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Authors: Manuel Mújica Láinez

El viaje de los siete demonios (11 page)

—¡Manos a la obra! —dijo, exultante, Lucifer.

Desensillaron, dejaron a Belfegor en un saliente rocoso y rodearon, con militar estrategia, el cráter. Luego, a una, comenzaron a soplar.

—¡Despacio, Excelencias, despacio! —exhortaba Mammón.

Obedeciéndole, ya que le correspondía dirigir la maniobra, frenaron sus impulsos. Unos estremecimientos fueron su sola recompensa. En las poblaciones, apiñóse la gente, escrutando la montaña. Discutían, vacilaban, apuntando al cielo.

—Creo que con esto bastará —recomendó el cuentamonedas—. Aguárdenme aquí. Yo bajaré, para verificar las consecuencias.

Los abandonó, y los otros intercambiaron su escepticismo.

—Es poco —trinaban—; de esa suerte desembocaremos en el fracaso. A su vuelta, de seguro habrá que intensificar los fuelles.

Tres días de calma chicha transcurrieron sin que retornase. Cabrilleaba en la atmósfera el ígneo carro de Apolo, cuyo auriga los observó, estupefacto. Entre tanto, el Vesubio maullaba, como un gato colosal. Afinó Belcebú la oreja:

—Los pájaros han callado; ladran los perros; los bueyes mugen.

—En los establos —dijo el Almirante, tras el catalejo— los animales se impacientan.

—Mínimas señales. Nada —abrevió Satanás—. Tendremos que recurrir a nuestra plena energía, para que esto no se malogre.

No bien se restituyó el avaro, leyeron en su cara la frustración. Parecía más feo, más pobre y más desarrapado que nunca.

—Hay que insistir —musitó.

Estalló la furia de Satanás:

—¡Su Excelencia, con su pusilanimidad miserable, nos guía a la derrota! ¡No lo toleraremos! ¡Desde ahora, asumo la jefatura de la operación! Su Excelencia elaboró la idea; nosotros sabremos llevarla a cabo. Príncipes —añadió, encarándose con el resto—, exijo un esfuerzo común y total. Cada uno deberá contribuir con el máximo de su poder.

—Les ruego —lloriqueó Mammón—, con dulzura…

Lo hizo a un lado el colérico:

—Habrá que despertar a Belfegor. Procúrenos, Su Excelencia Belcebú, un jarro de agua.

El gastrónomo engendró un plateado recipiente, bonito, de los que en las comidas se usan para mojarse los dedos, en el cual flotaban dos pétalos de rosa.

—¿Y esos pétalos?

—Decoración.

—¡Bah!

Tomó Satanás la taza, Ilegóse hasta la matrona que dormía, hecha ovillo en su concha de tortuga y, con ademán rápido, le bañó el rostro. Belfegor lanzó un grito y se sacudió; luego, pausadamente, reasumió su posición encogida.

—Conozco un arbitrio más adecuado —dijo Asmodeo—. Vengan acá, Excelencias. Traigan a la Bella Durmiente.

Los trasladó hasta un espacio llano, una plataforma que asomaba en balcón hacia el abismo, y los hizo sentar en redondo. A Belfegor lo sostenían los chimpancés. Enrolló el lujurioso, entre sus palmas sutiles, unas hierbas oscuras, y armó un cigarrillo. Emitió una bocanada, y lo ofreció al más próximo. El pitillo circuló así, de mano en mano, como si fuese una pipa de piel roja. Obligaron a Belfegor a pitar. Asmodeo prendió un segundo, un tercer, un cuarto cigarro, que fumaron sucesivamente, mientras se satinaban sus ojos. Curiosamente, les brotaron collares de artesanía.

—Vamos, Excelencia —le pidió el radiante Asmodeo a Belfegor—, hay que trabajar. Ayúdenos.

Se incorporó el remolón; bramó un postrimer ronquido; desanudó los brazos inertes; y siguió a sus colegas. Sus iris del color maravilloso de las esmeraldas, arrojaron chispas.

—¡Ahora —comandó Satanás—, a crecer! ¡a crecer todos!

Llenáronse los pulmones de aire, espigáronse, incrementaron hasta lo gigantesco su henchida proporción.

—¡Más, más! —ordenaba el demonio.

Se desarrollaban, se multiplicaban. Estaban alrededor del cráter, que se abría como un brasero, y continuaban empinándose, robusteciéndose, engrosando. Eran Babeles, eran titanes, eran colosos, eran Atlas, eran Polifemo, eran unos monstruos sublimes y, a la distancia, el brasero se contraía, se metamorfoseaba en rescoldo diminuto.

—¡Soplemos, Excelencias!

Se tomaron de las manos enormes, inhalaron, espiraron, y bailaron el vértigo de una ronda. Volaban, detrás, sus cabalgaduras; también las moscas, desmesuradas como vacunos; y la máquina de fotografiar se contorsionaba en el aire, como un ave prehistórica. Entre los resuellos restalló la gloria de la «Marcha de las juventudes Demonistas». La zarabanda continuaba, frenética.

—¡A la una, a las dos, a las tres! ¡Sople con más ahínco, Excelencia Mammón!

Jadeaban y saltaban, girando, girando. El efecto estimulante de los cigarrillos de Asmodeo, enloquecedor, se hacía sentir.

—¡Esta vez —se desgañitó Leviatán— los pompeyanos habrán visto a los gigantes!

Su campaña fue premiada ampliamente— A sus pies, el volcán dilató la bocaza negra, como un sapo prodigioso, y vomitó fuego y escoria. Reventó un trueno inaudito; lloviendo rocas, guijarros, terrones; desgarráronse las cataratas celestes; una masa de lodo se precipitó sobre Herculano; sobre Pompeya, diluviaron pedruscos y cenizas. Hervía el Mediterráneo. Se oscureció la tarde, espantada, y rayos y relámpagos fustigaron su viudez. Su fulgor y el de las llamas furibundas, que desembuchaba el cráter, proyectaron las móviles sombras demoníacas, iluminando aquí y allá, con veloz enfoque, la palpitante cordillera de alas; el torso y la corona diamantífera de Lucifer; la roja coraza y el pelo rojo de Satanás; la jeta porcina de Asmodeo; las fauces de cocodrilo de Leviatán; el esqueleto y los guiñapos de Mammón, atropellado, sollozante; la guirnalda de descomunales uvas que ceñía la frente de Belcebú; el caparazón de tortuga, grande como el escudo de un cíclope, de Belfegor.

—¡Más rápido! ¡más rápido!

Resoplaban, sin que cejasen las cabriolas. Retumbaban las descargas eléctricas, y las centellas florecían, cegadoras.


La vie est belle! Sursum corda
! —aulló Asmodeo, sin interrumpir el baile demente, mientras que Lucifer, con el cetro de ébano, atizaba la hoguera triunfal, que no lo requería en absoluto.

—¡Que aprendan los espías! —rugió Satanás—. ¡Váyanse ahora con chismes al Diablo!

Se derrumbaron, como torres. Vueltos en sí, notaron que las llamas del Vesubio se retorcían como una antorcha quimérica, y que no se aplacaba la fogosidad de la erupción. Entonces se aprestaron a descender. Perdieron estatura, hasta reducirse a la habitual, y cuando estaban por iniciar el vuelo, los detuvo el envidioso.

—¿No sería oportuno que adoptásemos la facha solemne de los dioses olímpicos? Le haríamos una jugarreta a su alucinación absurda. ¿Dónde están? ¿Para qué sirven, si no para adornar poemas? Yo, fuera de Febo, no he posado los ojos sobre ninguno. Ahora les tocaría el turno de corresponder a tantas oraciones y sacrificios, pero seguramente se entregan, como siempre, en sus elíseos campos, al toma y daca del amor. Nosotros somos incomparablemente más formales, más competentes.

Juzgaron óptima la idea, puesto que había que disfrazarse, y es así como Júpiter, Venus, Juno, Apolo, Marte y Baco, interpretados teatralmente por los demonios, se presentaron en el tumulto de Pompeya. Era éste terrible. A diferencia de Herculano, la mayoría de cuya población se había dado a la fuga, su vecina asistía a la destrucción de sus hijos. Doquier, se reeditaban la escenas de horror, y en casi todos los casos, comprobaron alegremente las falsas divinidades, su tremendo fin se debía a la avaricia. El sacerdote de Isis había sucumbido en la vía de la Abundancia, postrado por el peso de los sacos de sestercios y de nummus aureus imperiales; los aristocráticos Pansa, murieron por no dejar su estatua de Baco y el Sátiro; la mujer de Caius Sallustius, por salvar un espejo de oro; Publius Cornelius Tegetus, por no desprenderse de su efebo de bronce; Nonia Imenea cayó, arrastrada por sus diez collares macizos, sus diademas amontonadas sobre la frente, el cofre en el que se hundieron sus uñas; la esposa y la hija del mercader de vinos, cubiertas de oro, expiraron en la bodega de las ánforas. Muchos, que consiguieron salir a las calles, remolcando unas jofainas de fino cincel, un busto de plata, un pebetero de alabastro, dieron la vida, al respirar los letales vapores sulfurosos. Y entre los que sobrevivían se mostraban, de repente, como proyectados por una linterna mágica, los siete dioses estáticos, a quienes imploraban sin éxito, hasta que la visión adquiría un lento ritmo de cinematógrafo, y los siete meneaban las cabezas con negativa gravedad.

—Buena cosecha —dijo Satanás-Neptuno a Júpiter-Lucifer.

—Anótelo Su Excelencia —añadió Leviatán-Marte, dirigiéndose a Mercurio— Mammón.

—Sí —convino el avaro—, pero ¡cuántas pérdidas!

Sus desolados ojos recogían la escena atroz; los techos partidos, las tumbadas columnas, las estatuas rotas. Más de ocho metros de ceniza y guijarros fueron la sepultura de Pompeya.

—Se les fue la mano, Excelencias —lloriqueó secándose las mejillas con la clámide.

—Diga más bien —rió escandalosamente Satanás— que se nos fue el soplo.

—¿Qué habrá sido de mi Fauno de bronce? —preguntó Asmodeo-Venus.

—¡Pobre Nonia Imenea! —se lamentó Belcebú-Baco— ¡Tanto como le gustaba!

—Ya volverá a la luz —soñó Asmodeo—. Lo desenterrarán y, como auguró ella misma, su casa será la «Casa del Fauno». De Nonia no se acordará nadie.

—Yo sí… —protestó Belcebú— de ella… de su cocina…

No quedaba más por hacer. Todavía ambularon unas horas, sin embargo, como jefes que recorren el campo de batalla, triunfantes. En el cuartel de los gladiadores, avistaron a una dama de calidad, muy alhajada, semidesnuda, exánime entre los cadáveres de los mirmillones y de los reciarios; y en la vía de los sepulcros, a una difunta familia que participaba de un banquete fúnebre, sin imaginar que celebraba su propia muerte.

—Estos últimos tuvieron la agonía mejor —se admiró el de la gula.

—¡Ay! ¡se nos fue la mano! —hipaba Mammón.

—Nos hemos portado bien con estos avaros de provincia —lo confortó Lucifer—: gozaron, al partir, de un magnífico simulacro de gigantes y de dioses. Los creyentes supérstites se enorgullecerán.

Silbaron a sus transportes, se desembarazaron de las prendas del vestuario pagano, y remontaron vuelo. Desde la altura, el espectáculo era todavía peor. Habíanse borrado Pompeya, Herculano, Oplontis, Tora, Sora, Taurania, Cossa, Leucopetra… Las nubes de cenizas asombraron a Roma, a Egipto. Escapaban, como hormigas, hacia Nápoles, hacia el mar, los que prefirieron sus huesos y su piel a sus tesoros.

—No lagrimee, Excelencia —palmeó Satanás a Mammón—. Tengo la certidumbre de que una buena parte de lo que hoy falta, concluirá en los museos.

—Ojalá —se exaltó la democracia de Belcebú—, porque serán del pueblo, en ese caso.

—Y su Excelencia Mammón —terminó el de la ira— llevó a cabo un trabajo ejemplar. La suya ha sido la tentación del más alto nivel, de esas en las cuales se juega el todo por el todo: dio a elegir, como un bandido clásico, entre la bolsa y la vida, y en Pompeya numerosos fueron, para su condenación, quienes optaron por la bolsa.

Batían las alas a compás. Las moscas les prestaban zumbante palio, bajo el cual se agazapó Belfegor, en su lecho portátil. Tosía y tosía, escupía y se humedecía las barbas, el niño Supernipal.

—¿Qué le pasa? —inquirió, solícito, el preeminente tragón, inclinándose sobre los cabellos de la sirena, que olían a mariscos y a algas.

—Es por el humo —le respondió Superunda.

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olaron, volaron. La canción de los demonistas, victoriosa, trompeteaba en los espacios infinitos. Tan alto ascendieron, que no veían a la Tierra, bajo sus frazadas y sus edredones de nubes. Y la Tierra, sin resignarse a dormir en el abrigado lecho, seguía girando, girando, cumpliendo su misteriosa misión, que es girar, girar, con su carga de hombres, de bestias, de ríos, de montañas, de selvas, de ambición, de sueños, de fatiga. Ellos, los siete, se fatigaron también (en verdad no los siete, sino los seis, porque Belfegor no se cansaba nunca, merced a sus acumuladas reservas de reposo). Callaban los comentarios. No repetían ya los pormenores de sus éxitos, en Pompeya, en Poitou. Miraban hacia adelante, hacia lo mucho que todavía les faltaba por recorrer en la inquietud del Mundo, antes de regresar a la paz del Infierno. Ni el carro de Apolo se presentó, agraviado su auriga por la befa de que habían sido objeto los olímpicos, ni escucharon la música de la rueda zodiacal, pues las nubes, y otras que no lo eran, sino espumosas acumulaciones mágicas, les vedaban distinguir los con tornos.

Galopaban en silencio, a través de la inmensidad irrespirable, arrastrando consigo jirones blancos y grises.

No lo resistió la debilidad de la sirena y de su vástago, que sufrían del mal de la altura.

—Bajemos, señor —le suplicó ella al caballero Belcebú—. El niño no soporta una presión tan cruel.

Efectivamente, Supernipal, congestionado, luchaba por serenar su jadeo y se mesaba las barbas tiernas.

Se condolió el goloso y descendió miles de leguas en segundos. Los demás lo imitaron, felices del pretexto que se les ofrecía para abandonar regiones tan inhóspitas, sin desmedro de su cacareada condición de invulnerables. Entonces la Tierra se perfiló, hogareña, como una áspera y sin embargo codiciable fruta. Continuaron el descenso, aspirando a plenos pulmones.

—¿Qué es aquello? —preguntó Lucifer.

Estiró Leviatán el catalejo, y su cristal captó una cumbre montañosa.

—Diviso unas peñas que parecen ruinas. También hay allí plumones y velos de nubes. Y en esas rocas veo un hombre, un prisionero, que se debate.

—Présteme Su Excelencia el anteojo.

El prismático circuló, como otras veces, por las zarpas demoníacas.

—Éste —calculó Satanás— debe ser el Cáucaso, y el que forcejea en su cumbre será Prometeo, de quien tanto hemos oído hablar.

—¿Quién? —inquirió Belcebú, ruborizándose.

—Prometeo, Excelencia. El demiurgo. El que robó el fuego de Zeus para la humanidad, por lo que la cólera divina lo encadenó en el Cáucaso. Lo encontrará en cualquier manual de mitología. Algunos quieren que rapiñase la chispa del propio corazón de Zeus, y algunos que la consiguiese arrimando su antorcha a una rueda del carro del Sol. Esquilo discrepa con tales autores.

En eso, un águila se llegó hasta el cautivo y se dedicó a roerle las entrañas.

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