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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (166 page)

—Tienes razón, querida —dije arrepentido —. Me doy perfecta cuenta. Uno de estos días lo haré mejor.

Y tenía razón. Lo reconozco. En la cuestión de los hijos, Donata había puesto su confianza en la bondad de Dios, pero el Buen Dios, después de darnos tres hijas, sin duda desesperó de proporcionar alguna vez un hijo y heredero a la casa veneciana de los Polo. El hecho de no tener descendencia masculina, no me decepcionó

abrumadoramente ni arruinó mi vida. No es muy cristiano por mi parte hablar así, ya lo sé, pero no creo que cuando mi vida se acabe tenga ya mucho interés en los asuntos de este mundo ni que las pálidas manos de mi alma se atormenten por no haber dejado un Marcolino Polo al frente de todas las mercancías del almacén y de las plantaciones de azafrán que no podré llevarme conmigo. No confesé este pensamiento al viejo pare Nardo antes de que muriera (y ese hombre clemente probablemente me hubiera impuesto una penitencia leve), ni lo confesaré al joven e inflexible pare Gasparo (quien sería debidamente severo conmigo); pero me inclino a pensar que si existe el cielo yo no tengo muchas esperanzas de alcanzarlo, y si existe el infierno, creo que tendré otras cosas en que pensar y no podré preocuparme mucho de los éxitos de mi progenie en Rialto.

Puede que yo no sea un cristiano modélico, pero tampoco soy como esos padres orientales a los que he oído decir cosas como: « No, no tengo descendencia; sólo tres hijas.» Yo nunca he tenido prejuicios contra las hijas. Desde luego, podía haber esperado hijas más guapas y de inteligencia más brillante. Quizá soy demasiado exi-gente en este aspecto, después de haber tenido la suerte de conocer a tantas mujeres extraordinariamente bellas e inteligentes en mis días de juventud. Pero Donata fue una de ellas, en sus días de juventud. Si no pudo perpetuarse en sus hijas, el fallo debió de ser mío.

El pequeño raja de los hindúes me explicó en una ocasión que un hombre nunca sabe con seguridad quién es el padre de cualquiera de sus hijos; pero yo no tuve nunca el menor motivo de inquietud. No tenía más que mirar a cualquiera de ellas, Fantina, Bellela o Morata, pues todas se parecían tanto a mí que no cabía la menor duda. Ahora bien, me apresuro a asegurar que Marco Polo ha sido toda su vida un hombre apuesto. Pero a mí no me gustaría ser una núbil y joven doncella y parecerme a Marco Polo. Si yo lo fuera, y me pareciera a él, al menos esperaría tener una inteligencia brillante para compensar. Desgraciadamente, mis hijas tampoco fueron agraciadas en este sentido. No quiero decir que sean imbéciles de remate; sólo son insensibles, sosas y poco atractivas. Pero las he hecho yo: ¿debería el alfarero rechazar las únicas vasijas que haya fabricado nunca? Y son buenas chicas, tienen buen corazón, o eso repiten para consolarme las

personas de mi círculo que tienen hijas guapas. Todo lo que puedo decir, por propio conocimiento, es que son limpias y huelen bien. No, también puedo decir que son afortunadas por tener un padre que puede dotarlas con el atractivo de la riqueza. Al joven Bragadino no le afectaron demasiado mis divagaciones de aquel día, y siguió

volviendo; pero en su próxima visita limité mis disquisiciones a temas como legados, perspectivas y herencias. Él y Fantina están ya formalmente comprometidos, y Bragadino el viejo y yo pronto nos reuniremos con un notario para la impalmatura. Á

mi segunda hija, Bellela, la corteja también asiduamente un joven llamado Zanino Grioni. A Morata pronto le sucederá lo mismo, en su debido momento. No me cabe la menor duda de que las tres chicas agradecerán que ya no las llamen más las Dámine Milione; y yo no lamento terriblemente que la Compagnia, la fortuna y la Casa de los Polo a partir de ahora se vayan filtrando de generación en generación a través de las Compagnias y Casas Bragadino, Grioni, etc. Si los preceptos han son ciertos, esto podría causar consternación entre mis antepasados, desde Nicoló pasando por todos los demás hasta llegar al dálmata Pavlo, pero a mí no me preocupaba mucho. 8

Si realmente tenía que quejarme por nuestra falta de hijos varones, sería por sus efectos sobre Donata. Ella tenía sólo treinta y dos años cuando Morata nació, pero el nacimiento de una tercera hija sin duda la convenció de que era incapaz de tener descendencia masculina. Y a partir de entonces Donata, para evitar cualquier riesgo de engendrar otra hija más, comenzó a desaprobar la continuación de nuestras relaciones conyugales. Nunca rechazó, mediante una palabra o un gesto, mis proposiciones amorosas, pero empezó a vestirse y a comportarse de una manera calculada para que mi atracción hacia ella disminuyera y mi ardor por ella se enfriara.

A los treinta y dos años fue dejando que su cara perdiera tersura, su cabello lustre, y sus ojos su vivo centelleo; y empezó a vestirse con los bombazine y los mantones negros propios de una anciana. ¡A los treinta y dos años! Yo tenía entonces cincuenta, pero aún iba erguido, estaba delgado y fuerte y vestía ricos trajes apropiados a mi condición y con los colores que más me gustaban. Mi pelo y mi barba continuaban llenos de vida, con pocas canas; mi sangre corría todavía con fuerza; conservaba todos mis apetitos sensuales por la vida y los placeres; y mis ojos aún brillaban cuando veía a una deliciosa dama. Pero he de decir que cuando miraba a Donata se me enturbiaban. Su actitud de vieja la convirtió realmente en una vieja. Aún hoy es más joven de lo que era yo cuando nació Morata. Pero a lo largo de estos quince años transcurridos, se han formado en ella todas las feas líneas y contornos propios de una mujer mucho mayor: los rasgos faciales flojos, la garganta tensa y encordelada, esa joroba de anciana en la parte posterior del cuello. Los tendones que mueven los dedos aparecen visibles a través de la piel moteada de sus manos, sus codos se han convertido en una especie de monedas viejas, la carne de sus antebrazos cuelga fláccida y temblorosa, y cuando levanta sus faldas para bajar cojeando y tambaleándose por los escalones del embarcadero de la Corte hasta una de nuestras barcas, puedo ver sus tobillos pendiendo sobre los zapatos. ¿Qué se ha hecho del blanco y lechoso cuerpo, rosa nacarado y terciopelo dorado?, no lo sé; no lo he visto desde hace mucho tiempo. Repito que durante estos años Donata nunca me negó ninguno de mis derechos conyugales, pero después siempre estaba deprimida hasta que la luna volvía a cerrar su ciclo y la liberaba del temor de haber quedado embarazada de nuevo. Al cabo de un tiempo, claro, ya no había nada que temer; en todo caso por entonces yo ya no le daba motivos para temer nada. También por entonces yo pasaba de vez en cuando una tarde o

toda la noche fuera de casa, pero ella nunca me exigió ni siquiera una excusa mendaz, y menos aún me castigaba por mis pecatazzi. Bien, no podía quejarme de su tolerancia; a muchos maridos les gustaría tener una esposa tan poco reprensora y tan indulgente. Y si hoy, a la edad de cuarenta y siete años, Donata es lamentable y prematuramente anciana, yo ya la he alcanzado. Ahora tengo sesenta y cinco años, así que no es nada prematuro ni extraordinario que yo parezca tan viejo como ella, y ya no sigo pasando noches fuera de casa. Y aunque quisiera deambular, ya no tengo muchas invitaciones seductoras para hacerlo, y si las tuviera tendría que rechazarlas lamentándolo mucho. Una compañía alemana ha abierto recientemente una sucursal de su fábrica aquí en Venecia que produce un tipo de espejo totalmente nuevo. Venden todos los que hacen, pues no hay casa elegante en Venecia, incluyendo la nuestra, que pueda pasar sin uno o dos de estos espejos. Yo admiro los relucientes espejos y la imagen nítida que ofrecen, pero también considero que tienen algunas desventajas. Preferiría creer que lo que veo cuando miro en un espejo es culpa de la imperfección y de la distorsión, en vez de tener que aceptar que me estoy viendo tal como realmente soy. La barba ahora totalmente gris, el escaso cabello gris, las arrugas y las manchas hepáticas en la piel, las bolsas hundidas bajo los ojos ahora mortecinos y apagados.

—No es preciso tener los ojos apagados, amigo Marco —dijo el dótor Abano, que ha seguido siendo nuestro médico de familia durante todos estos años, y que es tan viejo como yo —. Estos ingeniosos alemanes han creado otra maravilla de cristal. Ellos llaman al invento Brille, occhiale, si lo preferís. Los dos pedazos de cristal hacen prodigios para la vista. Sólo tenéis que sostener el objeto delante de vuestra cara y mirar esta página escrita. ¿No es mucho más clara su lectura? Ahora miraos vos mismo en el espejo.

Así lo hice y murmuré:

—Una vez, en un crudo invierno, en un lugar llamado Urumqi, vi salir del congelado Gobi a algunos hombres de aspecto salvaje y me aterrorizaron, pues todos tenían grandes ojos de cobre relucientes. Cuando se nos acercaron más vi que cada uno de ellos llevaba un aparato bastante parecido a éste. Una especie de máscara de dómino hecha de cobre fino y taladrada por una multitud de diminutos agujeros. La visibilidad a través del objeto no era demasiado buena, pero dijeron que les protegía del cegador reverbero de la nieve.

—Sí, sí —dijo Abano impacientemente —. Ya me habéis contado más de una vez la historia de los hombres con ojos de cobre, pero ¿qué opináis de los occhiale? ¿No es cierto que podéis ver con mayor viveza?

—Sí —dije aunque no con gran entusiasmo, porque lo que estaba viendo en el espejo era mi propia imagen —. Estoy observando algo que nunca había notado antes. Vois sois médego, Abano. ¿Hay alguna razón médica para explicar que me caiga el cabello en lo alto de la cabeza pero que simultáneamente me crezcan cerdas en la punta de la nariz?

Todavía impaciente dijo:

—El término médico recóndito que lo define es «vejez». Bien, ¿qué decís de los occhiale? Puedo encargar un aparato hecho especialmente para vos. Simple o con adornos, para sujetar con la mano o para atar alrededor de la cabeza, de madera con incrustación de gemas o de cuero repujado…

—Gracias, amigo, pero creo que no —dije, dejando el espejo y devolviéndole el aparato -

. He visto ya mucho en mi vida. Agradecería no tener que ver ahora todos los síntomas de la decadencia.

He recordado que justamente hoy es el día veinteavo del mes de septiembre, mi cumpleaños. Ya no tengo sesenta y cinco años. En este día he atravesado tambaleándome la línea invisible, pero a la vez demasiado clara de mis sesenta y seis.

Este recuerdo me ha abatido por un momento, pero en seguida me he erguido del todo, ignorando las punzadas del lumbago, y he sacado pecho. Decidido a no revolearme en una sensiblera autocompasión, y a darme ánimos yo mismo, me he dirigido lentamente a la cocina e inclinándome sobre el tajo he dicho a nuestra cocinera en tono familiar mientras ella trajinaba de un lado a otro:

—Nastásia, te voy a contar una instructiva y edificante historia. En las tierras de Kitai y de Manzi, más o menos en esta época del año, los han celebran la Fiesta del Pastel de Luna. Es una celebración acogedora y deliciosamente familiar, no es nada grandioso. Las familias simplemente se reúnen cariñosamente y disfrutan comiendo los pasteles de luna. Son pastas pequeñas, redondas, de gran exquisitez y muy sabrosas. Te diré cómo se hacen, y quizá me complazca preparando algunas, para que la dona, las dámine y yo podamos imaginarnos que estamos celebrando el festejo a la manera han. Coges nueces, dátiles y canela y…

Y casi inmediatamente me vi fuera de la cocina y corriendo por toda la casa en busca de Donata. La encontré en su vestidor haciendo labores y grité:

—¡Acabo de ser expulsado de mi propia cocina por mi propia cocinera!

Donata se quejó levemente, sin levantar la mirada:

—¿Has estado molestando a Nata otra vez?

—¿Molestándola? ¡Sí! ¡Eso mismo! ¿Está empleada aquí para servirnos, sí o no? La mujer tuvo la desfachatez de quejarse diciendo que está cansada de oírme hablar de los suntuosos manjares que me servían en el extranjero. No quiere oír ni una sola palabra más sobre el tema. Che braga! ¿Es ésa manera de hablar un criado a su propio amo?

Donata sonrió para consolarme. Yo comencé a pasearme de un lado a otro de la habitación, dando patadas malhumorado a todo lo que se interponía en mi camino. Y

luego continué diciendo en tono trágico:

—Parece que a nadie, ni a nuestros criados, ni a la dogaresa, ni siquiera a mis compañeros del Rialto, les interesa hoy en día aprender cosas. Sólo desean seguir estancados y que nadie les mueva ni les saque de su estancamiento. Compréndelo, Donata, no me preocupan demasiado los de fuera, ¡pero mis propias hijas! Mis propias hijas dan suspiros, tamborilean con los dedos sobre la mesa y miran por la ventana, disimulando, cada vez que intento contarles alguna historia instructiva y edificante de la cual podrían sacar un gran provecho. ¿Estás tú, por casualidad, estimulando esta falta de respeto hacia el patriarca de la familia? Me parece muy mal. Comienzo a sentirme como aquel profeta de quien habló Jesús, cubierto de honores en todas partes, excepto en su propia tierra y en su propia casa.

Mientras duró mi diatriba, Donata permaneció sentada, sonriendo y moviendo imperturbable la aguja; y cuando me quedé sin aliento dijo:

—Las niñas son jóvenes. La gente joven a menudo nos encuentran aburridos a los viejos.

Seguí dando zancadas por la habitación un rato más hasta que el silbido de mi respiración se apagó. Luego dije:

—¡Viejos! ¡Sí! ¡Míranos, pobres viejos! Al menos yo puedo decir que me hice viejo de la manera normal, a través de la acumulación de años. Pero tú no tenías que haber envejecido, Donata.

—Todo el mundo se hace viejo —dijo ella sosegadamente.

—Tú tienes exactamente la misma edad ahora, Donata, que tenía yo el día de nuestra boda. ¿Era yo viejo entonces?

—No, estabas en la flor de la vida. Eras robusto y guapo. Pero las mujeres envejecen de manera distinta a los hombres.

—Si no lo buscan, no. Tú sólo deseabas que pasaran apresuradamente los años de

fecundidad. Y eso no era necesario. Te dije hace tiempo que conocía sistemas sencillos para prevenir…

—Sistemas poco apropiados para que los mencione una lengua cristiana, o los oigan oídos cristianos. Ahora no deseo oírlos, como tampoco lo deseé entonces.

—Si me hubieras escuchado entonces —dije en tono acusador —ahora no serías un abanico de otoño.

—¿Un qué? —preguntó, levantando la vista para mirarme por primera vez.

—Es un término muy descriptivo que tienen los han. Un abanico de otoño significa una mujer que ha dejado atrás sus años de encanto y de atractivo. Como sabes, en otoño el aire es fresco y no se necesitan abanicos. El abanico se convierte en un objeto sin utilidad ni razón de existir. Lo mismo que tú, una mujer que ha dejado de ser femenina, como tú hiciste deliberadamente sólo para evitar tener más hijos…

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