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Authors: Kristina Ohlsson

Tags: #Intriga

Elegidas (8 page)

Nora soltó el cuchillo y corrió hacia el televisor.

—¡Oh, Dios mío! —susurró mientras sentía las palpitaciones de su corazón—. Ya ha empezado.

Terminó de escuchar las noticias antes de apagar el aparato y luego se hundió en el sofá. Las palabras que acababa de oír fueron penetrando poco a poco en su conciencia, una tras otra. Juntas formaban frases completas que originaban un eco violento de un tiempo que había intentado dejar atrás con todas sus fuerzas.

«El tren, Muñequita —susurraba el eco—. No te imaginas lo que la gente olvida allí. Y no te imaginas la poca atención que prestan los demás. Los que no olvidan nada sólo viajan. Es lo que se hace en el tren, Muñequita. Con él viajas. Y cuando viajas tampoco ves nada.» Se quedó sentada en el sofá hasta que sintió una punzada de hambre y recordó el bocadillo que estaba preparando. Fue entonces cuando decidió lo que iba a hacer. Encendió de nuevo el televisor y buscó el teletexto. El número de la policía para aportar pistas aparecía en la noticia sobre la niña desaparecida. Grabó el número en su móvil. Les llamaría más tarde; no desde el móvil, naturalmente, sino desde una cabina.

Nora miró a la calle con precaución desde detrás de las cortinas. Si al menos dejara de llover…

13

Alex Recht se despertó poco después de las seis, casi una hora antes de que sonara el despertador. Salió con cuidado de la cama para no despertar a Lena, su mujer, y abandonó la habitación con sigilo para prepararse el primer café del día.

La luz de la mañana iluminaba la casa, si bien el sol ya se había refugiado detrás de una masa compacta de nubes. Alex ahogó un suspiro mientras echaba café en el filtro de la cafetera. No, lo cierto es que no recordaba haber vivido un verano peor que aquél. Dentro unas semanas disfrutaría de sus vacaciones, y si el tiempo no mejoraba, sería como malgastarlas.

Escéptico con la previsión meteorológica, abrió la puerta y constató que aún no había empezado a llover, así que salió deprisa a buscar el periódico. Lo abrió antes de volver a entrar. Un titular sobre la desaparición de Lilian Sebastiansson le saltó a los ojos desde la portada. «Una niña de seis años desapareció ayer…» Fantástico, incluso a los grandes periódicos les había dado tiempo de sacar la noticia.

Alex cogió su taza de café y el periódico y atravesó el pequeño y oscuro recibidor pintado de azul para dirigirse a su despacho. Lena había elegido el color; Alex había mostrado ciertas dudas.

—¿No parecen las habitaciones más pequeñas si las pintas de color oscuro? —había comentado.

—Sí, quizá —respondió Lena—. Pero da igual. ¡Quedan tan bonitas!

Alex se dio cuenta de que le sería difícil rebatir ese argumento, así que capituló de inmediato. A su hijo le tocó pintar, y la verdad es que había quedado bonito y angosto, pero ése era un tema tabú.

Alex se sentó al escritorio en su gigantesca silla de trabajo, que era como un pequeño sillón con ruedas. Lo había heredado de su abuelo y no pensaba deshacerse nunca de él. Dio unas palmaditas en el apoyabrazos, satisfecho. Además de ser bonito, era cómodo. En breve, la silla y Alex celebrarían treinta años juntos. Treinta años. Era mucho tiempo para una silla. Era muchísimo tiempo en todos los sentidos, pensó Alex. Incluso más tiempo del que llevaba casado con Lena.

Se reclinó en la silla y cerró los ojos.

No se sentía descansado. No había dormido bien y por primera vez en muchos años había tenido pesadillas. Por mucho que quisiera achacarlo al mal tiempo, él sabía que aquellos sueños tenían otro origen.

Alex era muy consciente de que, con el paso de los años, se había convertido casi en una leyenda dentro del cuerpo. En general, consideraba que se merecía aquella reputación. Por su escritorio habían pasado más investigaciones y casos de los que podía contar, y había resuelto la mayoría. Nunca solo, aunque a menudo había sido él quien había dirigido la investigación. Igual que esta vez.

Pero ahora sentía que habían pasado los años. Se hablaba de fijar la edad de jubilación para los policías a los sesenta y un años, y si bien en un principio Alex había considerado la propuesta de ridícula, había cambiado de opinión. Para una institución como la policía no podía ser bueno tener a un montón de funcionarios viejos y cansados. Era importante renovar la sangre de la organización.

A lo largo de sus años en la policía, Alex había visto a más personas desesperadas de las que podía recordar. Sara Sebastiansson era la última de ellas, pero aún no había mostrado una desesperación auténtica. Mantenía la calma de una manera que a Alex le resultaba extraña. Era obvio que por dentro debía de estar destrozada, pero se esforzaba por que no se le notara. Era como si pensara que si por un segundo, un solo segundo, demostraba el pánico que sentía, el mundo se derrumbaría a sus pies y perdería a su hija para siempre. Por lo que Alex sabía, ni siquiera había llamado aún a sus padres.

—Lo haré mañana, si Lilian no ha vuelto para entonces —había dicho.

Ya era por la mañana y que Alex supiera, no habían dado con Lilian. Miró el móvil. Ninguna llamada perdida, ninguna novedad.

Había algunas cuestiones básicas a tener en cuenta cuando un niño desaparecía. A la mayoría, la gran mayoría, se les encontraba. Antes o después. Y «después» no solía ser más de unos días. Así ocurrió, por ejemplo con el caso del niño de Ekerö el año anterior, un caso en el que Alex se vio implicado precisamente por haber trabajado con niños desaparecidos a lo largo de su carrera. El niño, de unos cinco años, se había escapado de la casa de campo de la familia porque los padres se peleaban, y tanto se alejó que no supo volver.

Lo encontraron durmiendo bajo un gran abeto a unos kilómetros de la casa, dentro de los límites del radio donde esperaban hallarlo. Lo llevaron con sus padres a primera hora de la mañana y lo último que Alex oyó al abandonar la pequeña cabaña fue la furibunda y amarga pelea de los padres sobre quién tenía la culpa de que el niño hubiera desaparecido.

Claro que también había trabajado en casos que lo habían atormentado: criaturas a las que les habían sucedido cosas tan terribles durante la desaparición, que cuando se las devolvían a los padres ya no eran la misma persona. Alex recordaba especialmente a una niña, en la que siempre pensaba cuando se enfrentaba a un caso de desaparición de un menor. Había estado en paradero desconocido durante varios días, hasta que un automovilista la encontró en una cuneta. Permaneció más de una semana inconsciente en el hospital, y nunca pudo explicar los detalles en torno a su desaparición ni lo que le había ocurrido. Tampoco era necesario. Las heridas de su cuerpo atestiguaban claramente qué tipo de canalla la había secuestrado y, a pesar de que médicos, psicólogos y sus bien intencionados padres hicieron todo cuanto estaba a su alcance para curar sus heridas, tenía el alma desgarrada y ningún medicamento o palabra en este mundo podía sanarla.

La niña creció, pero por dentro era una persona herida y mutilada, en constante conflicto con su entorno, tanto en casa como en la escuela. Se sentía marginada. No acabó el bachillerato y antes de alcanzar la mayoría de edad, se marchó de casa y se prostituyó. La devolvían una y otra vez a sus padres pero al final siempre desaparecía. Antes de cumplir los veinte años murió de una sobredosis de heroína. Alex recordaba que lloró en su despacho al enterarse.

La tarde anterior había sentido una necesidad imperiosa de ver personalmente a Sara Sebastiansson, y por eso fue con Fredrika Bergman a su casa. Temía que Fredrika se tomara aquello como una prueba de que infravaloraba su capacidad. En cierto modo era así, no se fiaba de ella, pero ésa no era la razón por la que quiso acompañarla. No, sólo quería hacerse una idea más precisa del caso. Y lo había conseguido.

Primero pasaron unos minutos a solas con Sara y después llegó su nuevo amigo, Anders Nyström. Éste no tenía antecedentes, pero de todas formas, Fredrika lo había sometido a un breve interrogatorio en la cocina mientras Alex hablaba con Sara en la sala de estar.

Sus palabras le dejaron preocupado.

Sara no tenía enemigos. Al menos que ella supiera.

Por otra parte, tampoco parecía tener muchos amigos.

Le explicó que su ex marido la había maltratado, pero que aquello pertenecía al pasado, y que ni por asomo creía que fuera él quien había secuestrado a la niña. Por eso decidió no explicar lo del maltrato a Fredrika en la primera conversación que mantuvieron. No quería enfocar la investigación de la policía en la dirección equivocada, según dijo.

Alex no la creyó en ningún momento. Tan pedagógicamente como pudo y sin mostrarse demasiado arrogante, le aclaró, en primer lugar, que no era asunto de Sara valorar las diferentes vías de la investigación, en el caso de que hubiera más de una, y segundo, que no creía que su ex marido la hubiera dejado en paz. Le costó un poco convencerla pero al final consiguió que ella le enseñara sus antebrazos, que trataba de ocultar de forma evidente con las mangas del jersey. Tal como Fredrika había sospechado, mostraban claras señales de violencia física. En el brazo izquierdo se distinguía una herida que parecía muy dolorosa, con contornos definidos. La piel tenía un color rojo anaranjado y Alex pudo ver marcas de ampollas que se estaban secando. Sin duda, quemaduras.

—Me quemó con la plancha justo antes de separarnos —le explicó Sara en voz baja y con la mirada perdida en un punto por encima del hombro de Alex.

Él le cogió con suavidad el brazo y le dijo con firmeza:

—Tienes que denunciarlo, Sara.

Ella volvió despacio la cabeza y lo miró directamente a los ojos.

—Él no estaba.

—¿Perdona?

—¿No has leído los informes de la policía? Él nunca está cuando ocurre. Siempre hay alguien que puede asegurar que se encontraba en otra parte.

Y volvió a apartar los ojos de Alex.

Le causó una enorme impresión ver las heridas de Sara Sebastiansson. Para su enojo y preocupación, el ex marido no lo había llamado en toda la tarde. Alex había enviado un segundo coche patrulla a su domicilio, pero al parecer la casa continuaba a oscuras y nadie contestaba a las llamadas. Fredrika había asumido la labor de ponerse en contacto con la madre de Gabriel Sebastiansson al día siguiente y también de llamarlo a su trabajo. Alguien tenía que saber dónde estaba.

Sentado en la vieja silla de su abuelo, Alex sentía crecer la ira en su interior. Había unas reglas básicas con las que se había criado y que había aprendido a respetar a lo largo de sus casi cincuenta años de vida. A las mujeres no se las pegaba. A los niños no se les pegaba. No se mentía. Y había que cuidar a la gente mayor.

Sintió un escalofrío al recordar las quemaduras.

¿Por qué motivo alguien hacía algo así?

A Alex le indignaba la tendencia política que había en el país de hablar sobre «la violencia de los hombres contra las mujeres» cada vez que salía a la palestra un caso de violencia doméstica. Asimismo, otras simplificaciones similares eran absolutamente impensables. Por ejemplo, en una ocasión un compañero había asegurado en una conferencia que «la tendencia de los extranjeros a no respetar las leyes, normas y reglas supone un precio incalculable que la sociedad debe pagar». Aquel comentario casi le costó el puesto. Al decir eso, la gente podría pensar que todos los extranjeros elegían vivir al margen de las reglas de la sociedad, y eso no era cierto.

«No —pensó Alex—, no es cierto.» Como tampoco lo era que todos los hombres pegasen a las mujeres o que todos los padres pegaran a sus hijos. Algunos hombres pegaban a las mujeres; muchísimos no lo hacían. Si no partían de ese punto, nunca conseguirían resolver el problema.

La tarde anterior no se había vuelto a reunir con su equipo; consideró que no había motivo para ello. Alex había hablado con Peder para informarle de la situación después de abandonar la vivienda de Sara Sebastiansson junto a Fredrika. Alex no era tonto y se daba cuenta de que Peder tenía una necesidad casi infantil de demostrar sus cualidades, y le preocupaba que aquello pudiera influir negativamente en su criterio si se sentía presionado. Asimismo, no quería fijarle límites, ya que había demostrado unas ganas de trabajar modélicas, además de poner toda su energía en el caso.

No habría estado mal que Fredrika tomara ejemplo, pensó, adusto.

Echó un vistazo al reloj: eran casi las siete. Debía vestirse y salir para el centro. Era un lujo vivir en Resarö, cerca de la ciudad pero, a la vez, lejos de ella. No cambiaría su casa por ninguna otra. Había sido una ganga, como dijo su querida Lena cuando la compraron unos años atrás. Alex se levantó de la silla y atravesó el recibidor azul para ir a la cocina. Cuando un momento después entró en la ducha, la primera lluvia de la mañana había empezado a repiquetear contra el cristal de la ventana.

14

Casi cada hora partía un tren de Göteborg con dirección a Estocolmo. Los padres de Sara Sebastiansson cogieron el que salía a las seis de la mañana. Aquél no era su primer viaje urgente desde una costa hasta la otra, pero sí uno de los más dolorosos. Más de una vez habían tenido que salir corriendo de su casa para hacerse cargo de Lilian, mientras Sara se restablecía de sus heridas lo más rápido posible. En consecuencia, no habían querido tener contacto con su yerno tras el primer maltrato y habían intentado por todos los medios que Sara se separara de él. Le habían suplicado que se fuera a vivir a la costa oeste de nuevo, pero ella siempre se había negado. No iba a permitir que Gabriel le arrebatara más cosas en la vida, les había respondido. Hacía quince años que no vivía en Göteborg y nunca regresaría allí. Nunca. Ahora su vida estaba en Estocolmo.

—Pero, Sara, querida —le decía su madre al tiempo que rompía a llorar—. Imagina que te da una paliza y te mata. Piensa en Lilian, Sara. ¿Qué ocurrirá con ella si tú mueres?

Pero Sara se rebeló contra las lágrimas de su madre y continuó oponiéndose.

¿Había hecho bien?

Sentada a la mesa de la cocina la primera mañana después de la desaparición de Lilian, se preguntaba si no habría cometido un error de una magnitud inconmensurable, y si sería Gabriel quien se había llevado a Lilian. Aquel malnacido había hecho cosas horribles, nunca directamente contra Lilian pero sí de forma indirecta: más de una vez la niña se había despertado de su sueño infantil a causa de los gritos de dolor de su madre en la estancia contigua.

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