíptico, sinuoso. Kata, intentando sobreponerse a la impresión, asintió con otra inclinación de cabeza al tiempo que pensaba que, por fortuna, sus dos hijas se hallaban muy lejos de allí. Hacía casi medio año que partieron. Pero, como si le leyese el pensamiento, la Condesa añadió, casi cuando Kata se disponía a cerrar la puerta:

—Aunque esas adorables criaturas estén en un remoto confín de nuestros dominios, bastaría con que hiciese sonar los dedos de una mano para que cualquiera de mis primos las buscase hasta el mismísimo infierno y me enviara sus lindas cabecitas en un saco, para que se las diéramos a los perros.

Kata se desmoronó, pretendiendo suplicar a la Condesa, pero ésta no le permitió acercarse. Con un gesto seco le gritó:

—¡Ahora, vete ya!

Kata obedeció. Minutos después, al contarlo en el lavadero, reconoció su consternación y disgusto por aquel episodio, así como la enorme angustia que le había producido oír dicha amenaza. Rogó a las allí presentes, cuatro o cinco de las mujeres que la ayudaban a lavar, que por lo más sagrado del mundo no dijesen absolutamente nada de todo ello a nadie. Ni siquiera a los maridos de dos de ellas, que vivían dedicados a tareas agrícolas en el pueblo de Csejthe, situado a las faldas del castillo, pues la seguridad de todos estaba en juego. La tranquilizaron diciendo que no se preocupase, pues ya sabían. Claro que sabían. Esas mujeres, al igual que la madre de János, también podían oír los alaridos de dolor que llegaban, en plena noche, de algunas dependencias del castillo. Sentían idéntico miedo al suyo, y podía confiar en ellas. Luego rezaron juntas durante un rato.

Después la madre de János entró en el jergón, ciñendo su cuerpo contra el de él. Tenía la cara llena de lágrimas y le decía una y otra vez:

—Duérmete, mi pequeño, duérmete. No pasa nada. Y le acariciaba el cabello para tranquilizarlo.

Pero él la oía rezar en un tenue murmullo durante largo rato. Hasta que se quedaba dormido con ese grato ronroneo zumbándole en el oído. De hecho, se sentía protegido. Su mente de niño le decía que estando allí su madre, que era tan trabajadora y buena, así como el resto de mujeres, no podía ocurrirle nada malo.

Al llegar el nuevo día, y eso era lo sorprendente, abría los ojos esperando hallar muestras de lo que allí había sucedido horas antes, pero todo era diferente. Las mujeres iban de aquí para allá parloteando de sus cosas, algunas incluso aparentando alegría. ¿Cómo era posible aquello? Cantaban y hacían bromas, incluida Kata, cuando apenas unas horas antes él la había visto rezar, descompuesto el rostro y santiguándose a cada momento, como si con ese gesto quisiera darse ánimos en sus letanías.

János entonces aún no alcanzaba a pensar que si hacían eso era para olvidar. Porque su cordura no habría podido resistir mucho tiempo de dejarse vencer por el miedo.

Él, triste y cada vez más taciturno, se levantaba y se ponía a deambular por cualquier parte. Haciéndose, también a su manera, el ciego, el sordo, el mudo, el tonto. No respondiendo siquiera, muchas veces, cuando alguien de los de arriba se le dirigía preguntándole algo. Más bien al contrario. Se quedaba allí como una estatua y como si no comprendiese absolutamente nada de cuanto le preguntaban. Y si éstos insistían, diciéndole:

—Pero niño, ¿es que no sabes hablar? —Aunque eso se lo dijeran en actitud cariñosa, él salía del lugar como una flecha.

—¡Ese crío parece un gato! —oía a sus espaldas, temiendo siempre que fuesen tras él, lo cogieran y lo llevasen arriba, a las habitaciones de la Condesa y sus ayudantes. Porque para János todos los adultos del castillo, todos sin excepción salvo su madre, Kata y las otras lavanderas, eran de los de «arriba». Y ellos sí sabían. Ellos por fuerza sí habían visto y oído. Tenía razón, pero sólo a medias. Eso no llegó a comprenderlo hasta mucho más tarde, cuando ya era casi todo un hombre. De momento, como esa decena escasa de mujeres y un par de
haiducos
con los que él las había visto hablar, y a los que ellas se referían diciendo que también ellos estaban asustados, se limitaba a sobrevivir. A ese par de
haiducos
, cuando se dirigían a él preguntándole cualquier cosa, sí les respondía, aunque con breves monosílabos.

El pequeño János iba creciendo entre aquellos muros, atento y esquivo. Incólume ante las inclemencias del tiempo y por completo ajeno a la gradual evolución de las diferentes estaciones del año. Hoy gruesas gotas de sudor perlaban su frente, mañana repentinas tiritonas de frío le hacían temblar de arriba abajo, pasado mañana un suave bienestar le abocaba a sentirse reconciliado con todo, aunque siempre en guardia. Él seguía observando con discreta atención cuanto acontecía a su alrededor. Veía sin mirar. O miraba sin ver, pues en el fondo no quería ni ver, ni mirar, ni entender. Sólo salir, huir de allí. Pero mientras su madre estuviese en Csejthe era imposible hacerlo. Para distraerse dejaba vagar su vista por las lomas frondosas de los alrededores, o seguía el vuelo de los pájaros. Y de repente se ponía tenso como la cuerda de un instrumento musical o como el palo de un arco al ver un gato. Él, a quien en broma llamaban de ese modo por sus correrías y silencio. Sabía que eran los gatos de la vieja Darvulia. Gatos negros y altivos que paseaban por allí como si fuesen los señores de aquel lugar. Pocas veces, no mas de cinco, había logrado ver, siempre de lejos, a la encorvada y siniestra Darvulia, quien, se rumoreaba, estaba constantemente junto a la Condesa.

Pero pasó algo.

Fue una de esas mañanas en las que se despertó un poco antes de la hora usual, en la que se iniciaba la vida cotidiana del castillo. Era aún casi madrugada y, despistado, atisbó por uno de los ventanucos que tenían los dormitorios de las lavanderas. De repente vio algo que se movía entre las sombras. La luz aún no permitía distinguir con detalle, y menos a esa distancia. Parpadeó, frotándose los ojos. Contuvo el aliento.

Ahora, cruzando el patio del castillo en el que todos aún dormían, creyó distinguir la silueta de esas dos mujeres que siempre acompañaban a la Condesa, Jó Ilona y Dorkó. Entre ambas llevaban a cuestas una especie de saco. Por un momento dio la impresión de que iba a caérseles. Se reprocharon algo una a la otra. Ficzkó, que iba detrás de ellas, les conminó con un gesto de mando a que bajaran la voz. A los pocos minutos volvieron a pasar por el patio, pero en dirección contraria. Y de nuevo al poco tiempo volvían a salir con otro enorme saco que a duras penas conseguían arrastrar. Esta vez iba junto a ellas la vieja Darvulia, quien con su bastón azuzaba a varios de sus gatos para que dejasen de olisquear y maullar en torno al saco.

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