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Authors: Kristina Ohlsson

Tags: #Intriga

Elegidas (40 page)

El domingo Fredrika Bergman se despertó con la cabeza embotada. Alargó el brazo para coger el despertador. Aún faltaban diez minutos para que sonara. Apretó la cabeza contra la almohada. «Tengo que descansar. Tengo que descansar», se repitió.

Al abandonar el piso una hora después, recordó que aún no se había ocupado del mensaje que habían dejado los del Centro de Adopción. Se justificó diciéndose que era una decisión demasiado importante para pensar en ella mientras estaba inmersa en una investigación policial tan compleja.

Fredrika se concentró en el trabajo y decidió ir directamente a casa de Magdalena Gregersdotter, así que la llamó desde el coche para avisarla. Hizo hincapié en que tenía que hablar con ella a solas.

Una mujer alta y morena le abrió la puerta.

—¿Magdalena? —preguntó Fredrika al darse cuenta de que no tenía ni idea del aspecto que tenía la madre de Natalie.

—No —respondió la mujer al tiempo que le tendía la mano—. Soy Esther, su hermana.

Esther le indicó el camino hasta la sala de estar.

«Todo recogido y limpio —pensó Fredrika—. Esta familia detesta cualquier forma de desorden.» En sintonía con su propia visión del mundo.

Permaneció sola en el centro de la sala. Cuántas casas se abrían cuando la policía llamaba a la puerta. Qué capital de confianza tenía el cuerpo de policía en todos los hogares del país. Le dio vértigo sólo de pensarlo.

Magdalena Gregersdotter entró en la estancia y Fredrika regresó de golpe a la realidad.

Al instante se percató de que Magdalena era una mujer completamente distinta de Sara Sebastiansson, una mujer que nunca se pintaría las uñas de color azul y cuyo porte y carisma testificaban que tenía un pasado y unas experiencias muy diferentes de las de Sara. Si le explicaba que había abortado en el cuarto de baño de sus padres, Fredrika tendría dificultades para creerla.

—¿Podemos sentarnos? —preguntó suavemente.

O por lo menos esperaba haber parecido suave. Era consciente de lo dura que podía ser en ciertas situaciones.

Se sentaron. Magdalena en la punta del sofá. Fredrika en un enorme sillón con unos dibujos extraños que contrastaban con el blanco de las paredes. Fredrika no sabía decir si era bonito u horrendo.

—¿Habéis… llegado a alguna conclusión? —La mirada de Magdalena era de súplica—. Quiero decir… con la investigación. ¿Habéis encontrado a alguien?

Alguien. Aquella mágica palabra que todo policía perseguía. Encontrar a alguien. Apresar a alguien. Pillar al responsable.

—No hemos identificado a ninguna persona en concreto, pero trabajamos con una teoría que juzgamos muy beneficiosa para la investigación. —Magdalena asintió. Bien, bien, bien—. Y por eso estoy aquí —continuó Fredrika—. En realidad sólo tengo una pregunta que hacerte —observó buscando la enturbiada mirada de Magdalena. Hizo una estudiada pausa para asegurarse de que había cautivado toda su atención—. Es una pregunta muy personal y tengo ciertos reparos, pero…

—Contestaré a todo —la interrumpió Magdalena con voz resuelta—. A todo.

—Bien —dijo Fredrika, que se sentía extrañamente tranquila—. Bien. —Respiró hondo—. Me gustaría saber si has abortado alguna vez.

Magdalena la miró fijamente.

—¿Abortado? —repitió.

Fredrika asintió con la cabeza.

Magdalena no apartó la vista.

—Sí —contestó con voz ronca—. Pero fue hace muchísimo tiempo. Casi veinte años. —Fredrika esperó—. Acababa de irme de casa. Salía con un hombre quince años mayor que yo y casado, aunque me había prometido que dejaría a su mujer. —Magdalena rió con amargura—. Pero, claro, las cosas no fueron así. Por el contrario, le entró el pánico cuando le dije que estaba embarazada. Me gritó que tenía que deshacerme de él de inmediato. —Meneó la cabeza—. No podía hacer mucho más. Aborté y no volví a verlo nunca más.

—¿Dónde se practicó el aborto?

—En el hospital de Söder —respondió Magdalena enseguida—, pero estaba de tan poco que tuve que esperar unas cuantas semanas.

Fredrika se dio cuenta de que la mirada de la otra mujer se enturbiaba de nuevo.

—Fue muy extraño. La intervención no tuvo éxito, pero no se dieron cuenta, así que me fui a casa creyendo que ya no llevaba el feto en mi vientre aunque no era así. Unos días más tarde empecé a encontrarme muy mal y tuve un aborto espontáneo. Mi cuerpo expulsó el feto. Creo que ésa es la razón por la que después no pude quedarme embarazada. La infección que padecía después me dejó estéril.

Las dos mujeres se quedaron calladas. Fredrika tragó saliva buscando las palabras que necesitaba para formular la pregunta decisiva:

—¿Dónde abortaste? —preguntó en voz baja.

Sin comprender, Magdalena frunció el ceño.

—¿Dónde perdiste al niño? —susurró Fredrika.

La expresión de Magdalena cambió por completo y se puso una mano sobre la boca, como para acallar un grito.

—En el baño de mis padres —sollozó—. Perdí al niño donde dejó a Natalie.

Peder Rydh estaba furioso cuando llegó el domingo al trabajo. La única cosa positiva en la que podía pensar era que había hecho feliz a Jimmy al llamarlo camino de la jefatura.

—¿Tarta pronto, Pedda? —gritó su hermano al teléfono.

—Tarta pronto —confirmó Peder—. Tal vez mañana.

«Si es que hay motivo de celebración», añadió en silencio para sí mismo.

El mal humor de Peder no mejoró al enterarse de que Ellen aún no había conseguido lo que le había pedido.

—Estas cosas llevan su tiempo. Por favor, ten un poco de paciencia —se justificó.

Peder no soportaba que le dijeran eso, pero nunca antes había discutido con Ellen y no quería discutir ahora. Así que prefirió volver a su despacho antes de decir una tontería.

La noche no le había aportado la misma paz interior que la anterior. Había dormido en el sofá, cosa que nunca antes había ocurrido. Por un momento, sopesó la posibilidad de ir al centro donde vivía Jimmy y dormir allí, pero llegó a la conclusión de que confundiría a su hermano.

La falta de sueño convertía a Peder en un ser irracional, y él era consciente de ello. Por ese motivo no había intercambiado ni una sola palabra con Ylva antes de salir de casa por la mañana y empezó la jornada de trabajo tomando dos buenas tazas de café.

Se sentó al ordenador e hizo varias búsquedas en diferentes registros, pero pronto se dio cuenta de que así era imposible conseguir nada. No tenía acceso libre a los registros y a algunos ni siquiera podía acceder.

Abrió su archivador y sacó todo el material que había recopilado hasta entonces. Volvió a hacerse las mismas preguntas que todos se hacían en los últimos días. «¿Qué sabemos? ¿Y qué es lo que tenemos que saber para resolver este caso?»

Creían haber descubierto el porqué: a las mujeres se les infligía un castigo por haber abortado en algún momento de su vida. Aquello encajaba con la frase: «Las mujeres, si no aman a todos los niños igual, no deben tener ninguno». Al principio, Peder había interpretado esas palabras en el sentido de que el hombre quería castigar a todas las mujeres que no amaban del mismo modo a todos los niños del mundo, pero ahora sabía que estaba equivocado.

Lo que el grupo de investigación no sabía era
cómo
elegía a esas mujeres entre todas las de Suecia que también habían abortado y después tenido hijos. ¿Era el propio asesino el padre de los niños «descartados»? Peder lo juzgó improbable. El asesino estaba, o había estado, en el entorno de la vida de las mujeres cuando éstas abortaron. Podía ser un médico, por ejemplo…

A no ser que las encontrara después, a través de viejos historiales clínicos o algo parecido. En ese caso, no era necesario que las conociera cuando abortaron.

Peder suspiró. Había una enorme cantidad de alternativas entre las que elegir.

Volvió obstinado a sus anotaciones.

Varios indicios sugerían que el hombre que buscaban podía estar relacionado de alguna manera con el ámbito sanitario, por ejemplo con un hospital. Por una parte estaban los restos de talco de los guantes de hospital, por otro, los medicamentos a los que parecía tener acceso. Calmantes, algunos letales.

Peder reflexionó. Los fármacos en sí no eran extraños. Seguro que se podían encontrar en todos los hospitales de Suecia. Pero no todos tenían empleados que hubieran cumplido condena en la cárcel acusados de cometer graves delitos de maltrato. ¿Existía un control de esas personas? Y en tal caso, ¿trabajaría el hombre que buscaban en un hospital con identidad falsa?

Peder lo dudaba. En un hospital tenía que aplicarse por fuerza un método de control. A menos que hubiera cambiado de nombre legalmente.

Leyó y releyó sus datos. En su cabeza se repetía una y otra vez la frase: «Tengo que controlar esto». Se convirtió en un mantra, una boya a la que agarrarse. Ahí fuera, en alguna parte, estaba el hombre que buscaban. Sólo había que encontrarlo.

Peder no tenía ni idea de cuánto tiempo estuvo absorto en sus cavilaciones cuando Fredrika llamó para confirmarle sus suposiciones: que Magdalena Gregersdotter también había abortado muchos años atrás. Peder consideró que la relación con el cuarto de baño de Bromma era tan trágica como fascinante.

Media hora después, Fredrika entraba en su despacho. Tenía un aspecto distinto, llevaba tejanos, una americana de pana y un sencillo top debajo. Se había apartado el pelo de la cara y lo llevaba recogido en una coleta, y además, apenas iba maquillada. A ojos de Peder estaba asombrosamente guapa.

—¿Tienes un momento? —preguntó ella.

—Claro —respondió Peder.

Fredrika se sentó al otro lado de la mesa. En la mano sostenía un montón de papeles.

—He recibido por fax los historiales médicos de las mujeres —dijo haciendo un gesto con los documentos—. Desde que abortaron.

Peder recuperó la energía de golpe.

—¿Tú también crees que el asesino trabaja en un hospital?

—Creo que el asesino, de una manera u otra, trabaja o ha trabajado en la sanidad. Y creo que es en ese ámbito donde las mujeres pueden haberlo conocido. No es necesario que haya sido en persona, aunque de todas maneras, me inclino a pensar que fue así. Y asimismo creo que por eso no lo recuerdan, porque no tuvo un papel relevante en su aborto.

—Un hombre en su entorno —murmuró Peder.

—Exacto —convino Fredrika, que lanzó la mitad del montón de papeles sobre la mesa de Peder—. ¿Hacemos esto juntos mientras aguardas a que Ellen te dé los documentos que le has pedido? Quién sabe, tal vez éste sea el atajo que estábamos buscando.

El calor en el despacho de Ellen cada vez era más agobiante. Tenía la sensación de que el desodorante se había evaporado y que empezaba a sudar. No cabía duda: estaba nerviosa. Siempre sudaba cuando se ponía así.

¿Por qué no la llamaba Carl? ¿Y por qué había decidido ella esperar hasta última hora para llamar a los hospitales? La noche le resultaba indescriptiblemente lejana.

Estaba a punto de echarse a llorar por la angustia. ¿Qué había ocurrido? Pasó la mano por el ramo de flores que Carl le había enviado hacía unos días. Ellen tenía tanto amor que ofrecer que no entendía por qué él tenía que hacerlo todo tan difícil.

«Soy una persona inestable», pensó con una sonrisa, aunque cada vez le resultara más difícil convencerse de que todo era una casualidad.

Después sintió cómo su angustia y tristeza se convertían en irritación pura y afilada. Podía comprender que Carl no la llamara, pero ¿por qué no contestaban los niños a sus mensajes? ¿Acaso no se daban cuenta de que eso la inquietaba?

Era cerca del mediodía, de manera que estaba segura que no dormían. Levantó el auricular de la mesa y marcó el número del teléfono fijo de su casa. Dejó que sonara veinte veces, pero nadie respondió.

La intranquilidad se apoderó de ella. A las once de la mañana los niños no estaban durmiendo, no le cabía duda, pero tampoco habrían salido de casa. ¿O es que estaba tan agobiada que había olvidado alguna de sus actividades? ¿Alguna sesión de gimnasia o un entreno de fútbol?

Ellen intentó trabajar un rato. Seguía esperando los documentos de Peder. Un poco más tarde llamó otra vez a casa. No obtuvo respuesta. Llamó a los dos niños a sus respectivos móviles. Ninguno contestó.

Permaneció sentada a su mesa en silencio. Estaba preocupada por los niños y también por Carl, que no daba señales de vida. Miró las flores sobre su mesa y pensó en todas las confidencias que habían intercambiado Carl y ella. Él le había confesado lo importante que era para él. Le había dicho que ella le daba «todo lo que necesitaba».

De pronto, Ellen se dio cuenta de que todo estaba relacionado, y dejó de sentirse intranquila e irritada. Ellen estaba aterrorizada.

61

Alex Recht acababa de colgar el teléfono cuando Peder y Fredrika cruzaron el umbral de la puerta y se quedaron delante de su mesa. Como dos colegiales. Alex sonrió.

—Supongo que también habéis oído las buenas noticias.

Peder y Fredrika se miraron uno al otro.

—Lo hemos encontrado —aclaró Alex.

Fredrika y Peder abrieron los ojos como platos.

—Pero ¿cómo es posible?

—Sencillo —respondió Alex, satisfecho—. Intentó coger un avión hacia Alemania desde Copenhague, pero lo interceptaron en el control de pasaportes. La Interpol nos ayudó, por los pelos, a bloquear su pasaporte.

—Perdona, pero ¿de quién estás hablando? —preguntó Peder, confuso.

Alex frunció el ceño.

—De Gabriel Sebastiansson, ¿de quién voy a hablar si no?

Fredrika dejó escapar un pesado suspiro antes de tomar asiento en una de las sillas para las visitas de Alex.

—Creíamos que te referías al asesino de Lilian y de Natalie —dijo en voz baja.

—No, claro que no —replicó Alex irritado—. Ni siquiera lo hemos identificado.

Peder y Fredrika se miraron de nuevo.

—Bueno, quizá sí —observó Peder.

Alex le hizo un gesto para que se sentara.

Fredrika iba a decir algo cuando Ellen irrumpió en el despacho.

—Perdonad —dijo con la voz ahogada—. Tengo que ir a casa a hacer un recado. Volveré enseguida.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Alex, preocupado—. Lo cierto es que ahora te necesitamos aquí…

—Sí, ya lo sé —suspiró Ellen—, pero los niños no contestan a ninguna de mis llamadas, ni al fijo ni a los móviles, y es la primera vez que se quedan solos en casa. He llamado a su padre también, y a los amigos con los que suelen quedar. Nadie los ha visto. Sólo quiero ir a casa a asegurarme de que todo va bien, y tirarles de las orejas por no contestar a su angustiada madre cuando les llama.

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