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Authors: Desmond Morris

Tags: #GusiX, Ensayo, Ciencia

El zoo humano (24 page)

BOOK: El zoo humano
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Al igual que el zoo humano, el zoo animal proporciona a sus ocupantes la seguridad de agua y alimentos regularmente suministrados, protección de los elementos y libertad de los predadores naturales.

Cuida de su higiene y de su salud. Puede, también, en ciertos casos, someterles a grave tensión. En esta condición altamente artificial, los animales de zoo se ven obligados a cambiar la lucha por la supervivencia por la lucha de estímulo. Cuando del mundo que los rodea llega un impulso demasiado pequeño, tienen que inventar formas para aumentarlo. Ocasionalmente, cuando es excesivo (como en el pánico de un animal recién capturado), tienen que intentar amortiguarlo.

El problema es más grave para unas especie que para otras. Desde este punto de vista, hay dos clases básicas de animales: los especialistas y los oportunistas. Los especialistas son los que han desarrollado un recurso supremo de supervivencia, del que dependen para su existencia misma y que domina sus vidas. Tales criaturas son los osos hormigueros, los koalas, los pandas gigantes, las serpientes y las águilas. Mientras los osos hormigueros tengan sus hormigas, los koalas sus hojas de eucaliptos, los pandas sus tallos de bambú, y las serpientes y las águilas sus presas, pueden estar tranquilos. Han perfeccionado sus especializaciones alimenticias hasta un grado tal que, siempre que sus particulares exigencias se hallen satisfechas, pueden aceptar una clase de vida perezosa y carente de todo otro estímulo. Las águilas, por ejemplo, pueden permanecer en una pequeña jaula durante más de cuarenta años sin llegar siquiera a morderse las garras, siempre, naturalmente, que puedan hundirlas todos los días en un conejo recién matado.

Los oportunistas no son tan afortunados. Son las especies —tales como perros y lobos, mapaches y coatíes, monos y chimpancés— que no han desarrollado ningún recurso único y especializado de supervivencia. Son los sabelotodo e imaginativos, siempre en busca de cualquier pequeña ventaja que pueda ofrecer el medio en que se desenvuelven. En la selva, nunca cesan de explorar y escudriñar. Todas las cosas son examinadas por si pueden añadir otra cuerda más al arco de la supervivencia. No pueden descansar durante mucho tiempo, y la evolución ha asegurado que no lo hagan. Han desarrollado sistemas nerviosos que aborrecen la inactividad, que les mantienen sin cesar en acción. De todas las especies, el hombre es el oportunista supremo. Como las otras, es intensamente exploratorio. Como ellas, tiene, formando parte integrante biológicamente de él, la necesidad de una alta intensidad de estímulo procedente de su medio ambiente.

En un zoo (o en una ciudad) es, evidentemente, donde estas especies oportunistas sufren más por la artificialidad de la situación. Aunque se les suministren dietas bien equilibradas y estén perfectamente abrigados y protegidos, se volverán aburridos e inquietos y, por fin, neuróticos. Cuando más hemos llegado a comprender la naturaleza de la conducta natural de tales animales, más evidente se ha hecho, por ejemplo, que los monos de zoo son poco más que deformadas caricaturas de sus congéneres salvajes.

Pero los animales oportunistas no renuncian con facilidad. Reaccionan a la situación desagradable con notable ingenio. Eso hacen también los habitantes del zoo humano. Si comparamos las reacciones del zoo animal con las que observamos en el zoo humano, nos será más fácil advertir el sorprendente paralelismo que existe entre estos dos medios altamente artificiales.

La lucha de estímulo opera sobre seis principios básicos, y nos será de utilidad considerarlos uno por uno, examinando en cada caso primero el zoo animal y, luego, el zoo humano. Los principios son los siguientes:

1. Si el estímulo es demasiado débil, puede aumentarse la intensidad de conducta creando problemas innecesarios que pueda luego resolver.

Todos hemos oído hablar de recursos para ahorrar trabajo pero este principio se refiere a recursos para derrochar trabajo. El luchador de estímulo se impone deliberadamente trabajo a sí mismo complicando modos de actuación que, de otra manera, podrían ser realizados con más sencillez, o que no necesitarían ser realizados en absoluto.

En su jaula del zoo, se puede ver a un gato salvaje arrojando al aire un pájaro o un ratón muertos y saltar tras ellos y apresarlos. Al arrojar su presa, el gato puede devolverle el movimiento y, por consiguiente, «la vida», dándose a sí mismo la oportunidad de «matar». Del mismo modo, se puede ver a una mangosta cautiva «matando» un trozo de carne.

Las observaciones de este tipo se extienden también a los animales domésticos. Un perro mimado y bien alimentado echará a los pies de su amo una pelota o un palo y esperará pacientemente a que el objeto sea arrojado. Una vez que el objeto se esté moviendo a través de aire o sobre el suelo, se convierte en «presa» y puede ser perseguido, capturado, «matado» y devuelto de nuevo para repetir la actuación. El perro doméstico puede no estar hambriento de alimento, pero está hambriento de estímulo.

Un mapache enjaulado también, a su manera, es ingenioso. Si no hay ningún alimento que buscar en un río cercano, el animal lo buscará de todas maneras, aunque no haya ningún río. Lleva su comida a su plato de agua, la deja caer en él, la pierde y, luego, la busca. Cuando la encuentra, la agita en el líquido antes de comerla. A veces, incluso la destruye en el proceso, convirtiéndose los trozos de pan en unas mezquinas gachas. Pero no importa; la frustrada necesidad de búsqueda de alimento ha quedado satisfecha. Esto, dicho sea de paso, es el origen del viejo mito de que los mapaches lavan su comida.

Existe un gran roedor, que parece un conejillo de Indias con zancos, llamado agutí. En estado de libertad, pela ciertas legumbres antes de comerlas. Las sostiene con las patas delanteras y las monda con los dientes, como podríamos pelar nosotros una naranja. Sólo cuando ha quitado por completo la piel del objeto empieza a comerlo. En estado de cautividad, este impulso de pelar se resiste a quedar frustrado. Si se le da a un agutí una manzana o una patata perfectamente limpia, el animal la pela, no obstante, minuciosamente y, después de comerla, devora también las peladuras. Incluso intenta «pelar» un pedazo de pan.

Volviendo al zoo humano, el cuadro es sorprendentemente similar. Cuando nacemos en una supertribu moderna, somos lanzados a un mundo en el que la inteligencia humana ha resuelto ya la mayoría de los problemas básicos de supervivencia. Al igual que los animales de zoo, encontramos que nuestro medio ambiente emana seguridad. La mayoría de nosotros tenemos que realizar cierta cantidad de trabajo, pero, gracias a los progresos técnicos, queda tiempo de sobra para participar en la lucha de estímulo. No nos hallamos ya totalmente absorbidos por los problemas de encontrar comida o albergue, de criar a nuestros hijos, defender nuestros territorios o evitar a nuestros enemigos. Si, en contra de esto, arguye usted que nunca deja de trabajar, entonces debe formularse a sí mismo una pregunta clave:

¿Podría trabajar menos y, sin embargo, sobrevivir? La respuesta, en muchos casos, tendría que ser «sí».

Trabajar es el equivalente del moderno miembro de supertribu del cazar para obtener comida, y, al igual que los inquilinos del zoo animal, con frecuencia desarrolla la actividad de un modo mucho más complicado de lo que es estrictamente necesario. Se crea problemas a sí mismo.

Sólo esos sectores de la supertribu que sufren lo que llamaríamos graves penalidades están trabajando totalmente para su supervivencia. También ellos, sin embargo, se verán obligados a dedicarse a la lucha de estímulo cuando tengan un momento libre por la siguiente razón especial: El primitivo cazador tribal tal vez no fuera un «trabajador de supervivencia», pero sus tareas eran variadas y absorbentes. El infortunado miembro de supertribu subordinado, que es un «trabajador de supervivencia», no lo pasa tan bien. Gracias a la división del trabajo y a la industrialización, se ve obligado a desarrollar un trabajo intensamente monótono —la misma rutina día tras día y año tras año—, a despecho del gran cerebro albergado en el interior de su cráneo. Cuando dispone de unos momentos para él solo, necesita dedicarse a la lucha de estímulo tanto como cualquier otro habitante de nuestro mundo moderno, pues el problema del estímulo guarda relación tanto con la variedad como con la suma, tanto con la cualidad como con la cantidad.

Para los demás, como he dicho, gran parte de la actividad es trabajo por el trabajo, y, si es lo bastante excitante, el luchador —un hombre de negocios, por ejemplo— puede considerar que ha acumulado tantos puntos durante su día de trabajo que, en su tiempo libre, puede permitirse descansar y dedicarse a las más apacibles actividades. Podría dormitar junto al fuego de la chimenea con una bebida sedante, o cenar en un restaurante tranquilo. Si baila durante la cena, vale la pena observar cómo lo hace. La cuestión es que nuestro trabajador de supervivencia también puede salir a bailar por la noche. A primera vista, parece haber aquí una contradicción, pero un examen más atento revela que hay un mundo de diferencia entre las dos clases de baile. Los grandes hombres de negocios no practican un esforzado y competitivo baile de salón, ni la turbulenta y abandonada danza popular. Su lento arrastrar de pies sobre la pista de night-club (cuyas pequeñas dimensiones han sido ajustadas a la medida de sus demandas de bajo estímulo) dista mucho de ser competitivo o turbulento. El torpe trabajador es probable que se convierta en un diestro bailarín; el diestro y sagaz hombre de negocios es probable que sea un torpe bailarín. En ambos casos, el individuo consigue un equilibrio que es, desde luego, el objetivo de la lucha de estímulo.

Al simplificar el ejemplo para ilustrar más claramente la cuestión, he dado pie a que la diferencia entre los dos tipos parezca en gran manera una distinción de clase, y no es así. Hay muchísimos hombres de negocios que han de someterse a tareas de oficina casi tan monótonas como llenar cajas en una fábrica.

También ellos tendrán que buscar en su tiempo libre formas más estimulantes de diversión. Igualmente, hay muchos trabajadores no cualificados cuyas tareas son abundantes y variadas. El jornalero afortunado se asemeja más por la noche al boyante hombre de negocios que descansa sosegadamente con una conversación tranquila y una copa en la mano.

Otro interesante fenómeno lo constituye la subestimulada ama de casa. Rodeada de sus modernos artilugios que le ahorran trabajo físico, tiene que inventar, para ocupar su tiempo, procedimientos de derrochar trabajo. Esto no es tan fútil como parece. Puede, al menos, elegir sus actividades: ahí radica toda la ventaja de la vida supertribal. En la vida tribal primitiva no había elección. La supervivencia formulaba sus propios requerimientos. Tenías que hacer esto, y esto, y esto, o morir. Ahora puedes hacer eso, o aquello, o lo de más allá, lo que quieras, siempre que comprendas que tienes que hacer algo, o infringir las reglas de oro de la lucha de estímulo. Y por eso el ama de casa, mientras su lavadora gira automáticamente en la cocina, debe ocuparse en alguna otra cosa. Las posibilidades son infinitas, y el juego puede ser sumamente atractivo. También puede descarriarse. De vez en cuando, al jugador subestimulado le parece de súbito que la actividad compensadora que tan incansablemente está desarrollando carece en realidad de sentido.

¿De qué sirve cambiar de sitio los muebles, o coleccionar sellos, o presentar al perro a otra exposición canina? ¿Qué demuestra eso? ¿Qué se consigue? Los sustitutivos de la verdadera actividad de supervivencia continúan siendo sustitutivos, se los mire como se los mire. La desilusión puede fácilmente hacer su entrada en escena, y es preciso hacerla frente.

Existen varias soluciones. Una de ellas es un tanto drástica. Consiste en una variación de la lucha de estímulo llamada supervivencia tentadora. El adolescente desilusionado, en vez de arrojar una pelota en el campo de deportes, puede arrojarla contra un escaparate. El ama de casa desilusionada, en vez de acariciar al perro, puede acariciar al lechero. El hombre de negocios desilusionado, en vez de desnudar el motor de su automóvil, puede desnudar a su secretaria. Las ramificaciones de esta maniobra son dramáticas. El individuo no está en ningún momento implicado en la verdadera lucha de supervivencia por su vida social. Durante estas fases, se produce una característica pérdida de interés en variar la distribución de los muebles y en coleccionar sellos. Una vez que el caos ha terminado, las viejas actividades sustitutivas vuelven súbitamente a parecer más atractivas.

Una variante menos drástica es la supervivencia tentadora mediante delegación. Una forma de ello consiste en interferirse en las vidas emotivas de otras personas y crear para ellas la clase de caos que, en otro caso, tendría que atravesar uno mismo. Este es el principio del chismorreo malicioso: es muy popular porque tiene muchos menos riesgos que la acción directa. Lo peor que puede ocurrir es que uno pierda algunos de sus amigos. Si se realiza con la suficiente habilidad, puede suceder lo contrario: pueden volverse sustancialmente más amistosos. Si las maquinaciones han conseguido destrozar sus vidas, pueden tener mayor necesidad de amistad que nunca. Así, siempre que uno no sea sorprendido, esta variante puede presentar un doble provecho: la emoción de contemplar su drama de supervivencia, y el subsiguiente aumento de su amistad.

Una segunda forma de supervivencia tentadora mediante delegación es menos perjudicial. Consiste en identificarse uno mismo con el drama de supervivencia de los personajes de ficción de libros, películas cinematográficas, obras teatrales y televisión. Esto es más popular aún, y ha surgido una industria gigantesca para hacer frente a las enormes demandas que origina. No sólo es inofensivo y sin riesgos, sino que además tiene la característica de ser notablemente barato. El juego directo de la supervivencia tentadora puede acabar costando muchos miles, pero esta variante, por unos pocos chelines nada más, puede permitir al luchador de estímulo entregarse a la seducción, el estupro, el adulterio, la inanición, el asesinato y el pillaje, sin necesidad siquiera de abandonar la comodidad de su sillón.

2. Si el estímulo es demasiado débil, puede aumentarse la intensidad de conducta superreaccionando a un estímulo normal.

Este es el principio de complacencia de la lucha de estímulo. En vez de plantear un problema al que tenga que encontrar una solución, como en el caso anterior, puede usted seguir reaccionando a un estímulo ya existente, aunque haya dejado de excitarle en su papel original. Se ha convertido, simplemente, en un recurso ocupacional.

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