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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (18 page)

No tuvo tanta suerte con la hiena al regresar a la zanja: el animal se las arregló para llevarse una pata. No había visto reunidos tantos carnívoros desde su llegada al valle: zorros, hienas y lobos. Todos habían probado el sabor de su caza. Los lobos y sus parientes más feroces, los perros salvajes, iban y venían justo fuera del alcance de su honda. Los halcones y los milanos eran más osados: se limitaban a batir sus alas y retrocedían ligeramente cuando Ayla se acercaba. En cualquier momento esperaba vérselas con un lince, un leopardo o incluso algún león cavernario.

Para cuando consiguió sacar el cuero inmundo de la zanja, el sol había pasado del cenit y comenzaba su carrera descendente, pero ella no cejó hasta sacar su última carga y depositarla en la playa; entonces sucumbió a su fatiga y se dejó caer en el suelo. No había pegado ojo en toda la noche; no había probado bocado en todo el día; no quería hacer un solo movimiento más. Pero las criaturas más diminutas que atacaban para conseguir su parte del botín la obligaron a levantarse; el zumbido de las moscas le hizo tomar conciencia de lo sucia que estaba. Con esfuerzo se puso en pie y se metió en el río sin quitarse siquiera la ropa, agradecida al agua que la cubría.

El río era refrescante. Después se fue hasta su cueva, puso sus prendas de verano a secar y lamentó haberse olvidado de sacar la honda del cinto antes de meterse en el agua. Tenía miedo de que se pusiera tiesa al secarse; no tenía tiempo para trabajarla de modo que siguiera estando suave y flexible. Se puso el manto de invierno y sacó de la cueva su piel de dormir. Antes de regresar a la playa, echó una mirada desde el mirador de su saliente rocoso; percibió resoplidos y movimientos cerca de la zanja, pero los caballos habían desaparecido del valle.

De repente recordó sus lanzas. Seguían en el suelo, donde las había abandonado después de desprenderlas de la yegua. Pesó y sopesó si iría a buscarlas, casi se convenció a sí misma de no hacerlo, pero acabó por admitir que era mejor conservar dos lanzas en perfectas condiciones antes que tomarse el trabajo de hacer otras nuevas. Recogió su honda húmeda y dejó caer la piel en la playa, para dedicarse a recoger una bolsa de piedras.

Al acercarse a la trampa de la zanja vio la carnicería como si fuera la primera vez; la valla de maleza había cedido en algunos puntos; la zanja era una herida en carne viva en plena tierra y la hierba estaba pisoteada. Sangre, trozos de carne y huesos estaban esparcidos en derredor; unas raposillas peleaban por una pata delantera despellejada, y una hiena fijaba una mirada torva en la joven; una parvada de milanos se elevó al verla acercarse, pero un glotón se mantuvo firme donde estaba, al lado de la zanja. Los únicos que no habían hecho acto de presencia eran los felinos.

«Será mejor que me apresure», pensó al arrojar una piedra para alejar al glotón. «Tengo que mantener los fuegos encendidos alrededor de mi carne.» La hiena soltó una carcajada aulladora al retroceder para mantenerse fuera de alcance. Ayla odiaba a las hienas.

–¡Fuera de aquí, cosa horrible! –cada vez que veía una recordaba a la hiena que se llevó al hijo de Oga; no se había parado a pensar en las consecuencias, la había matado. No podía permitir que el bebé muriera de aquella manera.

Al inclinarse para recoger sus lanzas, un movimiento percibido a través de la barrera de maleza le llamó la atención: varias hienas acosaban a un potrillo de patas largas y flacas, color de heno.

«Lo siento por ti», pensó Ayla. «No quería matar a tu madre, pero la casualidad estuvo en su contra.» No sentía remordimientos; había cazadores y había presas, y a veces los cazadores se convertían en presa. Ella misma podía verse cazada, a pesar de sus armas y su fuego; cazar era un modo de vida.

Pero sabía que el caballito estaba condenado sin su madre y sintió pena por un animalito indefenso. Desde el primer conejito que le había llevado a Iza para que lo curara, siguió presentándose en la caverna con infinidad de pequeños animales heridos, con gran desazón de Brun; éste había dispuesto que no se le permitiría llevar carnívoros.

Observó cómo las hienas rodeaban al potrillo que trataba tímidamente de mantenerse alejado, con los ojos desorbitados llenos de espanto. «Sin nadie para cuidarte, quizá sea mejor que termines así», razonó Ayla. Pero cuando una hiena se abalanzó hacia el potro y le hirió en un flanco, ya no vaciló: atravesó la maleza lanzando piedras. Una hiena cayó, las demás huyeron. Ayla no intentaba matar hienas, no le interesaba su pelaje moteado y áspero; sólo quería que dejaran en paz al caballito. Éste también echó a correr, pero no fue muy lejos; tenía miedo de Ayla, pero temía aún más a las hienas.

La joven se acercó lentamente al animal, con la mano tendida y hablándole suavemente en la misma forma que había calmado en otras ocasiones a animales asustados. Tenía un modo especial de tratar a los animales, una sensibilidad que se extendía a todas las criaturas vivientes y que se había desarrollado al mismo tiempo que sus habilidades curativas. Iza lo había fomentado considerándolo como una prolongación de su propia compasión, que le había hecho recoger a una niña de aspecto extraño porque estaba lastimada y hambrienta.

La pequeña potranca estiró el cuello para olisquear los dedos tendidos de Ayla; la joven se acercó más, después acarició, frotó y rascó a la yegüita. Cuando ésta observó algo familiar en los dedos de Ayla, empezó a chuparlos ruidosamente, y en Ayla despertó de nuevo una nostalgia dolorosa.

«Pobrecita –pensó–, tan hambrienta y sin madre para darte leche. No tengo leche para ti; ni siquiera tuve suficiente para Durc.» Sintió que las lágrimas estaban a punto de saltársele y meneó la cabeza. «De todos modos, creció sano y fuerte. Tal vez se me ocurra algo para alimentarte. También tú tendrás que ser destetada muy pequeña. Ven.» Y con los dedos atrajo a la yegüita hasta la playa.

Justo cuando se aproximaban, vio un lince a punto de escapar con un trozo de la carne que con tanta dificultad había logrado reunir; por fin un felino había hecho acto de presencia. Cogió dos piedras y su honda mientras la tímida potranca retrocedía; en cuanto el lince alzó la cabeza, le arrojó las dos piedras con fuerza.

«Puedes matar un lince con una honda», había afirmado Zoug mucho tiempo atrás. «No lo intentes con otro de mayor tamaño, pero puedes matar un lince.»

No era la primera vez que Ayla demostraba cuánta razón tenía. Recuperó su pedazo de carne y arrastró también al gato de orejas peludas. Entonces echó una mirada al montón de carne, al cuero de caballo cubierto de lodo, al glotón y al lince muertos. De repente soltó la carcajada. «Necesitaba carne. Necesitaba pieles. Ahora lo único que necesito es tener muchas más manos», pensó.

La pequeña potranca había retrocedido ante el estrépito de la carcajada y el olor de la leña quemada. Ayla cogió una correa, se acercó de nuevo al caballito con gran cuidado y se la colocó alrededor del cuello antes de llevárselo hasta la playa. «¿Y cómo voy a alimentarte?», pensó, mientras la potranca trataba de volver a chuparle dos dedos. «Y no es que me falte trabajo ahora.»

Trató de darle algo de hierba, pero la yegüita no parecía saber qué hacer con ella. Entonces se fijó en su tazón de cocinar con el grano cocido y frío en el fondo. Recordó que los bebés pueden comer los mismos alimentos que sus madres, pero tienen que ser más suaves. Agregó agua al tazón, aplastó el grano hasta lograr un fino puré y se lo llevó a la potranca, que se limitó a resoplar y retrocedió cuando la mujer se lo acercó al hocico; pero le lamió la cara y pareció agradarle el sabor; tenía hambre y volvió a buscar los dedos de Ayla.

La joven reflexionó un momento; entonces, mientras la potranca seguía lamiendo, metió la mano en el tazón; el animalito chupó algo de las gachas y retiró la cabeza, pero al cabo de unos cuantos intentos más, pareció comprender. Cuando terminó de comer, Ayla subió a la cueva, bajó más grano y lo puso a cocer para después.

«Creo que tendré que recoger más grano del que pensaba. Pero tal vez disponga de tiempo suficiente... si consigo secar todo esto.» Se detuvo un instante y pensó en lo raro que le parecería al Clan que después de matar un caballo para comer, se pusiera a buscar alimentos para su cría. «Aquí puedo ser todo lo rara que quiera», se dijo, mientras cortaba un trozo de carne y lo ponía a cocer. Después se fijó en la tarea que aún le quedaba por hacer.

Todavía estaba cortando tiras delgadas de carne cuando se elevó la luna llena y las estrellas volvieron a centellear. Un cerco de fuego rodeaba la playa, y Ayla se sintió agradecida por el alto montón de madera del río que tenía cerca. Dentro del círculo había tendido unas hileras de carne para que se secaran. Una piel parda de lince estaba enrollada junto a otro rollo más pequeño de áspera piel oscura de glotón, en espera ambas de que las raspara y curtiera. La piel gris recién lavada de la yegua estaba tendida sobre unas piedras, secándose junto al estómago del animal, limpio y lleno de agua para mantenerlo suave. También había tiras de tendones secándose para hacer fibras; intestinos lavados; un montón de cascos y huesos, otros trozos de grasa que derretiría y vertiría en los intestinos para su conservación. Incluso había conseguido recoger algo de grasa del lince y del glotón –para las lámparas y para impermeabilizar–, pero desechando la carne; no le gustaba el sabor de los carnívoros.

Ayla miró los dos últimos trozos de carne, lavados en el río para quitarles el lodo, pero lo pensó mejor: podía esperar. No recordaba haberse sentido nunca tan cansada. Comprobó que sus hogueras ardían bien, amontonó más leña en cada una de ellas y acto seguido extendió su piel de oso y se enroscó en ella.

La potranca no estaba ya atada al arbusto; después de haber recibido alimento por segunda vez, no parecía desear alejarse. Ayla estaba casi dormida cuando la pequeña potranca la olisqueó y se tumbó a su lado. En aquel momento no se le ocurrió a Ayla que las reacciones de la yegüita la despertarían si algún depredador se acercaba demasiado a los fuegos mortecinos, aunque así era. Medio dormida, la joven rodeó con el brazo al cálido animalito, notó cómo le latía el corazón, oyó su respiración y se apretó más contra su cuerpo.

Capítulo 6

Jondalar se frotó el rastrojo que le cubría el mentón y buscó a tientas su mochila, que había dejado apoyada en un pino retorcido. Sacó un paquetito de cuero suave, desató los cordones y abrió el doblez antes de examinar cuidadosamente una delgada hoja de pedernal. Tenía una leve curvatura a lo largo –todas las hojas de pedernal estaban algo combadas, era una característica de la piedra–, aunque el filo era agudo por igual. La hoja era una de las varias herramientas más elaboradas que había guardado aparte.

Una ráfaga de viento agitó las ramas secas del viejo pino cubierto de líquenes, abrió la solapa de la tienda, se coló dentro tensando los cables de retén y sacudiendo los postes, y volvió a cerrarla. Jondalar miró su hoja, pero sacudió la cabeza y la guardó de nuevo.

–¿Llegó la hora de dejarte crecer la barba? –preguntó Thonolan.

Jondalar no se había percatado de la presencia de su hermano.

–Hay algo que decir en favor de la barba –comentó–. En verano puede ser un fastidio: te pica cuando sudas, por eso es más cómodo afeitarla. Por el contrario, te ayuda a mantener el rostro caliente en invierno, y el invierno está al llegar.

Thonolan se sopló las manos, frotándoselas, y enseguida se acuclilló frente al fuego que ardía delante de la tienda y las mantuvo sobre las llamas.

–Echo de menos el color –confesó.

–¿El color?

–El rojo. No hay rojo. Un arbusto aquí, otro allá, pero todo lo demás se ha puesto amarillo y después marrón. Las hierbas, las hojas –señaló con la cabeza hacia los prados abiertos que tenían delante, y luego la alzó para mirar a Jondalar, de pie junto al árbol–, hasta los pinos están deslucidos. Hay hielo en los charcos y las orillas de los ríos, y todavía sigo esperando que llegue el otoño.

–No esperes demasiado –advirtió Jondalar agachándose frente a su hermano, al otro lado del fuego–. Esta mañana temprano he visto un rinoceronte. Iba hacia el norte.

–Ya me parecía a mí que olía a nieve.

–Todavía no debe de haber mucha, porque, en caso contrario, los rinocerontes y los mamuts no seguirían por aquí. Les gusta el frío, pero no la nieve. Siempre parecen saber cuándo se aproxima una gran nevada y se van hacia el glaciar lo más aprisa que pueden. La gente dice: «Nunca sigas adelante cuando los mamuts se dirigen al norte». También puede aplicarse a los rinocerontes, pero ésos no llevaban prisa.

–He visto partidas enteras de caza volver sobre sus pasos sin arrojar una sola lanza sólo porque los lanudos iban hacia el norte. Me gustaría saber cuánto nevará por aquí.

–El verano fue seco. Si el invierno lo es también, es posible que rinocerontes y mamuts se queden toda la temporada. Pero ahora estamos más al sur y, por lo general, eso representa más nieve. Si hay gente en esas montañas del este, deberían saberlo. Quizá nos hubiera convenido quedarnos con los de la balsa que nos ayudaron a cruzar el río. Nos hace falta un lugar para pasar el invierno, y pronto.

–No me vendría mal ahora mismo una bonita caverna amistosa llena de bellas mujeres –dijo Thonolan con una sonrisa pícara.

–Me conformo con una bonita caverna.

–Hermano mayor, no tienes más ganas que yo de pasarte el invierno sin mujeres.

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