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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

El último Dickens (48 page)

BOOK: El último Dickens
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Rebecca sabía que debía tener cuidado si quería que Louisa dijera algo más y no se agotara hasta el punto de no servir para nada.

—El señor Dickens, el Jefe, quería que usted compartiera con el mundo el mensaje que le susurró la noche en que aquel otro hombre la atacó.

Louisa pareció quedarse meditando esta idea sin abandonar su cabeceo constante. De repente, se detuvo.

—Sí, quería que se supiera. Dijo la verdad… Por fin veía el futuro —dijo.

—¡Sí! ¿Qué dijo? —la exhortó Rebecca.

Louisa dejó salir una exhalación que parecía llevar años guardada.

—Que Dios la ayude, pobre mujer.

Rebecca parpadeó sorprendida.

—¿Eso fue lo que le dijo? ¿Eso es todo lo que le dijo al oído?
¡Eso fue todo!

—¡Que Dios la ayude, pobre mujer! —repitió Louisa con más energía y una voz que contenía el espíritu de Dickens.

—¿Nada más? ¿Está usted segura, señora Barton?

—Y Dios
lo ha hecho
. El Jefe siempre dijo la verdad. ¡Dios me ha ayudado!

Que Dios la ayude, pobre mujer
. ¡Dickens bendiciendo a los desdichados! Rebecca, abatida y pensando en todo el tiempo que habían perdido para ir allí a sugerencia suya, hizo una señal a la celadora. No podía evitar lamentarse por lo decepcionado que se sentiría Osgood al enterarse de lo que le tenía que contar, pero sabía que debía decírselo sin pérdida de tiempo.

Louisa, cuyo ánimo parecía haberse levantado con la conversación sobre Dickens, no daba señales de querer que la entrevista acabara todavía.

—¡Estaba usted equivocada, querida! —le dijo cuando la celadora se disponía a acompañar a Rebecca a la salida. Las lágrimas empezaban a anegar los ojos de Louisa—. ¡En la calle no! ¡En la calle no!

Rebecca le pidió a la celadora que esperara.

—¿Qué quiere decir, señora Barton? —preguntó recuperando la atención con renovada paciencia hacia la interna.

—Usted dijo que le recogí en la calle. Pero no es cierto, nada de eso. El coche estaba parado cuando llegué. Aquel cochero, ¡intentaba llevarse al Jefe Dios sabe dónde!

Rebecca reflexionó sobre lo que le contaba. Siempre habían creído que Dickens había parado un coche para que le diera un paseo nocturno antes de volver al hotel. El hecho de que el coche estuviera vacío sugería que Dickens había alquilado el vehículo con un objetivo, o un cometido, en mente. ¿Tenía Dickens un destino concreto la noche anterior a abandonar Boston para siempre? Rebecca estaba a punto de preguntar más, pero para entonces Louisa estaba decidida a continuar voluntariamente.

—Fue en North Grove Street —dijo Louisa—. Cuando regresó al coche no sabía que era yo quien lo conducía. ¡Qué poco sabía entonces que nuestras vidas estaban destinadas a cambiar para siempre desde aquel momento! ¿Se puede evitar lo inevitable, querida? ¿Se puede evitar lo inevitable?

—¿North Grove Street?

El cochero que esperaba le abrió la puerta a Rebecca. Ella subió al coche y se sentó enfrente de Osgood.

—¡Es la facultad de Medicina! —exclamó Rebecca.

—¿Qué? ¿A qué se refiere? ¿Fue eso lo que le dijo Dickens a esa mujer? —preguntó Osgood.

—No, no —Rebecca le explicó que Louisa Barton había engañado al conductor del coche mientras éste esperaba a Dickens en North Grove Street—. No salió sólo a dar uno de sus paseos para tomar el aire —contó Rebecca—. Debió de decirle al cochero que le llevara a la facultad de Medicina.

Osgood volvió a recordar la conversación del desayuno entre Dickens y el doctor Oliver Wendell Holmes.

¿Hay algo de Boston que le gustaría conocer y todavía no ha visto, señor Dickens
, le había preguntado Osgood.

Hay un sitio. Tengo entendido que está en su misma facultad, doctor Holmes. El lugar donde el doctor Webster, al que conocí hace veinticinco años, asesinó al señor Parkman de tan extraordinaria manera. Ya entonces habría apostado el cuello a que Webster era un hombre cruel
.

—Tal vez haya algo allí —le dijo Osgood a Rebecca—. Él ya lo había visto. Conociendo al doctor Holmes, lo más probable es que le hubiera ofrecido a Dickens una exploración a conciencia. Si realmente volvió a aquel sórdido lugar antes de irse de Boston, debía de tener un motivo.

—¡Vayamos entonces de inmediato! —esta entusiasta exclamación salió de los labios de Marcus Wakefield. Estaba sentado en el asiento contiguo al de Osgood.

Osgood se dirigió a él.

—Señor Wakefield, ¿está usted seguro de que no le supone ningún trastorno que utilicemos su coche? Wakefield se encogió de hombros.

—¡Por supuesto! Lo he contratado todo el día y no tengo nada que hacer hasta más tarde. Es un placer poder prestar una pequeña ayuda a mis dos amigos americanos. Déjenme que envíe un mensajero con una nota a mi socio comercial y mi carruaje y mi humilde persona estaremos a su entera disposición hasta que acaben ustedes por completo y de una buena vez con el objetivo de su expedición.

37

Osgood, con una lámpara en las manos, descendió lentamente las escaleras que conducían al sótano de la facultad de Medicina, siguiendo los pasos que Dickens había dado con Holmes aquel día en Boston. ¿Y que había vuelto a dar aquella noche antes del asalto de la señora Barton? Osgood había dejado a Rebecca en el carruaje aparcado, aunque ella no quería quedarse.

—Señor Osgood, por favor, ¡seguro que puedo ayudarle a encontrar alguna pista! —le había urgido.

—No sabemos dónde está Herman. En conciencia, no puedo llevarla a un lugar donde existe un posible peligro —dijo Osgood—. Si pasara algo no me lo podría perdonar.

—Yo me quedaré con ella, señor Osgood —dijo Wakefield con un significativo cabeceo y una sonrisa amable—. Yo la cuidaré en caso de que Herman ande cerca.

—Gracias, señor Wakefield. No tardaré mucho —respondió Osgood. Sabía que tenía que cumplir aquella tarea aunque ello significara darle a Wakefield la oportunidad de confesar su amor a Rebecca. Tenía que descubrir lo que se ocultaba allí por el futuro de su empresa y tenía que garantizar la seguridad de Rebecca, aunque eso supusiera perder su afecto en el proceso en favor de Wakefield antes de que pudiera encontrar el medio de demostrar el suyo propio.

El editor entró en el edificio y descendió hasta el fondo de los escalones de madera que llevaban a aquel subterráneo de olor repugnante lleno de frascos con especímenes y estantes medio vacíos. Si la lunática del asilo tenía razón, ¿por qué había vuelto Dickens allí a solas, en mitad de la noche, cuando sólo le quedaban unas horas de estancia en Boston? Una frase de la primera entrega de
El misterio de Edwin Drood
se repetía en la cabeza del editor: «Si escondo mi reloj mientras estoy borracho —decía—, tendré que estar borracho otra vez para recordar dónde». Con la lámpara en una mano, Osgood tanteó las estanterías con la otra. Revisó la antigua mesa de trabajo y los nichos de la pared, palpó por detrás los pilones y las cañerías. Llegó al horno, del que salía el hedor espantoso que llenaba el recinto. Allí era donde, en otros tiempos, se habían incinerado trozos del cuerpo de Parkman. Osgood titubeó y rebuscó entre los pensamientos que se agolpaban en su cabeza.
Éste sería el sitio perfecto: el único lugar de Boston olvidado por todos, que han dejado intacto, mientras todo lo demás a su alrededor cambiaba. Nadie quería recordar una muerte tan execrable. Boston lo había guardado como un esqueleto en su gigantesco armario
.

Con firmeza, Osgood metió la mano en el horno. Sus dedos tantearon la superficie interior recubierta de cenizas y productos químicos. Era como meter la mano en una nube de tormenta: densa y vacía al mismo tiempo. Entonces rozó algo más sólido, algo que recordaba la piel reseca de un moribundo. Despacio, con cuidado de no dejarlo caer, sacó un cuarteado maletín de cuero.

Lo abrió. Dentro había un fajo de papeles. Osgood no daba crédito a sus ojos. Reconoció de inmediato la caligrafía de Dickens en tinta ferrogálica. Se quedó paralizado en el sitio con aquel tesoro en las manos. La sensación era tan abrumadora que, por un momento, no fue capaz de realizar la acción más natural que conocía desde la infancia: leer. No pudo hacer otra cosa que sentarse en la fría piedra presa de un irracional temor a que las páginas se esfumaran ante sus ojos una vez las hubiera visto. No se trataba sólo del triunfante alivio de haber llevado su búsqueda a un final victorioso. Era todo su futuro lo que tocaba con las yemas de los dedos. Tenía a Fields, Osgood & Co. en sus manos; todos los hombres y mujeres que confiaban en él. Era Rebecca.

Y era como si, durante unos segundos más, mantuviera a Charles Dickens con vida. Era una sensación vivificante. Pensó en la pregunta que le había hecho Frederick Leypoldt sobre el trabajo de editor:
¿Por qué no somos herreros o políticos?
Por esto, Leypoldt, precisamente por esto. El verdadero objetivo del editor era el descubrimiento de lo que nadie más estuviera buscando, de algo que despertara imaginaciones, ambiciones, emociones. De repente, no pudo esperar ni un solo segundo más para saber cómo acababa Edwin Drood. ¡Allí mismo, y con todas las respuestas en sus manos! ¿Vivo o muerto? ¿Retenido o escondido? Subió la intensidad de la luz, la dirigió sobre las páginas y empezó a estudiarlas, esforzándose por ver entre el polvo y la densa oscuridad. Pero la luz brillante de la lámpara casi cegaba sus ojos, hechos a la oscuridad.

—Vaya, ¡o sea que lo ha conseguido! —interrumpió Wakefield materializándose en lo alto de las escaleras y descendiendo con paso cauteloso a la bóveda con su habitual espíritu amistoso y alegre materialmente enterrado por la oscuridad—. ¿Ha descubierto ya algo, señor Osgood?

Osgood se levantó.

—Pero ¿por qué aquí? ¿Por qué querría dejarlo en este lugar, señor Osgood? —preguntó Wakefield.

—Le daba miedo perderlo —respondió Osgood.

—¿Miedo?

—Sí, miedo, ¿no se da cuenta? Piénselo. Dickens se disponía a irse de Boston para siempre la mañana siguiente. Desde el accidente de Staplehurst en el que casi perdió la vida, cada vez que se subía a un tren, a un barco, incluso a un coche de alquiler, quedaba paralizado por el miedo. Dickens sabía que la travesía de vuelta a Inglaterra a bordo del
Russia
podía ser un peligroso viaje hasta el otro lado del mundo sobre las aguas más bravas del océano. Desde luego, nunca olvidaría que, en el momento del espeluznante accidente de Staplehurst, estaba escribiendo
Nuestro común amigo
, el libro anterior a
El misterio de Edwin Drood
, y llevaba con él las últimas páginas de la novela. La última entrega había quedado en el vagón del tren del que había escapado y arriesgó su vida para volver a él y rescatar los papeles.

—Fue muy temerario.

Osgood asintió con la cabeza.

—Pero eso no era lo único que debía de tener en la cabeza. Estaba esa mujer, la señora Barton, que se había colado en la habitación del hotel para dejar una nota exigiendo hablar con Dickens sobre su nuevo libro. Y estaba lo del diario de bolsillo, que ella había robado. Y los agentes de impuestos, que amenazaban con hacer lo que tuvieran que hacer para recaudar el dinero que se debía: confiscar entradas o sus pertenencias y documentos. Dickens sabía que si subía al barco con esto en la mano, tal vez no volviera a verlo nunca. Más aún, ya en Inglaterra, sabía que cuando empezara a publicar el misterio, habría un interés desmedido por saber cómo iba a terminar. Un criado en el que una vez había confiado forzó la caja fuerte de su despacho mientras estaba de viaje. Sí, por todas partes amenazaban los peligros a Dickens y a su manuscrito.
Este
lugar, este diminuto recinto olvidado, tal vez fuera el único emplazamiento seguro en toda la Tierra para sus páginas. Aquí podían refugiarse sin que nadie las molestara hasta que él pudiera pedir a alguien que las recuperara, lo que haría una vez hubiera terminado la primera parte. Pero al morir de manera inesperada, no tuvo oportunidad de contárselo a nadie.

Wakefield aplaudió.

Osgood pensó en Rebecca. Pensó que ojalá la hubiera dejado entrar con él al edificio para que estuviera a su lado y compartiera aquel momento. Entonces cayó en la cuenta.

—¿Dónde está la señorita Sand, señor Wakefield?

—¡Ah, no se preocupe, señor Osgood! He dejado a mi colega cuidando de Rebecca.

Osgood hizo un gesto de agradecimiento, aunque recibió con una inclinación de cabeza el uso informal que hizo su benefactor del nombre propio de la mujer. Significaba una cosa: que ella había aceptado su declaración de amor. A pesar del dolor que le producía pensar en ello, Osgood seguía deseando que ella estuviera a su lado. Aquello era un triunfo de ella tanto como de él; de ella y para ella. Por todo lo que había tenido que pasar con Daniel.

Osgood se dio cuenta de que aquellas palabras que permeaban sus pensamientos no eran suyas.
Lo que ha tenido que pasar con su hermano, Daniel. Una tragedia espantosa y sin sentido
. Ésa había sido la frase de Wakefield en la conversación que sostuvieron en el salón a bordo del barco. Una pregunta tomó forma en la cabeza de Osgood, eclipsando por un momento el asombroso documento que tenía en las manos y el sombrío sótano en el que se encontraba: ¿cómo había sabido Wakefield lo de Daniel? ¿Habría adquirido Rebecca el nivel de intimidad suficiente con él para contárselo? Osgood no fue capaz de distinguir si el sentimiento que le invadió de repente era afán de protección, celos o sospechas de Wakefield.

—¡Impresionante, señor Osgood! —estaba diciendo Wakefield, riendo como si le hubiesen contado el final de un chiste desternillante—. Y, mire, ¡lo ha encontrado usted antes que nadie!

Una escena de su primer viaje en el
Samaria
apareció en la memoria de Osgood. Wakefield haciéndose amigo inmediatamente. Una rápida sucesión de ideas, de hechos. Wakefield no es que hubiera estado a bordo de su barco en el viaje de ida a Londres y, luego, en el de vuelta. Es que les había seguido en el viaje de ida y en el de vuelta, lo mismo que Herman. Herman y él estaban en Boston al mismo tiempo, en el barco al mismo tiempo y en Londres al mismo tiempo. Wakefield acudió a toda velocidad a la comisaría de policía después del ataque de Herman en el fumadero de opio.

—Creo que debería ir a buscar a la señorita Sand —dijo Osgood con calma.

—Claro, claro —confirmó Wakefield.

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