—Bien venidos al infierno —ironizó Dunphy.
El coche se detuvo a la puerta de un club nocturno «Sólo para adultos» en el barrio de Las Verónicas.
—Allí abajo —le indicó el taxista.
Y señaló hacia un camino peatonal apartado que serpenteaba por la suave pendiente de una colina entre palmeras y flores, para luego torcer hacia atrás y más allá girar en dirección al mar.
Dunphy le dio mil pesetas.
—Tenemos que seguir andando el resto del camino —le explicó a Clem.
Tardaron media hora en dar con el Broken Tiller, que Dunphy no había visitado desde hacía tres años. En ese tiempo habían construido nuevos edificios, dos a ambos lados y uno en la parte de atrás. De manera que el agujero de Frank Boylan quedaba ahora al abrigo de un apartotel de fachada muy blanca y seis plantas llamado Miramar. A un lado se veía un bierstube alemán, y al otro, una discoteca (Studio 666). Por lo demás, aquel lugar no había cambiado mucho.
Situado en la ladera de una colina verde, el Tiller era un sencillo y casi elegante bar restaurante que daba al mar justo sobre una playa nudista. Las puestas de sol, según recordaba Dunphy, eran con frecuencia espectaculares desde allí, sobre todo en la estación lluviosa. Y aquella tarde no fue una excepción.
El sol, enorme y rojo, se ponía en el horizonte en medio de un cielo lleno de nubes de diversas tonalidades. Tras dejar las bolsas de viaje en el suelo, junto a un sofá azul pálido, Dunphy y Clem se sentaron a una mesa en unas sillas blancas de mimbre. Un
apuesto joven tinerfeño salió muy sonriente de detrás de la barra y se dirigió hacia ellos.
—¿Qué desean tomar?
—Para mí, una cerveza, y tú… ¿qué quieres? —preguntó Dunphy mirando a Clementine.
—Yo tomaré un gin-tonic, por favor.
Antes de que el camarero se marchara, Dunphy le comentó:
—Estoy buscando a un amigo mío.
—¿Ah, sí?
—Sí. Se llama Tommy Davis. He pensado que tal vez lo hayas visto por aquí.
El muchacho, que no podía tener más de dieciocho años, parpadeó y se puso a hacer como que pensaba. Al cabo negó con la cabeza y se encogió de hombros.
—No, lo siento.
«Qué pregunta más tonta», pensó Dunphy. Tommy no quería que lo encontrasen, así que la respuesta del muchacho habría sido la misma lo hubiera visto o no.
—¿Y Frank Boylan? ¿Qué me dices de él? ¿Sigue siendo el dueño de esto?
—¿Frank Boylan? Ah, sí, claro —respondió el camarero con una amplia sonrisa—. Nunca lo venderá. ¿Conoce al señor Boylan?
Dunphy asintió con la cabeza.
—Somos viejos amigos. ¿Puedes llamarlo por teléfono de mi parte?
—Sí, creo que sí —dijo el muchacho—. Si no anda por ahí bebiendo, claro. Porque a veces, cuando bebe…
—Sí, ya lo sé.
—Cuando bebe apaga el teléfono móvil. Dice que no quiere que lo molesten.
—Sí. Bueno, mira a ver si puedes localizarlo. Dile que Merry Kerry está en el bar.
—¿Mary Kelly?
—Merry… Kerry —le corrigió Dunphy—. Como Happy Kerry, pero con otras letras. Y de paso… mira detrás de la barra. Creo que hay un paquete para mí.
Eran las ocho y media cuando Tommy entró en el bar acompañado del diminuto pero fornido Francis Boylan.
—¡Vaya, Jack en persona! —exclamó Tommy con un acento irlandés muy marcado, a pesar de los muchos meses que llevaba
en España—. He intentado ponerme en contacto contigo varias
veces, pero lo único que se oye por el teléfono son unos ruidos raros. ¡Pensaba que la habías palmado!
Un gran abrazo; luego Dunphy se soltó para estrecharle la mano a Boylan.
—De hecho, tal y como están las cosas, podría palmarla en cualquier momento.
Después le presentó a Clementine.
—Encantado —la saludó Tommy, abrazándola con más entusiasmo del estrictamente necesario.
Dunphy cogió del brazo a Clem y le presentó al «gran Francis Boylan».
—Y éste es nuestro anfitrión.
El irlandés le estrechó la mano y se volvió hacia Dunphy con una mirada de aprobación.
—Tienes suerte.
Poco después estaban todos sentados en torno a unos platos de tapas, bebiendo vino, mientras Tommy se quejaba de lo dura que era la vida en Tenerife.
—Nos está matando a los dos —afirmó—. El amigo Francis, aquí presente, no es ni sombra de lo que era. No hay más que mirarlo; está desperdiciando la vida y le han aparecido esas bolsas debajo de los ojos…
—Hombre, pues a mí me parece que tiene un aspecto muy saludable —observó Clementine.
—Gracias —dijo Boylan.
—Es la mezcla de sexo, sol y alcohol —insistió Tommy—. Si uno se para a pensarlo, aquí llegan mil mujeres todos los días, y todas ellas vienen dispuestas a pasárselo bien. Así que si vives aquí y conoces el lugar… bueno, me extraña que todavía no se le haya ocurrido a nadie hacer un estudio médico sobre los efectos de esta clase de vida.
En las horas que siguieron probaron la cocina del Broken Tiller y tuvieron la suerte de encontrar al chef en buena forma. Entre bocado y bocado de pez espada, patatas y judías verdes, Dunphy les habló a sus amigos de Blémont y del encuentro que había tenido en el avión durante el vuelo que los llevaba de Madrid a la isla.
—Así que le robaste el dinero a ese hombre —dijo Boylan—. Y ahora trata de recuperarlo.
—Sí —convino Dunphy.
—Bueno, pues eso no se le puede reprochar —declaró Tommy—. Yo haría lo mismo.
—Claro, tú y cualquiera —dijo Dunphy—. Pero miremos las cosas con perspectiva. Ese tipo es un verdadero demonio; no es como si yo les hubiera robado el dinero a las Hermanitas de la Caridad.
—Aun así…
—¡Y además es antisemita! —insistió Dunphy—. Y para empezar, el dinero ni siquiera era suyo.
—¡Pues que le roben los judíos! —sugirió Tommy.
Pero antes de que Dunphy pudiera replicar, Boylan hizo otra sugerencia:
—Yo podría tener unas palabras con él, si tú quieres. Podría mandarle a un par de muchachos para que le hicieran una visita y le pidieran un poco de paciencia.
Dunphy se quedó pensando en ello y luego negó con la cabeza.
—Es mi problema. Yo me ocuparé de él.
—En ese caso… —Boylan se llevó una mano a la espalda y se sacó del cinturón una pistola pequeña y muy elegante. La introdujo con cuidado entre las páginas de un periódico local llamado Canarias 7 y se lo acercó a Dunphy empujándolo por encima de la mesa—. Es una P7 —explicó—. Heckler & Koch. Ocho balas en el cargador.
Clem puso los ojos en blanco, se echó hacia atrás en la silla y luego miró a otra parte.
—¡Gracias! —le dijo Dunphy al tiempo que se metía la pistola en el cinturón—. Te la devolveré antes de que nos marchemos.
Boylan asintió.
—Te lo agradecería. Me costó uno de los grandes.
—Bueno, ¿y dónde os alojáis? —preguntó Tommy.
—Todavía no lo sé —respondió Dunphy—. Sólo hace un par de horas que hemos llegado.
—Pues quedaos en casa de Nicky Slade —sugirió Boylan—. Te acuerdas de Nicky, ¿verdad?
—El marino —asintió Dunphy.
—Ese mismo —convino Tommy.
—El sitio está muy bien, y Nicky no va necesitarlo durante una temporada.
—¿Por qué no? —quiso saber Dunphy.
Boylan echó una breve ojeada a Tommy y luego volvió a mirar a Dunphy.
—¿Tú qué crees? Pues porque está de viaje.
—Ah, yo no lo sé. ¿Es así? —preguntó Dunphy.
—Sí —dijo Tommy—. En realidad, estará fuera bastante tiempo.
—Por lo que parece, se trata de un viaje muy largo —señaló Dunphy.
—Así es.
—¿Y cómo es eso?
—Pues porque se ve que el hombre no cae en gracia.
—¿A quién?
—A ciertos grupos.
—¿Qué grupos?
—A la OTAN —contestó Tommy—. Eres muy insistente, ¿lo sabías?
Clem soltó una risita y Dunphy frunció el ceño.
—¿Y qué ha hecho para no caerle en gracia a la OTAN?
—Pues el caso es que cometió un pequeño error en uno de sus certificados de mercancías —explicó Boylan.
—¿Ah, sí? —preguntó Dunphy.
—Sí —dijo Tommy—. Y no veas, los burócratas lo han convertido en un caso federal.
—Y… ¿de qué error se trataba exactamente? —quiso saber Dunphy.
—Pues, por lo que me han contado, se ve que anotó «chardonnay» al rellenar uno de los impresos cuando debería haber puesto «granadas».
Llegaron a la casa de Nicky Slade poco después de medianoche. Estaba situada en una tranquila calle de Las Galletas, en la costa de Las Américas, no muy lejos de la playa. Según les contó Tommy, en la casa de la izquierda vivían tres azafatas, y una anciana escocesa ocupaba la de la derecha.
—Aquí estaréis muy bien —les aseguró.
Al entrar los recibió un olor a humedad.
—Debe de ser por culpa de la OTAN —bromeó Tommy.
Al parecer, la casa llevaba deshabitada varias semanas. Sin embargo, una vez abrieron las ventanas, la fresca brisa despejó en seguida el aire viciado. Dunphy encendió las luces del cuarto de estar.
—Mañana por la mañana te traeré la grabadora —le indicó Tommy—. Así podrás escuchar la cinta.
Se refería a la grabación que Dunphy se había enviado a sí mismo al Broken Tillen
—Pues llámame antes de venir —le advirtió Dunphy—. No quiero dispararte a través de la puerta.
—Así lo haré —le prometió Tommy mientras retrocedía y se despedía de ellos con la mano—. Adiós.
Dunphy cerró la puerta y entró en la cocina. Al abrir la nevera encontró media caja de Budweisser, mostaza de dos clases y poco más. Mientras pensaba que una caja de Budweisser debía de costar una fortuna en las Canarias, Dunphy abrió un botellín y regresó al cuarto de estar.
—Esos amigos tuyos me parecen bastante simpáticos —le comentó Clementine mientras examinada una pila de discos compactos—. Pero…
—¿Pero qué?
—Que son un poco bastos.
Dunphy asintió.
—Bueno, sí. Es por su trabajo.
Se sacó la pistola del cinturón y la dejó sobre la mesita del café, junto a un florero con claveles de tela llenos de polvo. Luego se acercó a la ventana y aspiró una bocanada de cálido aire marino.
—¿Crees que nos encontrarán? —quiso saber Clem.
—No lo sé —respondió Dunphy, preguntándose a quiénes se referiría, si a los hombres que los perseguían por cuenta de Blémont o a los de la Agencia—. No creo que nos siguieran desde el aeropuerto, aunque la verdad es que tampoco pensé que nos siguieran desde Jersey. De modo que… no lo sé.
Clementine puso un disco y pronto una voz llena de sentimiento se extendió por la habitación; se quejaba y decía que «es fácil endurecerse cada día más».
—Iris Dement —señaló Clem, meciéndose al compás de la música.
Dunphy se apoyó en el alféizar de la ventana y bebió un sorbo de cerveza. Miraba hacia el pequeño jardín (¿quién se iba a imaginar que Slade fuese aficionado a la jardinería?), y más allá del mismo, hacia una hilera de luces que se veían en el horizonte oscuro. Buques de carga y barcos de pasajeros, veleros y petroleros. Era una escena hermosa, incluso romántica, pero no conseguía abandonarse a ella. No se quitaba de la cabeza al Rubiales y al Deportista, y en cómo habían desaparecido una vez que aterrizaron en Tenerife.
Como no tenían equipaje que recoger, Dunphy y Clem no habían tenido que pasar por la aduana; al salir del aeropuerto cogieron el primer taxi que encontraron y se dirigieron a la ciudad. Si sus perseguidores hubiesen andado cerca, Dunphy los habría visto. Pero no los vio. Y eso le hacía preguntarse si…
No.
Durante unos instantes contempló la posibilidad de que, de un modo u otro, los hubiese asustado. Pero ¿qué probabilidades existían de que así fuese? El Rubiales no parecía asustado, sino más bien molesto. De manera que…
Debían de haber llamado a Tenerife antes de salir de Madrid. Seguro que alguien los esperaba en el aeropuerto, lo cual significaba…
Dunphy hizo un gesto de contrariedad. Luego corrió las cortinas y se aseguró de que las puertas que daban al jardín quedaban bien cerradas. Las cerraduras no eran gran cosa; cualquiera las echaría abajo de una patada.
Volvió al cuarto de estar, cogió la nueve milímetros que le había prestado Boylan y se la metió en el bolsillo. Clem seguía moviéndose al compás de la música.
—¡Jack! —lo llamó.
—¿Sí?
—No nos va a pasar nada, ¿verdad?
Tommy llegó a la mañana siguiente, poco después de las diez. Como no había comida en el apartamento de Slade fueron a comprar croissants al mercado y después se dirigieron en coche a Las Américas.
—Podríamos acercarnos al Tiller —sugirió Tommy—. El café de Boylan es tan bueno como cualquier otro… y además el doble de fuerte.
Dejaron el Dos Caballos rojo de Tommy en un aparcamiento cerca del cine Dumas y bajaron por la cuesta hasta el Broken Tiller. El mismo muchacho de la noche anterior se encontraba detrás de la barra secando vasos.
Por lo demás, el lugar estaba desierto. Oscuro y fresco.
—¡Café, Miguel!
—Para mí nada, gracias —le indicó Clem—. Yo voy a darme un baño.
Dunphy puso una expresión de escepticismo.
—¿No se te olvida algo?
La muchacha lo miró sin comprender.
—¿Qué?
—El traje de baño —le aclaró Dunphy, que se había sentado a una mesa en un rincón del bar.
Clem le dio un beso en la coronilla.
—Qué mono eres.
Y girando sobre sus talones, salió a la luz del día con una toalla de baño bajo el brazo.
—¡Esto tengo que verlo! —exclamó Tommy.
—Ni hablar —replicó Dunphy, y cogiéndolo por el brazo lo obligó a sentarse en la silla que había a su lado. Luego le preguntó—: ¿Has traído la grabadora?
—Sí —asintió Tommy; la sacó del bolsillo de la camisa y se la tendió.
—¿Es una grabación del profesor?
Dunphy asintió al tiempo que metía la microcasete en el reproductor:
—Es la última que conseguimos antes de que lo hicieran picadillo.
—Bueno, pues si no te importa, y en vista de que sólo puede escucharlo uno de nosotros, voy a llevarme el café a la playa —comentó Tommy.
Dunphy conectó la clavija de los auriculares en la grabadora y se los colocó a modo de diadema.
—Oye, no tendrás intención de ir a ligar con mi novia, ¿verdad?
—¡Venga, hombre! Pero ¿por quién me tomas? —protestó Tommy.
—Por un pervertido.