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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (41 page)

Penetrando en la Torre, Tanis espió la penumbra reinante hasta distinguir a Caramon tumbado en el suelo, sobre una alfombra de virutas. El semielfo estiró el brazo con objeto de auxiliar a su compañero, pero se paralizó.

—¡En nombre del Abismo! —renegó, atascado el aire en su garganta.

El luchador se puso de pie y se limitó a confirmar, con aparente hastío:

—Sí, ya me había tropezado con esos entes.

La causa de tan breve diálogo eran dos globos oculares que, carentes de cuencas, flotaban delante de ellos, translúcidos en sus destellos indefinibles y casi irreales.

—No consientas que te toquen —avisó el guerrero en voz baja—. Absorberían tus esencias vitales.

Las pupilas estrecharon filas, y el humano escudó presto al semielfo.

—Soy Caramon Majere —se identificó frente al espectro—, hermano de Fistandantilus. Ya me conoces nos vimos en tiempos remotos.

Cejaron los ojos en su pulular y Tanis, precavido pero sin amedrentarse, les mostró el brazo de la pulsera. Los fríos focos de luz se reflejaron en la exquisita talla de orfebrería mientras su portador se presentaba, al igual que hiciera el otro visitante.

—Soy un aliado de Dalamar, tu amo fue él quien me regaló la pulsera.

No pudo extenderse en su plática porque, de repente, una garra atenazó su brazo. Un espasmo lacerante recorrió sus entrañas, interrumpió su palpito y, bamboleándose, estuvo a punto de caer. Por fortuna, Caramon se hallaba a su lado y le sostuvo.

—¡La alhaja se ha esfumado! —exclamó el semielfo.

—¡Dalamar! —colaboró el guerrero a la causa común de su salvación, con una voz cavernosa que arrancó ecos de las paredes de la cámara—. ¡Soy yo, Caramon, el gemelo de Raistlin! Tengo que atravesar el Portal. Estoy seguro de poder desbaratar los planes del archimago. ¡Manda a tus guardianes que se retiren, Dalamar! —le conminó.

—Quizá sea demasiado tarde —masculló el otro héroe de la Lanza, mirando aquel par de candiles fantasmales que permanecían al acecho—. Si Kit se nos ha adelantado, lo más probable es que el aprendiz haya muerto.

—En ese caso, nosotros no tardaremos en sucumbir —afirmó Caramon.

Capítulo 6

Una incursión en las tinieblas

—¡Maldita seas, Kitiara!

El sufrimiento acalló a Dalamar como una mordaza. Tambaleándose, el acólito se puso una mano en un costado y notó la cálida afluencia de sangre.

Ninguna sonrisa de triunfo iluminó la faz de la agresora. Si algo se grabó en ella fueron más bien las arrugas del miedo, de la incertidumbre, al advertir que un golpe letal había errado en su diana. «¿Por qué?», se preguntó en un arranque de furia. Había matado con idéntico proceder a centenares de hombres, ¿cómo era posible que fallase ahora? Tras soltar el cuchillo, desenvainó la espada y atacó en una misma secuencia.

El acero silbó en el aire debido a la fuerza de la embestida, pero se estrelló contra un muro sólido. Brotaron las chispas al tomar contacto el metal con el escudo mágico que el hechicero había invocado como protección personal, y un impacto paralizador iniciado en el filo recorrió el arma, la empuñadura y el brazo que la blandía. La espada se deslizó de la mano entumecida a la vez que, sujetándose el brazo, la perpleja Kit hincaba la rodilla en el suelo.

Dalamar se recobró del efecto abrumador del aguijonazo. Los encantamientos defensivos tras los que se parapetaba eran fruto de un acto reflejo, el resultado de numerosos años de práctica. Ni siquiera necesitaba formularlos de manera consciente: un simple atisbo de peligro activaba estos resortes de su sapiencia, que en nada se asemejaban a los que había reservado para el enfrentamiento contra el shalafi. Sea como fuere, no debía desestimar las cualidades guerreras de la mujer que se hallaba postrada en el laboratorio y, mientras ejercitaba la mano derecha, que quedó insensibilizada, estiraba la izquierda en busca de su arma.

La lucha había comenzado.

Con felina agilidad, la dama se enderezó. Ardía en sus ojos la fiereza de la batalla, la lujuria casi sexual que la consumía siempre que peleaba y que Dalamar había detectado en otras pupilas, las de Raistlin cuando vagaba en el éxtasis de su magia. El elfo oscuro sofocó una sensación agobiante nacida en los recovecos de su ser y trató de conjurar, asimismo, el pánico y el dolor a fin de concentrarse exclusivamente en los sortilegios apropiados.

—No me obligues a matarte, Kitiara —la amenazó, deseoso de ganar tiempo y recuperar su fuerza.

Sus energías crecían por segundos, pero, una vez recuperadas, tenía que conservarlas intactas. De nada le serviría abatir a Kitiara para perecer, poco después, a manos de su hermanastro. Vencido su primitivo impulso de llamar a los guardianes, ya que si la mujer los había burlado en el altercado del vestíbulo merced, sin duda, a la joya nocturna que le otorgase Raistlin, volvería a ahuyentarlos sin dificultad, el taimado aprendiz recurrió a otra iniciativa.

Reculando unos pasos frente a la Señora del Dragón, el hechicero se acercó a la pétrea mesa donde descansaban sus artilugios arcanos. Localizó discreto, por el rabillo del ojo, una varita de oro que relumbraba en la exigua luz del aposento, y perfiló su plan. Era imprescindible conjugar con precisa exactitud las distintas fases, ya que el uso de la áurea pieza exigía disolver antes el escudo invisible. Leyó en la mirada de la Dama Oscura que había adivinado sus confabulaciones, que aguardaba ansiosa cualquier desliz para acometerle.

—Has sido engañada, Kitiara —dijo con su acento más sugerente, abrigando la esperanza de distraerla.

—¡Por ti! —le espetó ella, enojada.

Asió entonces un candelabro de plata, consistente en un macizo pedestal y varios brazos de elegante diseño, y se lo arrojó a su adversario. El proyectil rebotó contra el muro mágico y, sin infligir daño a la supuesta víctima, cayó a sus pies. Una nube de humo procedente de las velas se elevó en volutas sobre la alfombra, pero el conato de incendio fue extinguido por la propia cera al derretirse.

—Por el caballero Soth —afirmó Dalamar.

—¡Ja! —se mofó la dignataria.

Una redoma sucedió al candelabro en su aérea trayectoria, con un desenlace menos venturoso, puesto que, al topar contra la barrera, se desintegró en una rociada de cristales. Al ver cómo volaban los añicos en todas direcciones, Kitiara agarró otro candelabro de plata, pareja del anterior, y le dio idéntico trato. Su obstinación no era consecuencia de la ignorancia. Conocía de sobra los sistemas para derrotar a los magos de mayores o menores virtudes. Si lanzaba a su oponente todos aquellos proyectiles era precisamente porque quería debilitarle, forzarle a emplear sus facultades en mantener íntegro el escudo en detrimento de otras argucias.

—Has encontrado Palanthas fortificada —argumentó el elfo con su objetivo, la varita, casi al alcance—. ¿No intuyes el motivo? Es muy sencillo, se declaró en la ciudad el estado de sitio después de que tu desleal esbirro me comunicara tus designios. Me aseguró que asediarías la ciudad a fin de ayudar al shalafi de tal suerte que, cuando cruce el Portal e incite a hacer lo mismo a la Reina de la Oscuridad, tú puedas brindarle la acogida de una amante hermana y contribuir a exterminar a la soberana.

Tan convincente fue el discurso, que la fémina hizo una pausa. Incluso la espada descendió unos milímetros, un tramo inapreciable pero significativo.

—¿Soth te contó todo eso? —indagó.

—Así es —se ratificó el acólito, aliviado ante los titubeos de aquella férrea contrincante.

Las molestias de su herida habían remitido, aunque perduraba una secuela a modo, acaso, de recordatorio sobre la pericia de la mujer. Sin perder a ésta de vista, el aprendiz se aventuró a reconocer el lugar donde el acero había hendido su carne y halló su ropa adherida, tosco remedo de un vendaje. La hemorragia se había contenido.

—¿Por qué? —insistió Kit, enarcando las cejas en una parodia de asombro—. ¿Qué gana Soth vendiéndome a ti, elfo oscuro?

—Tu posesión —susurró el aludido, malicioso, insinuante—. Pretende hacerte suya por el único medio que se le ofrece.

Cual una afilada aguja, el terror penetró los órganos de la mandataria hasta clavarse en su corazón. Evocó el macabro acento que festoneaba la voz hueca del Caballero de la Rosa Negra al sugerirle, porque la idea partió de él, que redujera a los palanthianos. Trocada su rabia en pánico, entre convulsiones, se dijo asimismo, que los centinelas le habían emponzoñado, que los arañazos de sus brazos recogieron la funesta dádiva de los fantasmas que los flagelaron y, de nuevo, creyó sentir el tacto glacial de sus zarpas. La ración del veneno y la nebulosa efigie de Soth nublaron su raciocinio y apenas columbró la sonrisa victoriosa de Dalamar.

Mientras su rival combatía con denuedo el pavor, el vahído, el acólito aprovechó un momento en el que ella había ladeado el rostro en un vano afán por disimular sus emociones para comprobar la situación de la varita, tanteando el borde de la mesa.

Kitiara hundió los hombros, la cabeza. Sostenía la espada con la muñeca laxa y utilizaba la otra mano para manosear la hoja, en el gesto de quien ha sido vencido. Sin embargo, este alarde de flaqueza física era puro fingimiento. El brazo que sostenía la espada se había fortalecido, la sangre volvía a circular e infundirle vitalidad, y también su pensamiento se había centrado. Era su propósito dar a entender al elfo que había quedado desvalida. «Dejemos que se recree en sus laureles —proyectó—, y en cuanto pronuncie una sílaba arcana le abriré en canal.»

Aguzó el oído, ya que era demasiado arriesgado espiar al otro contendiente con los ojos pero nada percibió salvo el suave crujir de las negras vestiduras y una entrecortada cadencia respiratoria. ¿Era cierto lo de Soth? Y, en caso afirmativo, ¿qué importaba? En el fondo resultaba divertido. Otros pretendientes habían incurrido en peores avatares para obtener su favor y, pese a sus artimañas, seguía libre. Resolvió que tendría tiempo más tarde de escarmentar al espectro. Ahora debía ocuparse de otro comentario de Dalamar, concerniente a Raistlin, que la intrigaba sobremanera. ¿Podía el nigromante destruir a la soberana de las tinieblas, o sería ella quien le pulverizase?

La perspectiva de que el archimago consiguiera atraer a Takhisis a su plano de existencia espantaba a la Señora del Dragón. Más que eso, la horrorizaba.

«Te fui útil una vez, ¿no es verdad, Oscura Majestad? —pensó—. Entonces no eras sino una sombra en este lado del espejo, pero, si adquieres la supremacía, ¿qué puesto me asignarás en el mundo? Ninguno, porque me aborreces tanto como yo a ti.

«En lo relativo a esa viscosa larva que tengo por hermano, hay alguien que le aguarda impaciente: Dalamar. Pertenece a su shalafi en cuerpo y alma, su aspiración es respaldarle y no interceptarle el paso cuando asome tras el Portal. No, querido amante, tus embustes no han de embaucarme. Confiar en ti es un lujo demasiado caro.»

El aprendiz reparó en que Kitiara se estremecía, que sus magulladuras asumían una tonalidad cárdena. Era obvio que se estaba debilitando, ya que no le concedía tanta voluntad como para inocular una dosis de euforia, ni siquiera pasajera, en sus venas, y tenía constancia de los efectos retardados que un sencillo roce de sus secuaces causaba en quien osaba desafiarles si no perecía en el acto. Además, no le había pasado inadvertida la palidez del rostro femenino al mencionar él a Soth. A estas alturas, la dama ya no podía zafarse a su estulticia al obedecer los consejos del maligno caballero de ultratumba aunque, dada la inminencia del fin, era superfluo obcecarse. «De todos modos —recapacitó el inteligente mago—, su representación de antes ha sido exagerada. Algo trama será mejor que no descuide la vigilancia. Mi sensual amante —parafraseó sin haberlo premeditado—, la confianza es un error que no he de permitirme.»

Tanteó la superficie de roca y, agarrando la varita, la esgrimió, al mismo tiempo que entonaba el versículo que neutralizaría el escudo. En aquel instante la dignataria dio media vuelta y trazó un sesgo en el aire, manejando la espada con ambas manos para asestar un golpe más fuerte. La estocada habría decapitado al elfo de no haber encorvado éste la espalda al alargar el brazo hacia el ingenio.

Tal como sucedieron las cosas, el filo cortó el omóplato derecho y, ensartándolo a considerable profundidad, desgarró músculos y casi cercenó el brazo. El acólito soltó la varita con un alarido, pero no antes de desencadenar sus poderes. Un relámpago ahorquillado fulminó el pecho de Kit a través de tres puntas siseantes, lanzó su contusionado cuerpo hacia atrás y lo aplastó contra el suelo.

Dalamar se volcó sobre la mesa, jadeante y malherido. La sangre manaba a rítmicos borbotones de su brazo, un misterio que no desentrañó hasta unos segundos después, cuando acudieron a su memoria las lecciones de anatomía de Raistlin. Lo que se vertía era la savia purificada en el corazón, así que la muerte sobrevendría en un breve lapso. El anillo curativo se ceñía al anular derecho, en el flanco dañado, de manera que apretujó la esmeralda con los dedos sanos y farfulló el vocablo que activaba la magia.

Se desmayó, y cayó desplomado en un charco formado por su propia sangre.

—¡Dalamar! —llamó una voz.

Aturdido, el elfo oscuro rebulló. Un dolor inenarrable sacudió todo su cuerpo y, entre gemidos, intentó abandonarse a la dulce penumbra del olvido. Se lo impidió un nuevo grito, urgente y sonoro, que no le daba más opción que retornar a la vigilia. Con la lucidez vino el miedo.

Hizo ademán de sentarse, estimulado por este sentimiento, pero el impacto sufrido volvió a azotarle y hubo de desistir. Semiconsciente, notó que los alvéolos óseos bailaban una siniestra danza y que el brazo diestro colgaba, tumefacto y sin vida, de su costado. La sortija había evitado que se desangrase, viviría… para dejar al shalafi el privilegio de aniquilarle.

—¡Dalamar, soy Caramon! —se identificó el dueño de aquella voz estentórea.

El aprendiz sollozó esperanzado. Torciendo el cuello, un movimiento que le exigió un esfuerzo supremo, miró el Portal. Los ojos reptilianos brillaban con intensidad y, al hacerlo, creaban un aura que se había difundido por todo su contorno. El vacío bullía en vibraciones, de él brotaba un viento caliente que acarició sus pómulos. ¿O su temperatura no era tal, sino que respondía a la fiebre que le consumía?

Oyó un ruido apagado en un umbrío rincón del laboratorio, y le asaltó una aprensión de otra naturaleza. ¡No, era imposible que Kitiara hubiera sobrevivido! Rechinante su dentadura, dirigió sus pupilas hacia la dignataria y distinguió las piezas de la armadura que respetaran los espectros donde, diáfanas, reverberaban las dimanaciones luminosa de los dragones. La dama estaba quieta, y se olía a carne quemada. Pero los ecos que suscitaron en el acólito la necesidad de examinarla habían sido reales.

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