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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (50 page)

—En efecto, Tas —ratificó el guerrero—. Pero, aunque se pasan amargos tragos, siempre es preferible a estar vacío por dentro.

Se internaron en una arboleda. Tanis les aguardaba debajo de un álamo. Al divisarlos, el semielfo echó a andar hacia ellos y, situándose en medio, pasó un brazo por sus respectivos hombros.

—¿Preparado? —preguntó al poderoso luchador.

—A tu entera disposición.

—Estupendo. He mandado embridar los caballos y los tengo aquí mismo. Se me ocurrió que nos convenía cabalgar para despejarnos —justificó el barbudo semielfo la ausencia de un carruaje—, así que despaché al cochero. No, no es cierto —rectificó sin que nadie le acusara—. Si me he liberado del vehículo, ha sido porque detesto estar encerrado en sus asfixiantes paredes. Laurana también lo aborrece, aunque antes se dejaría matar que confesarlo. El campo luce sus mejores galas en esta estación del año. Disfrutémoslas.

Montaron a la grupa de los caballos e iniciaron su itinerario, a través de una avenida de negruzcas ruinas que conducía a los arrabales de Palanthas. Los grupos que, tras abandonar el escenario del funeral, se dirigían a sus casas para recomponer los fragmentos desgarrados de sus vidas, oyeron los ecos de la voz del kender bastante rato después de su marcha.

—Si mis datos no son erróneos, Tanis —arremetió éste—, ahora resides en Solanthus. Hay allí un calabozo digno de ganar un concurso —continuó, ya que era superflua cualquier puntualización que el semielfo pudiera hacer— nunca olvidaré mí confinamiento en sus celdas. Me enviaron por un malentendido, huelga decirlo, debido a una tetera que fue a parar accidentalmente a mis bolsas…

Dalamar trepó por la empinada y retorcida escalera que desembocaba en el laboratorio sito en la cúspide de la Torre de la Alta Hechicería. Si practicaba este ejercicio, en lugar de catapultarse mediante la magia, era por una sola razón: aquella noche le esperaba un largo viaje. Aunque los clérigos de Elistan habían sanado sus heridas, estaba todavía débil y había de reservar sus energías.

Más tarde, cuando la luna negra se hallara en su cenit, surcaría los vapores celestes hasta la mole gemela de Wayreth, donde se había convocado uno de los cónclaves más importantes de la presente era. Par—Salian sería formalmente derrocado como máximo mandatario de la Orden y habría que elegir a su sucesor, un título que recaería con toda probabilidad en la persona de Justarius, de los Túnicas Rojas. Dalamar, que aún no había conquistado la respetabilidad que confiere el poderío, encontraba justa la sustitución, si bien no sólo le animaba a asistir el cumplimiento del deber, que le exigía aportar su voto, sino otras ambiciones más secretas. Esta noche debía nombrarse, también, a un nuevo caudillo de los nigromantes, y no le cabía ninguna duda acerca de quién sería el afortunado.

Había ultimado todos los preparativos antes de partir. Los guardianes tenían sus instrucciones: ninguna criatura, viva ni muerta, debía entrar en la Torre durante su ausencia. No contaba en realidad con que eso sucediera, ya que el Robledal de Shoikan, incombustible a los incendios que destruyeron el resto de Palanthas, permanecía en una perpetua y tétrica vigilia. Pero la regla de aislamiento que había regido en la Torre a través de las generaciones pronto sería abolida y cualquier precaución era poca.

Por mandato del elfo, se habían remozado y amueblado diversas estancias del edificio. El nuevo amo proyectaba convivir con sus futuros aprendices, sobre todo Túnicas Negras, aunque también algún acólito de la Neutralidad, si, tras un examen previo, discernía en él facultades prometedoras. No estaba dispuesto a morir sin transmitir a los más jóvenes la habilidad, la erudición que obtuviera de su maestro, ni tampoco —recapacitó en un alarde de franqueza— le desagradaba la compañía de seres que amenizasen su vida.

Antes de fundar la escuela, y poniendo punto final a los preliminares, había una sagrada misión a la que no podía sustraerse. Esa misión fue la que le forzó a ascender hasta el laboratorio.

Se detuvo en el umbral. No había pisado la cámara desde el día fatídico en el que Caramon traspasara el Portal y pusiera su maltrecho cuerpo en manos de los sacerdotes. Ahora era de noche y reinaba una densa penumbra en el recinto. Siseó un único vocablo y prendieron los pabilos en sus ornamentados soportes, los candelabros de plata, caldeando la atmósfera al derramar los parpadeantes destellos de las llamas. Pero las sombras no se disiparon. Pulularon en los rincones cual entes vibrantes, fantasmagóricos.

Tras agarrar uno de los candelabros, Dalamar recorrió e inspeccionó la sala. Seleccionó varios artículos, como pergaminos, una varita y media docena de sortijas, que envió a su propio estudio valiéndose de su arte.

Pasó junto a la esquina donde pereciera Kitiara. Su sangre, lúgubre recordatorio, formaba todavía en el suelo un charco de irregular contorno, y prevalecía en aquella zona un frío antinatural que incitó al elfo a no demorarse. Alcanzó la mesa de piedra con sus tarros y alambiques y, aprisionados en las cristalinas superficies, columbró un par de ojos suplicantes. De nuevo un encantamiento los cerró para toda la eternidad.

Llegó al fin frente al Portal. Las cinco cabezas de dragón, encaradas con un imperecedero vacío, perseveraban en su loa silenciosa, congelada, a la Reina. La única luz que brotaba de sus mortecinas máscaras de metal eran las reverberaciones de las velas. El mago se asomó a la nada, la escrutó unos minutos y tiró de un cordón de seda que pendía del techo. Una cortina de aterciopelados pliegues carmesí veló la abertura que, en aquella inactividad, parecía inofensiva.

Dio entonces media vuelta, y se aproximó a las estanterías de libros que se apiñaban en el muro trasero del laboratorio. Bajo los oscilantes resplandores brillaron unas hileras de ejemplares encuadernados en azul marino y decorados con runas argénteas, de los que manaba un aire glacial. Contenían los encantamientos de Fistandantilus, ahora suyos.

Y, allí donde terminaba esta sucesión de volúmenes, se alineaban otros de lomo negro y símbolos similares. La particularidad del segundo compendio radicaba, Dalamar así lo notó al tocar uno, en que destilaban un calor interior que les infundía un hálito vital. En sus páginas se acumulaban los sortilegios de Raistlin, que, asimismo, le pertenecían tras condenarse el archimago.

Dalamar revisó minuciosamente las cubiertas, como si su intelecto hubiera de traspasarlas e imbuirse de los prodigios, los misterios y el poder que atesoraba cada pergamino, cada apartado. Ya en el límite de los anaqueles, al lado casi de la puerta, empleó la telequinesia para posar el candelabro en la mesa y, sujetando el picaporte, atisbo un último objeto antes de salir.

En un sombrío ángulo, estaba, erguido, el Bastón de Mago. El observador contuvo el resuello al detectar un fulgor en el globo de la empuñadura, una pieza extinta desde la trágica jornada, y grande fue su alivio al verificar que se trataba tan sólo del reflejo de las llamas. Apagó las velas, no de un soplo sino mediante un versículo, y la cámara volvió a fundirse en las tinieblas.

Con un suspiro, no sin dirigir una ojeada al lugar donde se alzaba la vara para asegurarse de que se había difuminado, el elfo oscuro abandonó el laboratorio y atrancó el acceso. Alcanzó acto seguido un cofre de madera situado en una hornacina del descansillo, retiró de la cavidad una llave de plata y la insertó en una cerradura de idéntico metal, cuyo primoroso diseño no habían tallado los cerrajeros, ni aun los orfebres, de Krynn. Hizo girar el argénteo instrumento mientras recitaba unas frases arcanas y oyó un chasquido, señal de que el mecanismo, la trampa de nefandos efectos, había sido accionada.

Llamó a uno de los guardianes. Las descarnadas cuencas oculares de éste avanzaron por el piso hasta inmovilizarse delante de él.

—Toma esta llave y custódiala hasta el final de los tiempos —le encargó—. No se la des a nadie, ni siquiera a mí. Tu puesto estará, a partir de hoy, en la puerta, que no dejarás atravesar a ningún ente, sea cual fuere su plano de existencia. Infligirás una rápida muerte al intruso que pretenda burlarte.

El espectro cerró los ojos, si así podían denominarse, para significar su asentimiento. Tras iniciar el descenso de la escalera, Dalamar se volvió una vez y vio aquel par de incorpóreas pupilas enmarcadas en la entrada, acechantes en la oscuridad.

El nigromante esbozó una sonrisa y, satisfecho, se alejó.

Epílogo

Regreso al hogar

Un golpe, otro, otro más. Tika Waylan Majere, que dormía plácidamente, se sentó sobresaltada en el lecho y, después de acallar el sonoro bombeo de su corazón, aguzó el oído con la esperanza de identificar el ruido que la había despertado.

Nada percibió. ¿Acaso lo había soñado? Apartando los tirabuzones pelirrojos que le tapaban el rostro, todavía amodorrada, espió la ventana. Rayaba el alba, el sol no había aparecido en el horizonte pero las brumas nocturnas se batían en retirada y, al hacerlo, revelaban un cielo limpio, azul, en la media luz que precede al amanecer. Los pájaros, como de costumbre, habían madrugado y ensayaban sus coros domésticos, silbando y canturreando entre ellos. Eran los únicos habitantes de Solace que saludaban tan tempranamente la creciente luminosidad, pues a aquella hora incluso el centinela que hacía la ronda nocturna solía rendirse a la influencia del benigno clima primaveral y dar una cabezada, incrustando el mentón en el pecho y lanzando estentóreos ronquidos.

«Sí, lo he soñado —insistió Tika en su fuero interno, somnolienta y afligida—. Me pregunto cuándo voy a habituarme a dormir sola. El más suave tintineo me arranca de mi letargo.»

Arrebujóse de nuevo entre las sábanas, estiró el embozo por encima de la cabeza para que la claridad no la desvelase y, deseosa de sumirse en un apacible sopor, se esforzó en cerrar los párpados.

También recurrió a la táctica de tantas otras ocasiones, imaginar que Caramon estaba tendido a su lado, la estrechaba contra su pecho y, respirando fuerte, vivo su corazón en un latir que transmitía confianza, ternura, le murmuraba mientras le daba cariñosas palmadas en el hombro: «Ha sido una pesadilla. No te preocupes, mañana la habrás olvidado.»

Un cuarto golpe y luego el siguiente, hasta perder la cuenta. La muchacha abrió rauda los ojos y se dijo, ahora convencida, que no era una jugarreta de su mente sino un tamborileo real, originado en las alturas. ¡Había alguien entre las ramas del vallenwood!

Se levantó y, con el sigilo que aprendiera a adoptar en sus aventuras bélicas, asió la bata que yacía extendida al pie de la cama, se embutió en ella —no sin confundirse de mangas y tener que repetir la operación— y abandonó el dormitorio.

Los golpes arreciaron, su ritmo fue
in crescendo
. Tika se mordió el labio, en una mezcla de resolución y temor. ¿Quién merodeaba por la casa que su esposo empezara a construirle en el árbol? Había localizado la procedencia del ruido, pero no atinaba a explicarse qué estaba sucediendo. ¿Eran quizá ladrones? Allí sólo estaban las herramientas de Caramon.

Lanzó una risotada, que se trocó en sollozo al evocar el trabajo del hombretón. Configuraban sus útiles un martillo con la cabeza desencajada, que saltaba por los aires siempre que se ponía a clavar una tachuela, una sierra tan desdentada que se asemejaba a la sonrisa de un enano gully y una garlopa que no alisaría ni la mantequilla del desayuno. Todos ellos inservibles, aunque en extremo valiosos para la mujer, quien no los había tocado desde que él partiera.

Más y más golpeteos, ahora rítmicos como si, al fin, hubieran encontrado su cadencia. La posadera cruzó la sala de estar pero, cuando tenía ya la mano en el pomo de la puerta principal, una reflexión hizo que se detuviera.

«Sería más prudente llevar un arma», se aconsejó a sí misma y, tras un corto reconocimiento, agarró un cazo de la cocina, el sucedáneo de arma más contundente que se expuso a su inspección. Sujetándolo por el mango, entreabrió la puerta y, silenciosa, salió a través de la rendija.

Los rayos solares empezaban a festonear de un halo incandescente las cumbres montañosas, que, todavía nevadas, asumían una indescriptible belleza gracias al contraste del blanco y el oro y, además, se realzaban al recortarse contra el cielo sin nubes. La hierba brillaba con el rocío cual una ristra de diminutas perlas, la atmósfera embriagaba en su prístina pureza, las hojas nuevas de los vallenwoods se mecían y alborozaban bajo la caricia del astro y, en resumen, tan espléndido se anunciaba el día que podría haber sido el primero de todas las eras, aquel en el que los dioses contemplaron, exuberantes de gozo, su creación sin mácula.

Pero Tika no estaba de humor para hacedores, paisajes verdeantes ni baños de rocío, y sentía frío bajo el contacto de sus pies desnudos. Con el cazo en el puño cerrado, oculto detrás de su espalda, se encaramó a la escala que conducía al inconcluso refugio, un nido humano, sencillo y a un tiempo ambicioso entretejido en la confluencia de dos ramas. Hizo una pausa cerca de la copa y, discreta, se asomó entre dos troncos que constituían un buen puesto de observación.

Sus sospechas se confirmaron. Allí había alguien. Apenas distinguía la figura que se agazapaba en un oscuro rincón pero le bastó con detectar su presencia para trepar por la rama, que hacía las veces de puente y, ya en el entarimado, cruzar las planchas sin provocar ni un solo crujido.

Mientras realizaba la travesía, no obstante, vibró en sus tímpanos una risita jocosa y como amortiguada que se le antojó familiar. Vaciló, pero reanudó presta la marcha, cavilando que eran figuraciones suyas.

Próxima ya al individuo que osaba allanar su futura morada, y que llevaba una capa alrededor de los hombros, Tika se hizo una idea más concreta de su apariencia. Era un humano y, a juzgar por la musculatura de sus brazos, uno de los más gigantescos que había visto nunca, con una complexión que la anchura de los omóplatos acababa de perfilar. Estaba acuclillado, de espaldas y, ajeno al escrutinio de la posadera, alzó la mano.

¡Blandía el martillo de Caramon!

«¿Cómo se atreve a manipular las cosas de mi esposo? —se encolerizó la mujer—. Corpulento o no, todos son iguales cuando caen inconscientes al suelo.»

Decidida a darle un escarmiento, elevó el cazo…

—¡Cuidado, Caramon! —gritó una vocecilla aguda.

El grandullón, frente a tan urgente aviso, se puso en pie y dio media vuelta. El recipiente culinario se estrelló contra el entarimado estrepitosamente, mientras el martillo y sus inseparables clavos corrían idéntica suerte.

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